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La Casa Donde Aprendí A Odiarme

La Casa Donde Aprendí A Odiarme

Status: Terminada
Genre:Completas / Amor de la infancia / Autosuperación / Apoyo mutuo
Popularitas:1.2k
Nilai: 5
nombre de autor: VickyG

"La casa donde aprendí a odiarme" es una novela profunda y desgarradora que sigue la vida de Aika, una adolescente marcada por la indiferencia de su madre y la preferencia constante hacia su hermano. Atrapada en una casa donde el amor nunca fue repartido de forma justa, Aika lidia con una depresión silenciosa que la consume desde dentro. Pero todo empieza a cambiar cuando conoce a Hikaru, un chico extraño que, sin prometer nada, comienza a ver en ella lo que nadie más quiso ver: su valor. Es una historia de dolor, resistencia, y de cómo incluso los corazones más rotos pueden volver a latir.

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Capítulo 11: Caminando lejos, volviendo al mismo lugar

Después de cerrar la puerta detrás de ellos, Aika y Hikaru no dijeron nada durante varios minutos. Solo caminaron. Sin rumbo. Sin destino. Aika apretaba el puño con fuerza, intentando tragarse todo lo que acababa de vivir. Pero había algo en el silencio de Hikaru, en su compañía serena, que poco a poco fue aflojando la rabia y la vergüenza.

El cielo estaba gris. No llovía, pero parecía que el mundo entero estaba a punto de llorar.

—¿Por qué duele tanto estar viva? —preguntó Aika de pronto, rompiendo el silencio con una sinceridad que le nació de muy adentro.

Hikaru la miró de reojo. No con lástima, sino con comprensión.

—Porque sentir… es estar vivo. Y cuando uno siente demasiado, todo se vuelve más pesado.

—Entonces yo debo estar más viva que nadie —respondió ella con una risa amarga—. Porque lo mío no es tristeza, es un peso constante. Es como si mi existencia molestara desde que nací.

Hikaru guardó silencio por un segundo. Luego, dijo:

—Tú no molestas. Ellos fallaron contigo. No supieron cómo amar algo tan valioso. Y cuando la gente no sabe amar… destruye.

Aika se detuvo. Lo miró de frente. Esas palabras no eran comunes. Eran cuchillas suaves que cortaban justo en el lugar donde ella más necesitaba ser tocada.

—No entiendo por qué todo ha sido así conmigo. Mi madre siempre me compara con mi hermano. Me trata como si hubiera hecho algo imperdonable solo por existir. ¿Y sabes qué es lo peor? Que empecé a creer que era verdad. Que yo era el problema.

—No eres tú, Aika —dijo él, con voz firme—. Y no estás sola, aunque te lo hayan hecho sentir así toda tu vida.

Siguieron caminando. Pasaron por un parque vacío, por una calle con faroles viejos, por una tienda cerrada. Aika le contó cosas que nunca había dicho en voz alta: la vez que se escondió en el armario para que su madre no la encontrara, los cumpleaños olvidados, las noches en las que se abrazaba a sí misma para no desaparecer. Y Hikaru no la interrumpió. Solo escuchó. Y eso era un acto de amor en sí mismo.

—Ya es tarde —murmuró ella al ver el cielo oscurecer—. Debería volver antes de que se ponga peor.

—Te acompaño —dijo él sin dudar.

—No hace falta.

—Quiero hacerlo.

Caminaron de regreso en silencio. Aika deseaba que el trayecto se hiciera eterno. Que esa calma no se terminara nunca. Que esa versión de ella, la que se sentía vista y válida, pudiera quedarse un poco más.

Cuando llegaron a la puerta de su casa, se detuvo.

—Gracias por… no irte —le dijo en voz baja.

Hikaru sonrió.

—Gracias por dejarme quedarme.

No se abrazaron. No hubo un beso. Solo una mirada. Y en ella, todo lo que las palabras no sabían decir.

Aika entró despacio. Apenas cruzó el umbral, sintió el aire denso, la atmósfera cargada.

—¿Dónde estabas? —la voz de su madre la golpeó como un látigo.

—Solo salí a caminar —respondió Aika, intentando sonar tranquila.

—¿Con ese niño otra vez? ¿Después de lo que hiciste hoy? ¿Tienes idea de la vergüenza que me hiciste pasar?

—¿Vergüenza? ¿Por qué? ¿Por tener a alguien que me trata mejor que tú en toda mi vida?

La frase salió sin que pudiera detenerla. Era una bomba que llevaba años fabricando. Su madre giró sobre sus talones. Sus ojos, llenos de furia, no vacilaron.

—¿Qué dijiste?

—Dije que estoy harta —continuó Aika, con la voz temblando—. Que tú nunca me has querido. Que me tratas como basura y después finges que soy la culpable. Estoy cansada. ¡Estoy cansada de fingir que esto es normal!

La bofetada fue tan rápida que no la vio venir. Sintió el calor en la mejilla, el ardor. Pero más que el dolor físico, lo que le dolió fue la confirmación: su madre no la amaba. Nunca lo había hecho.

—Sube a tu cuarto. Y no salgas hasta que yo lo diga —escupió la mujer.

Aika no dijo nada. Subió las escaleras como una autómata, con la mano en la cara y el corazón hecho trizas. Cerró la puerta. No lloró. Ya no le quedaban lágrimas para esa casa.

Se tiró en la cama. Miró al techo. Y entonces, como un suspiro suave, llegó el recuerdo.

Su abuela.

La mamá de su padre. Una mujer de cabello blanco y ojos dulces, que olía a galletas recién horneadas. Que le decía “mi pequeña flor” y la abrazaba con una ternura que derretía cualquier sombra. La única que la había hecho sentir segura, importante, amada.

Ese día, con Hikaru, sintió lo mismo. Por un momento, su corazón recordó lo que era sentirse a salvo.

Cerró los ojos.

Y se prometió algo.

Iba a sobrevivir.

No por su madre.

No por nadie.

Por ella.

Y por esa niña que aún soñaba con que alguien la eligiera.

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