Doce hermosas princesas, nacidas del amor más grande, han sido hechizadas por crueles demonios para danzar todas las noches hasta la muerte. Su madre, una duquesa de gran poder, prometió hacer del hombre que pudiera liberarlas, futuro duque, siempre y cuando pudiera salvar las vidas de todas ellas.
El valiente deberá hacerlo para antes de la última campanada de media noche, del último día de invierno. Scott, mejor amigo del esposo de la duquesa, intentará ayudarlos de modo que la familia no pierda su título nobiliario y para eso deberá empezar con la mayor de las princesas, la cual estaba enamorada de él, pero que, con la maldición, un demonio la reclamará como su propiedad.
¿Podrá salvar a la princesa que una vez estuvo enamorada de él?
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CAPÍTULO 12
Las doncellas de Beatrice, preocupada que se sintiera mal de sus pies, estaban listas para sentarla en un banco en lo que revisaban sus vendajes; sin embargo, el sonido leve de un pequeño golpe hizo que estas miraran a la dirección del kiosco de girasoles.
—¡Oh! ¡Es el sultán!—respondió emocionada una de las doncellas.
—¿Sultán?—preguntó sorprendida Beatrice.
—Sí, el hombre gordito—aclaró la otra doncella—es el sultán Murad, al parecer ha venido para la primera temporada debut del bicentenario, con el fin de casarse con alguna mujer de la alta sociedad.
Fue así que Beatrice recordó que en ese mismo año en que sus hermanas y ella debían supuestamente morir, sería el año del bicentenario del reino, donde se celebraba la fundación de la nación. Y si un monarca extranjero vino en búsqueda de esposa, era por motivos de alianza política.
Anastasia, luego de cambiar sus vendajes y sus ropas por un vestido sencillo, observó a lo lejos a su hermana, quien miraba cabizbaja al piso. Preocupada por ella, tuvo que ir en silla de ruedas para no lastimarse más las plantas de sus pies.
—¿Betty?—la llamó con cariño Anastasia.
La segunda princesa bailarina miró a su hermana mayor con una sonrisa, mientras se sentaba en la banca centrada. Beatrice observó a Anastasia, un poco curiosa por saber algo.
—Hermana—le dijo—¿Tu corazón se pone cálido cuando ves a sir Scott?
—Sí—respondió un poco sonrojada.
Sin saber que su presencia llamó la atención por unos segundos del acompañante del sultán, ambas continuaron hablando mientras los hombres seguían conversando. Desde que habían firmado el tratado de paz con el rey Guillermo, habían decidido venir al reino para buscar una esposa.
No obstante, su hermano mayor no colocaba de su parte. Pese a que era un hombre inteligente, poliglota y un estratega muy bueno, tenía una debilidad por la comida tan grande que, con su desinterés por cuidar su cuerpo, lo llevaron a ser una bolita andante.
—¡Ibrahim!—reclamó sobando su mano—¿Qué opinaría madre si sabe que el sultán está siendo golpeado por su hermano?
—Me agradecería, eso es un hecho—respondió sosteniendo aún la regla—recuerde, sultán Murad, que está en dieta...
Murad suspiró con pesar, al ver que no podía degustar los bellos y deliciosos bocadillos en la mesa. Desde que llegó al reino, se quedó sorprendido al probar comida tan deliciosa; sin embargo, su hermano estaba con el constante acoso de que si quería casarse debía adelgazar.
Estaba cansado de ese asunto, es más, si debía hacer que Ibrahim se casara, de modo que su hijo fuera el futuro sultán lo haría. Realmente si él fue escogido como sultán fue porque el águila dorada lo tomó como su nuevo maestro, clara señal de que Dios lo estaba bendición.
No obstante, cuando su padre murió, sintió un alivio de la presión que tenía de ser como él y encontró un refugio placentero en la comida. Sabiendo que no encontraría ni siquiera ninguna candidata a concubina debido a su fealdad, solo se haría responsable de sus obligaciones y ya, con respecto a un heredero, sería su hermano.
Ibrahim suspiró escondiendo de nuevo la regla, habían llegado principalmente por Murad, así que se hacía indispensable que de los dos, al menos el sultán volviera con una esposa. No obstante, un destello de luz hizo que desviara su mirada.
A lo lejos, observó a una hermosa mujer de cabello rojizo, casi castaño, sentada en una silla de ruedas. Estaba hablando con una chica rubia sentada en un banco. Curioso, llamó a uno de los mayordomos para saber más.
—¡Ah! ¡La hija mayor de la duquesa Serena!—respondió el criado—es la princesa Anastasia, heredera del ducado de Rosaria.
Ibrahim agradeció la información, mientras seguía observando a Anastasia. Se veía que era muy joven, con suerte había cumplido la mayoría de edad. No obstante, aunque se veía herida, emanaba una dulzura y belleza sin igual.
Un sentimiento extraño hizo que su corazón se acelerara, ni siquiera era comparable con sus concubinas que lo esperaban en casa.
—¿Está casada o comprometida?—volvió a preguntar al mayordomo.
—No, señor—respondió—debido a su situación no ha tenido ninguna propuesta...
El mayordomo se quedó en silencio, regañándose de manera interna por casi filtrar la situación de las princesas. Si bien era algo sabido en todo el reino, no quería ser el que pusiera al tanto al ministro del reino vecino.
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Tras tener una pequeña merienda, el visir Ibrahim y el sultán Murad fueron a sus respectivos aposentos para arreglarse para el primer baile de la temporada en la noche. Sería un mes enteros de bailes organizados por el propio rey Guillermo, en celebración de la fundación y que serviría a miles de debutantes de encontrar esposos.
Después de darse un baño en una tina de agua caliente, el ministro extranjero salió desnudo, dejando ver su cuero bien formado y su clara diferencia con su hermano. Aquella imagen hizo estremecer a la doncella puesta por la reina, quien debía servirlo. Pese a que era un hombre de cuarenta y dos años, era demasiado hermoso.
El visir, al ver que la cofia de la doncella dejaba ver un poco de su cabello, la sorprendió al quitárselo de manera autoritaria. Viendo que aquella chica no era ni la cuarta parte de Anastasia, pero que su cabello se parecía un poco, sería lo suficiente para satisfacerlo aquel día.
Antes de que el sol comenzara a ponerse, Ibrahim aprovecharía a aquella doncella. Por eso, la joven, llena de gozo al ver la obra de arte andante frente a sus ojos, observó como Ibrahim se sentaba en el sofá, aun con agua, cayendo por todo su cuerpo desnudo.
—Chúpalo—ordenó mostrando su masculinidad bien dura.
—¿Cómo?—preguntó la doncella con la respiración entre cortada.
—¡Qué lo chupes te he dicho!—volvió a ordenar esta vez gritando.
La doncella, con la esperanza de ser la esposa del visir, se agachó y comenzó a saborear la entre pierna del hombre, quedando con cansada debido a lo grande y larga que era.
Hubo un momento en que, antes de llegar a la cima, pensando que aquella doncella era Anastasia, que Ibrahim hizo que la criada se tragara toda su masculinidad antes de llegar a la cúspide.