Matrimonios por contrato que se convierten en una visa hacia la muerte. Una peligrosa mafia de mujeres asesinas, asola la ciudad, asesinando acaudalados hombres de negocios. Con su belleza y encantos, estas hermosas pero letales, sanguinarias y despiadadas mujeres consiguen embaucar a hombres solitarios, ermitaños pero de inmensas fortunas, logrando sus joyas, tarjetas de crédito, dinero a través de contratos de matrimonio. Los incautos hombres de negocia que caen en las redes de estas hermosas viudas negras, no dudan en entregarles todos sus bienes, seducidos por ellas, viviendo intensas faenas románticas sin imaginar que eso los llevará hasta su propia tumba. Ese es el argumento de esta impactante novela policial, intrigante y estremecedora, con muchas escenas tórridas prohibidas para cardíacos. "Las viudas negras" pondrá en vilo al lector de principio a fin. Encontraremos acción, romance, aventura, emociones a raudales. Las viudas negras se convertirán en el terror de los hombres.
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Capítulo 13
Marcela había viajado toda la noche somnolienta, cansada, exánime y bostezando continuamente, tratando de dormir pero no había podido pegar un ojo. Sentía su corazón acelerado y estaba empalidecida, temblando como gelatina. Sabía que Telma Ruiz la iba a matar. Ella había visto que a algunos colaboradores que no le dieron resultado, los eliminó, de buenas a primeras, de la misma forma que despachaba a los clientes que le conseguían las chicas. Un día esos sujetos que le fallaron estaban allí, riéndose, celebrando las ocurrencias de la jefa pero a la siguiente mañana, no había ningún rastro de ellos, como si la tierra, de repente, se los hubiera tragado o que se evaporaran en un instante. Y ella había cometido el peor de los pecados en la organización, desafiando a la jefa, luego que le pidió que no matara a Humberto Colca.
Cuando al fin llegó al último paradero, se alzó la capucha de la polera, cogió su maletín deportivo y bajó de prisa, sin fijarse en nada, de frente, hacia un mercado vecino al terminal terrestre donde había mucha gente yendo y viniendo. Siguió de largo, tratando de pasar desapercibida, pensando que alguien la estaba siguiendo o que podría ser reconocida, salió por la otra puerta y continuó caminando sin detenerse, cada vez más de prisa, sin volver la mirada atrás, asustada, temblando y con su corazón acelerado rebotando en su pecho, convertido en una pelota de baloncesto.
Al llegar a un pequeño parque, se sentó en una banca y vio a todos lados con premura para cerciorarse que nadie la había seguido. No había nada sospechoso. Se bajó la capucha porque se sentía atosigada y volvió a otear a otros lados, insistiendo en sus temores de que varios hombres la estaban siguiendo, dispuestos a eliminarla. Luego de un rato, recién pudo exhalar un poco de ese pavor que la había estado carcomiendo y la tenía sumida en loa angustia, ahorcándola sin clemencia.
Marcela no tenía celular, no le dijo a nadie dónde iba y ni siquiera ella sabía en qué ciudad se encontraba. Había subido el primer bus que encontró en el terminal terrestre y lo abordó sin miramientos, refugiándose en uno de asientos posteriores, donde se encogió, se embozó entre sus hombros, y trató de pasar desapercibida, aunque su miedo la delataba porque temblaba igual que una gelatina.
Pensó que en ese poblado podría estar segura, quizás rehacer su vida, cambiar de nombre, esconderse en los cerros o habitar en alguna cueva deshabitada. Las alternativas le bailaban en la cabeza como una danza macabra y eso aceleraba, aún más, su corazón taladrando como loco su busto, abriéndole hueco y causándole horribles punzadas.
Supuso, además, que Telma Ruiz bloquearía su tarjeta de crédito. Entonces se apuró en ir al banco de aquel extraño y pequeño pueblo y retiró todo su dinero que luego guardó en la cartera. Sin embargo un nuevo temor le apresó, de repente. -Telma puede seguir el hilo de mi tarjeta, sabrá en qué ciudad he retirado el dinero-, se asustó ella convencida que había metido la pata. Nuevamente, y sin pensarlo dos veces, abordó un minivan que estaba por salir del terminal y le dijo al cobrador "hasta el último paradero". Se acobijó en uno de los asientos finales y se ocultó debajo de la capucha, alzándose de hombros y haciéndose la dormida.
Fueron cerca de cuatro horas de viaje tedioso, pesado, aburrido y cansado entre escarpados y cerros empinados, una pista estrecha y polvorienta y muchas chacras y laderas peladas. El calor intenso la agobiaba además. Veía todo confuso como un entrevero de colores que la atontaban y la hacían sentir desubicada y perdida en una nebulosa o un desierto demasiado árido.
-Llegamos señorita, paradero final-, le dijeron el chofer y el cobrador, mirándola a través del espejo retrovisor.
Marcela bajó de prisa y de nuevo fue de frente, sin volver la mirada atrás, perdiéndose entre carretillas de frutas y verduras que se apiñaban y juntaban cerca de los minivan, en ese paradero informal. Siguió de largo, hasta que llegó a un parque grande con una gruta donde revoloteaban numerosas palomas y flotaban coloridas mariposas. Estaba muy cansada de tanto viajar y se moría de hambre.
Sin embargo, nuevas ideas de que la habían seguido, que ya habían detectado el retiro de dinero en el banco y que estaba en la mira de los esbirros de Telma Ruiz, apuntándola con sus rifles modernos, volvieron a machacarla, aplastándola igual a si estuviera debajo de una pesada prensa.
Así, confundida, incrédula, pasmada, angustiada y temerosa, sumida en el pánico, estuvo deambulando horas de horas por las callejuelas estrechas, bajo los balcones de madera y los caminos empedrados, de ese poblado destartalado pero coqueto, abrumada por el intenso calor, agobiada por el soroche, con sus narices resecas, los labios partidos y también secos, sin saber qué hacer o a dónde ir. Como el hambre le ganaba, entró a un pequeño restaurante y pidió sopa de verduras y arroz a la cubana. El mozo le acomodó, además, un pan y agua de manzana.
Tenía mucha hambre. Comió sin detenerse, casi sin suspirar y eso le devolvió, en cierto modo, la tranquilidad y el sosiego. Después de un rato volvió a pensar en la situación en que se encontraba sumergida y se convenció que estaba en medio de una ola enorme que amenazaba con sepultarla por completo y ahogarla en forma irremediable.
-Telma querrá matarme-, se aseguró una y otra vez, convenciéndose de que estaba haciendo bien las cosas, huyendo de sus garras.
De pronto, entró una familia al local, también a comer. Marcela los vio con curiosidad. Ellos hablaban en voz alta, se empujaban y hacían bromas. El papá pidió el menú. Fue en ese entonces, que ella golpeó furiosa su mano en la frente. -¡Mi padre, no pensé en mi padre!-, se dijo casi gritando.
Salió de allí dando tumbos y en la calle dio vueltas como loca, perdida en un limbo sin salidas, oscurecido y turbio, como una neblina tupida, sin saber, en realidad, qué hacer.
Gravemente herida en sus sentimientos, sintiendo que el cielo se le desplomaba sobre sus hombros, ahogada en la aflicción de sus miedos, encerrada en un claustro de pavor e ignorando cómo poder escapar de esa realidad que la trituraba sin piedad, como un cruel molino, Marcela se arrodilló en la acera y se puso a llorar a gritos.