Las Viudas Negras
Marcio besó con embeleso las sabrosas y pronunciadas curvas de Gisela, probando sus encantos, una y otra vez, maravillado de su piel tersa, suave, sensual y fabulosa. Se sintió un explorador yendo y viniendo por sus altas montañas, sus deliciosos bosques y el vasto desierto de su piel, mordiendo cada centímetro de ella, deleitándose con sus gemidos, una música celestial y sexy que le provocaba, incluso más deseos.
Ella era puro fuego, una antorcha encendida que ardía en deseos que la posean y la hagan suya. Marcelo no dudó entonces en llegar a sus más recónditos rincones, conquistando sus debilidades, una a una, dejando su huella ansiosa en cada centímetro de Gisela, incluso sus profundidades con afán y encono, alborozado de tener, al fin, todo su cuerpo para él solo.
Tanto la deseó, tanto quiso tenerla entre sus brazos, tanto aspiró besar su boca igual a una manzana rojita y sabrosa, que al hacer realidad sus anhelos, se volvió loco de placer, alborozado y hasta eufórico, sin perdonar detalle ni pedacito del cuerpo de ella, incluso sus cabellos lo hacían sentir en las nubes y por fin comprobó gozoso que toda esa majestuosidad que difícilmente cubrían sus vestidos, era verdad, y que sus curvas eran un prodigio de la naturaleza. Acarició sus piernas con ahínco y comprobó que en efecto eran suaves, delictuales y sensualmente lisas.
Marcio quedó rendido a ella, le encantó escucharla vencida a sus caprichos, la estremeció con su ímpetu y cuando conquistó sus abismos con deleite, comprobó que ella era enteramente suya, que le pertenecía y que sus fantasías húmedas no tenían comparación con esta sensual realidad de tenerla dominada a sus antojos, conquistándola por completo y enarbolando su bandera en ella, en lo más profundo de sus entrañas.
Extasiado, agotado, hasta exánime, Marcio resopló una y otra vez aún maravillado de tanta belleza, sudaba, incluso por la vehemente pasión y porque también ardió con el fuego de ella. Gisela fue una antorcha, una gran tea que lo calcinó por completo. Ella lo mordisqueó, hundió sus uñas en su piel, presa de la excitación y de sentirlo en sus profundidades. Se volvió una loba clavando sus colmillos en los brazo y hombros de Marcelo cuando él marchó raudo hasta lo más hondo de ella y ambos se deleitaron con esa música romántica y melódica, delictual, del placer en todo su esplendor.
Gisela también estaba rendida e igual soplaba sexo en su aliento. Entreabría con dificultad sus ojos tratando de reponerse a tanta excitación. -Fue maravilloso-, dijo al fin, tratando de desacelerar sus pulsaciones y el redoble de su corazón. Había perdido las fuerzas, vencida por el afán de poseerla de Marcio.
Estuvieron en silencio, largo, rato, contemplando la oscuridad del cuarto, aún saboreándose de los besos, las caricias y hasta de las mordidas mutuas cuando se volvieron fieras para destrozarse en el clímax de sus deseos hechos verdad. Por fin, ella se levantó trastabillando, despeinada, riéndose con satisfacción. En el desorden del cuarto, de sus ropas regadas en el piso, buscó su cartera. Con tantos besos y caricias, cuando él empezó a rasgar su vestido, olvidó dónde la puso. Vio sus prendas íntimas también tiradas en los rincones y le dio risa porque fueron volando a estrellarse en la pared cuando Marcio la desnudó afanoso por conquistarla de una vez.
Al fin encontró la cartera junto a la puerta, puesta de cabeza. Rebuscó algo y después fue otra vez a la cama y se quedó mirando a Marcelo que aún intentaba recuperar el aliento. El ensanchó su sonrisa.
-¿Quieres más, mi amor?-, preguntó él, con la cabeza recostada en sus manos.
-Ya tengo todo lo que puedes darme. Tu carro, tus cuentas en el banco, tus joyas, ¿Qué más quisiera de ti?-, murmuró ella divertida.
-Más fuego, je-, dijo él tratando de ser ameno.
-Eso lo tendré en otros hombres-, volvió a reír Gisela. A él no le gustó eso y arrugó la boca. -¿Qué dices, mujer?-, rezongó.
Gisela no le hizo caso. Tomó una almohada y puso detrás un revólver. -Chau, mi amor-
Tres disparos exactos en su pecho, lo dejaron tendido en la cama, convertido en una marioneta rota. Y mientras ella se vestía tranquilamente, tres hombres entraron al cuarto, envolvieron el cuerpo de Marcio en una frazada, metieron las sábanas, las almohadas, las ropas y zapatos del hombre, todo, en bolsas negras, pulieron con acetona los veladores, la cómoda, la manija de la puerta del baño y de entrada, sin dejar ni el más mínimo rincón sin limpiar. Luego reemplazaron todo con fundas y telas limpiecitas y sin estrenar, y ellos y la dama salieron y cerraron la puerta con cuidado. Después todo fue silencio.
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