Anne es una chica común: pelirroja, de ojos marrones y con una rutina sencilla. Su vida transcurre entre clases, libros y silencios, hasta que un día, al final de una lección cualquiera, encuentra una carta bajo su escritorio. No tiene firma, solo un remitente misterioso: "Tu luna". La carta está escrita con ternura, como si quien la hubiese enviado conociera los secretos que Anne aún no se atrevía a decir en voz alta.
Día tras día, más cartas aparecen. Cada una es más íntima, más cercana, más brillante que la anterior. Anne, con el corazón latiendo como nunca antes, decide dejar su respuesta: una carta pidiendo un número de teléfono, un pequeño puente hacia la voz detrás del papel.
Desde ese momento, las palabras ya no llegan en papel, sino en mensajes que cruzan el cielo entre la luna y la tierra. Entre risas, confesiones y silencios compartidos, Anne descubre que la persona tras el seudónimo no es un sueño, sino alguien real.
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Una confusión
El cielo estaba nublado, como si también él sintiera el peso que se acumulaba en mi pecho. Era el primer día de clases después del receso, y aunque el aire olía a rutina, en mi interior aún resonaban los destellos de todo lo que habíamos vivido. La Navidad, las videollamadas al amanecer, el susurro de Anne diciendo “te amo más, como los humanos admiran la Luna”.
Y el collar.
Ese pequeño planeta Tierra que escondí en su mesa de noche. Porque ella es mi Tierra. Mi centro. Y yo, su Luna, feliz de orbitarla.
Entré al colegio sintiéndome ligera. A pesar de los nervios, estaba emocionada por verla. Por abrazarla en un rincón donde nadie mirara. Por preguntarle si había dormido con el collar puesto. Si había leído mi carta. Si mis palabras la habían tocado.
Caminé hacia el patio, la busqué entre la multitud, pero no la vi. Un grupo de chicas conversaba cerca del edificio principal. Alguien mencionó su nombre, y escuché que había entrado al baño con Katherine.
Katherine.
Mi estómago se contrajo.
No era que desconfiara de Anne… pero había algo en Katherine que me inquietaba. Esa cercanía. Esa forma en que la miraba. Como si ella también quisiera orbitarla.
Mi mente me gritó que no hiciera tonterías, que no me metiera en problemas por inseguridades viejas. Pero mis pies ya estaban moviéndose, mis manos empujaban la puerta del edificio, y mi corazón golpeaba contra mi pecho como si quisiera avisarme de algo.
El pasillo estaba vacío. Todo era silencioso, salvo por el murmullo lejano de risas en el aula de arte. Me acerqué al baño. La puerta no estaba cerrada del todo.
Y entonces, las vi.
Anne y Katherine. Solas. Frente al espejo.
Katherine se inclinaba hacia ella. Le decía algo. No lo escuché.
Vi cómo su mano se alzaba y le apartaba con cuidado un mechón de cabello del rostro.
Vi cómo Anne reía, bajaba la mirada, luego la volvía a alzar. Sus ojos brillaban.
Se acercaban.
Estaban demasiado cerca.
Y fue solo un segundo.
Un movimiento sutil, tal vez un impulso, tal vez una sombra. No sé si llegaron a rozarse. No sé si fue un beso o un malentendido. No pude seguir mirando.
Me aparté de inmediato.
El aire se volvió hielo en mi pecho.
Salí corriendo, sin decir palabra.
Ni siquiera sabía si me habían visto.
Las lágrimas me nublaban la vista.
Corrí por los pasillos, bajé las escaleras y salí al patio por la puerta trasera. Me refugié en la parte menos transitada del colegio, esa donde el muro está cubierto de hiedra seca y el mundo parece olvidar que existes.
Me dejé caer al suelo. Abracé mis piernas. La frente apoyada sobre las rodillas.
¿Qué fue eso, Diana? ¿Viste lo que creíste ver? ¿O estás dejando que el miedo te gane?
Me dolía todo.
La garganta. El pecho. Las manos.
Pensé en el collar.
En cómo lo envolví con cuidado.
En cómo escribí cada palabra de esa carta, temblando de emoción, esperando que ella lo encontrara con los primeros rayos del sol.
Y ahora sentía que ese gesto había quedado en ridículo.
Como si hubiera amado más de lo que debía.
Como si me hubiera equivocado al creer que era suficiente.
Mi celular vibró. Saqué el teléfono con manos temblorosas.
Anne: ¿Dónde estás, Lunita? Estoy preocupada…
No pude responder.
Porque no sabía qué decir sin romperme por completo.
¿Y si solo fui un paréntesis en su historia?
¿Una Luna que pasó, hermosa pero pasajera?
El frío me envolvía, aunque no era el clima. Era esa sensación de vacío. De no ser suficiente. De haber orbitado algo que tal vez nunca me quiso tan cerca.
El mundo se volvió ruido. No el de voces o pasos, sino ese zumbido agudo que me taladra el pecho cuando algo se rompe muy dentro.
Todo se sentía torcido.
Demasiado brillante.
Demasiado sucio.
Demasiado.
Me acurruqué en el rincón junto al muro del patio trasero, el que casi nadie pisa porque las enredaderas lo cubren como si ocultaran un secreto. Mis rodillas contra el pecho, mis manos apretando los brazos con fuerza. El aire se me iba en pedazos, como si respirara dentro de una bolsa que no se llena nunca.
Mi cabeza repetía la escena: Anne, Katherine, sus rostros tan cerca. Ese casi-beso, ese suspiro, esa sonrisa que no era para mí.
No podía.
No quería sentir.
No sabía cómo parar.
Las luces de mi mente parpadeaban como un cable dañado: su risa, el collar que escondí, las palabras de mi carta, su “te amo más”… y después la imagen de Katherine tan cerca de sus labios.
No sabía si habían llegado a besarse.
Pero mi corazón… mi corazón ya se había roto.
Mi cuerpo empezó a temblar. Las uñas me dolían de tan fuerte que me aferraba a mis propios brazos. El sonido alrededor se volvía hueco, distante, como si estuviera bajo el agua.
No soy suficiente. No soy suficiente. No soy suficiente.
La voz en mi cabeza era un martillo.
Una verdad cruel que se repetía como eco.
Y entonces, escuché sus pasos. Su voz. Lejana al principio, como si la trajera el viento.
—Diana… —Era Anne. La reconocí incluso entre el caos.
No levanté la cabeza.
No podía.
Estaba atrapada.
—Diana, por favor… estoy aquí. Estoy contigo.
Sentí su presencia acercarse. Su respiración agitada. Se agachó a mi lado, pero el pánico explotó dentro de mí.
—¡NO! —grité, con una voz que no sentía como mía—. ¡Déjame!
Ella retrocedió un poco, sorprendida, pero no se fue.
—Diana, estás teniendo una crisis. Respira conmigo. ¿Recuerdas cómo lo hacemos? Inhala… exhala…
—¡NO! ¡No me hables como si importara! —las lágrimas me escurrían calientes, crueles—. ¡No soy importante para ti!
Hubo un silencio.
Solo el viento. Solo mi llanto.
—Diana… —dijo, con esa voz rota que usaba cuando lloraba—. ¿Cómo puedes pensar eso?
Quise decirle que la vi. Que vi cómo se dejaba mirar. Que vi cómo Katherine le apartaba el cabello. Que vi cómo ella no se alejaba.
Pero no podía formar palabras. Mi garganta era una herida.
—No soy como ella —susurré—. No soy como nadie. Soy demasiado. Soy difícil. Soy extraña. Grito cuando algo me duele. No sé mentir. Me asusto. Me rompo.
Ella se quedó en silencio unos segundos, y sentí cómo se sentaba despacio, cerca pero sin tocarme.
—¿Y crees que eso te hace menos digna de amor?
Me encogí más.
—Lo arruino todo —murmuré.
—No arruinaste nada. No pasó nada con Katherine. Solo fue una charla tonta. Un malentendido. Me hizo un comentario y yo me reí por incomodidad. Me acercó la cara y yo no supe qué hacer. Pero no pasó nada. Nada, Diana.
Sus palabras caían como lluvia sobre tierra seca. Pero yo no podía absorberlas del todo. El dolor era muy grande. Muy profundo.
—Te vi sonreírle… como me sonreías a mí.
Anne tragó saliva. Lo sentí.
—Yo te sonrío diferente, Luna —susurró—. Contigo no escondo. No me protejo. Me entrego.
Mis ojos se cerraron. El pecho aún subía y bajaba como si mi cuerpo fuera una tormenta.
Ella esperó. Como siempre hacía. Como nadie más sabía hacer.
Pasaron minutos. Tal vez más. Poco a poco, mis manos dejaron de apretar mis brazos. Mis pies tocaron el suelo otra vez. El zumbido se fue apagando.
—¿Puedo tocarte? —preguntó ella, bajito.
Asentí sin abrir los ojos.
Sentí su mano sobre la mía. Cálida. Temblorosa.
—No me dejes —le dije, casi sin voz—. No sé estar en este mundo sin ti.
Anne se inclinó hacia mí, con el pecho encogido por la culpa.
—Nunca voy a dejarte, Diana. Soy tu Tierra. Y tú mi Luna. Orbítame cuando quieras. Abrázame cuando puedas. Y cuando no, aquí estaré, igual.
Lloré otra vez. Pero esta vez el llanto fue distinto. Como si mi cuerpo dijera: ya estás a salvo.
Nos quedamos ahí, juntas en el rincón donde el mundo no miraba. Enredadas en silencio, en ternura. Como si el eclipse acabara de pasar.
Y poco a poco, volví a respirar.
Tal vez nunca debí dejarme iluminar.