Amor Azul

En el avión, la azafata nos ordenó que nos colocáramos el cinturón de seguridad. Todos obedecimos. Las turbulencias me hacían marearme; mi vista perdía sentido y todo se tambaleaba. El aire me faltaba y mi respiración era errática. Mi pecho se expandía de manera inmediata y mi rostro se volvía rojo. Lucas me agarró de la mano y me dijo que respirara.

—No me gusta estar aquí —le dije.

—Solo es por un momento. Una vez que estemos en el cielo, ya no habrá movimientos bruscos —me dijo, tratando de que entendiera.

Cerré mis ojos y respiré lentamente, inhalando y exhalando varias veces hasta que me calmé. Cuando miré por la ventana, ya estábamos sobre Buenos Aires y pude admirar la ciudad desde arriba.

—Todos se creen grandes, pero qué ironía: son simples nimiedades frente al ingente cielo que tienen sobre ellos —estaba en mi momento más poético.

—Tienes toda la razón —dijo Lucas—. Muchos buscan la grandeza o la riqueza, pero lo verdaderamente importante es saber que nunca podrán superar a algo tan simple como el cielo.

No entendí nada. Lo miré con un gesto de incertidumbre. Él me devolvió la mirada por un buen rato y después reímos.

...

Llegamos a la casa, era más bien una cabaña. Entramos, era de dos plantas. La escalera estaba enfrente a la entrada, la cocina y comedor a la derecha y la sala de estar en la izquierda, un baño de invitados y dos habitaciones al fondo.

—¡Buenas noches, hermana! —dijo la señora Azur, a otra señora idéntica a ella, sólo que la ropa era diferente.

—¡Ay, hermana! Tengo un montón que contarte, vamos a hacer té y te cuento todo —dijo la hermana.

—¡Sí! Pero primero te presento a alguien más —dijo Azur y me acercó a ella.

—Él es Alessandro, Alessandro, ella es Mónica, mi hermana —dijo Azur. Asentí y saludé.

—Un gusto, Alessandro —habló Mónica.

—El gusto es mío, señorita —respondí.

Después de eso, fuimos a las habitaciones. Lucas, Arturo y yo dormiríamos en una de las habitaciones. Había una cama grande y una de dos pisos. Arturo escogió la de arriba y se instaló ahí. Lucas y yo nos acostamos en la de abajo.

—No hagan ruidos raros en la noche —dijo Arturo.

—¿Qué? —pregunté, y Lucas se reía a carcajadas.

—Solo decía —dijo Arturo.

—Tranquilo, que me gusta hacerlo en silencio —dijo Lucas, cuando dijo eso, me fui a la cama que sobraba. Él, junto a Arturo, me miraba y se reían. Un golpe en la puerta los hizo callarse.

—¿Puedo pasar? —dijo la voz del otro lado de la puerta.

—Pasá —dijo Arturo.

Yo estaba mirando quién era cuando se abrió la puerta y vi a una chica de unos diecisiete o dieciocho años que entraba a la habitación. Saludó a los demás y luego de eso se presentó.

—Hola, soy Sol —dijo con una sonrisa amable.

—Un gusto —le respondí. Ella se sentó en la punta de la cama en la que estaba yo, mientras hablaba con sus primos.

Cuando vi que mi prima Sol se sentó al lado de Alessandro, sentí una sensación de incomodidad. Me levanté de mi cama y me senté en el medio, cerca de Alessandro, mientras seguía hablando con Sol.

—¿Y Alessandro, qué hacés en tus tiempos libres? —dijo Sol.

—Yo dibujo —dijo Alessandro, mientras seguía hablando con Sol.

—Además, lo hace súper bien —agregué, mientras jugaba con los dedos de Alessandro.

—¿Y tenés novia? —preguntó Sol a Alessandro.

Me acomodé la garganta e hice un sonido para tratar de que no respondiera eso.

—No, la verdad es que no pensé en eso —respondió Alessandro.

Quería decirle a Sol que él era mío, pero no lo hice. Sería raro hacer una escena cuando todavía no había sido sincero y le había comentado sobre mis sentimientos.

—Vamos a caminar —le dije a Alessandro y lo tomé de la mano, saliendo de ahí.

Fuimos a caminar por el pueblo y recorrimos un poco el bosque. Cuando estábamos llegando, un rugido nos congeló. Era un perro grande en la entrada de la casa. Alessandro se puso detrás de mí.

—Oh, gran héroe, sálvame —dijo con ironía y muy sobre actuado, me quise reír.

Me agaché y hice una señal al perro. Este se lanzó hacia mí.

—Pero qué grande estás, Coco. Tanto tiempo —acariciaba al perro, quien movía la cola.

—¿Te conoce? —preguntó Lucas.

—Claro, él fue mi perro. No obstante, lo dejamos acá. No lo podíamos llevar a Buenos Aires —dije, mientras entrábamos a casa.