Una amor cultivado desde la adolescencia. Separados por malentendidos y prejuicios. Madres y padres sobreprotectores que ven crecer a sus hijos y formar su hogar.
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Cap. 12 No lo va a matar.
La cena transcurrió en una paz inusual. Alexander, aunque serio, había aceptado la situación con una calma resignada. Bernarda, como siempre, tenía razón: no podía proteger a su dulce Belle para siempre.
Más tarde, después de que Samira lograra sacar de quicio a Leyton y Graciela se riera a carcajadas del espectáculo, Belle impuso el orden con su característica suavidad, un don único que tenía para calmar la tormenta Ferrer-Monterrosa y hacer que sus hermanos, finalmente, se rindieran al sueño.
Ya pasada la medianoche, unos golpes suaves y persistentes en la ventana de Belle la sacaron de un sueño ligero. Al acercarse, con el corazón acelerado, una sonrisa se dibujó en sus labios. Era Diego. Exactamente como en sus travesuras infantiles, había trepado por la gruesa enredadera que recubría la fachada.
Abrió la ventana y, antes de que pudiera decir una palabra, él le robó un beso que le arrancó una risa ahogada.
—Yeyo, si mi padre te ve, te va a matar. Y mira que tiene ganas —susurró, sin poder disimular su alegría.
—Pequeña hada, el tío Alex me va a matar de todas formas —respondió Diego con una sonrisa pícara, sentándose en el marco de la ventana y atrayéndola hacia sí hasta casi sentarla en su regazo.
—Solo quería saber si estabas bien. ¿Cómo estuvo la charla?
—Hablamos. Está de acuerdo, pero siempre y cuando las cosas estén claras. Y ya sabes que para papá, 'claridad' es un término mucho más serio —confesó Belle, jugueteando con el cuello de su camisa.
—Lo sé —asintió Diego, su expresión volviéndose solemne.
—Y creo que debimos formalizar nuestra relación desde hace mucho tiempo.
Belle se deslizó de su regazo.
—Bien, pero ahora debes irte. De verdad, si te ve…
Diego asintió y se acomodó para comenzar el descenso. Belle se inclinó para darle un último beso de despedida, pero justo en ese momento, Diego... desapareció de su vista.
Un ruido sordo y un gruñido de sorpresa llegaron desde abajo. El corazón de Belle se detuvo. Asomándose con pánico, lo vio: Diego estaba en el suelo, intentando incorporarse después de la caída. Y de pie, justo detrás de él, con sus imponentes 1.97 metros y los brazos cruzados, estaba Alexander. Erguido, silencioso y con una mirada que podría helar el mismísimo infierno. El titán había cazado a su presa.
El corazón de Belle galopaba como un caballo desbocado.
—¡Papi, no lo mates! —gritó desde la ventana, sus lágrimas asomando.
—¡Por favor, ya bajo! ¡No lo mates hasta que baje, por favor!
Sin esperar respuesta, salió disparada de su habitación. Necesitaba a su madre. Era la única que podía calmar a la bestia. Recorrió el pasillo hacia la habitación principal... vacía. Corrió entonces hacia la cocina, y allí, en un oasis de tranquilidad absurda, estaba Bernarda.
La CEO estaba de espaldas, concentrada en su máquina de café exprés. El aroma a grano recién molido llenaba el aire.
—Hola, linda —dijo Bernarda, sin volverse, como si fueran las tres de la tarde.
—¿Expreso o capuchino?
—¡Mami, por favor! —jadeó Belle, apoyándose en el marco de la puerta.
—¡Lo va a matar!
Bernarda terminó de preparar la taza, se volvió y negó con la cabeza con una calma exasperante.
—No lo va a matar. Y si así fuera, Diego vino solito a meterse en la boca del lobo. Cuando la gente tiene un deseo suicida, hay que respetar sus decisiones. —Tomó la bandeja con las tazas.
—Ahora, ayúdame a llevar esto a la sala. Luego vamos a meter a esos dos dentro de la casa antes de que despierten a todo el vecindario.
En ese momento, Samira apareció en la cocina, despeinada y con los ojos medio cerrados.
—¿Qué pasa? ¿Cuál es el alboroto? —preguntó con voz ronca y cara de fastidio.
—Diego vino a ver a tu hermana y tu padre lo pilló —explicó Bernarda, como si estuviera leyendo el pronóstico del tiempo—. Están en el jardín trasero. Uno quiere matar y el otro quiere morir.
Samira se despertó al instante. El sueño se esfumó, reemplazado por un brillo de puro morbo.
—¿Qué? ¿Asesinato? ¿Sangre? ¿Peligro? —preguntó, ya en movimiento.
—¡No vayan sin mí! ¡Voy a traer mi celular, esto no me lo pierdo! —Y salió corriendo hacia su habitación.
—¡Samira Ferrer, no te pases de sinvergüenza! —gruñó Belle, pero su hermana ya había desaparecido.
Afuera, bajo la tenue luz de la luna, la escena era digna de un cuadro de caza. Alexander, con sus 1.97 metros de estatura y una complexión de vikingo forjada en años de levantar motores, se alzaba como un coloso sobre Diego.
El joven, a pesar de sus respetables 1.90 metros y su cuerpo atlético, parecía un cervatillo frente a un oso pardo. Se incorporaba con dificultad, frotándose la espalda después de la caída. Alexander no había esperado a que bajara por la enredadera; había trepado unos metros, lo había tomado del tobillo con una mano y, con un solo y brutal jalón, lo había plantado en el césped.
—Tienes el descaro de trepar a la ventana de mi hija como un ratero —rugió Alexander, con una mirada que prometía una paliza—, en vez de tener los pantalones de hablar conmigo como un hombre.
—Tío Alex, no es así —se apresuró a decir Diego, tratando de enderezarse con algo de dignidad.
—No hicimos nada malo. Solo quería ver que ella estuviera bien, que no estuviera desanimada... Nada más. Ya me iba. Iba a hablar con usted... mañana —añadió, haciendo crujir su espalda con un gesto de dolor.
Alexander abrió la boca para soltar otra andanada, pero en ese momento su mirada se desvió hacia la casa. Allí venían Bernarda y Belle. Su esposa, caminando con la tranquilidad de quien se dirige a una reunión de junta, y su hija, detrás de ella, con el rostro descompuesto por los nervios.
—Mi amor —dijo Bernarda, como si los encontrara discutiendo sobre el clima—, vamos adentro a hablar de esto con calma. Ya está listo el café. He llamado a Raúl, ya viene. De todos modos, esto debe aclararse de una vez.
Alexander emitió un bufido profundo, de bestia domesticada a regañadientes, y se dirigió hacia su esposa. Mientras, Belle se apresuró a tomar del brazo a Diego para ayudarlo a avanzar. Cojeaba ligeramente, pero se esforzaba por mantener la espalda recta y la cabeza en alto, intentando parecer lo más fuerte posible ante su verdugo.