En un mundo donde las historias de terror narran la posesión demoníaca, pocos han considerado los horrores que acechan en la noche. Esa noche oscura y silenciosa, capaz de infundir terror en cualquier ser viviente, es el escenario de un misterio profundo. Nadie se imagina que existen ojos capaces de percibir lo que el resto no puede: ojos que pertenecen a aquellos considerados completamente dementes. Sin embargo, lo que ignoraban es que estos "dementes" poseen una lucidez que muchos anhelarían.
Los demonios son reales. Las voces susurrantes, las sombras que se deslizan y los toques helados sobre la piel son manifestaciones auténticas de un inframundo oscuro y siniestro donde las almas deben expiar sus pecados. Estas criaturas acechan a la humanidad, desatando el caos. Pero no todo está perdido. Un grupo de seres, no todos humanos, se ha comprometido a cazar a estos demonios y a proteger las almas inocentes.
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CAPÍTULO DOCE: LA MENTE DE UN DEMENTE
Desde muy pequeño, Thaddeus fue diferente. Mientras otros niños jugaban despreocupados, él vivía atrapado en un mundo donde la realidad y la fantasía se entrelazaban de manera tan peligrosa que lograba asustarlo más que cualquier otra cosa. Las sombras en su habitación no eran simples juegos de luces; para él, eran entidades vivas y susurrantes, que lo observaban desde rincones oscuros. Lo que para otros era solo imaginación infantil, para Thaddeus se convertía en un tormento constante, una presencia que no podía ignorar ni escapar.Nadie le creía. Intentó contarle a su madre sobre lo que veía cada noche en su habitación, pero ella desestimaba sus miedos como meros sueños. Su abuela, al escuchar su relato, lo llamó loco. No pudo compartirlo con ningún amigo, porque nunca tuvo alguno; todos se alejaban de él, aterrados por sus extrañas conductas y las historias que contaba. Este aislamiento no hizo más que profundizar su sufrimiento, alimentando su sensación de estar atrapado en una realidad que nadie más podía comprender. A lo largo de los años, Thaddeus desarrolló múltiples patologías, fruto de un miedo y una soledad que parecían no tener fin.
Cuando Thaddeus cumplió quince años, después de años de ser apartado por ver cosas que los demás consideraban sin sentido, sus padres tomaron la difícil decisión de internarlo en un centro psiquiátrico. Los médicos allí lo diagnosticaron con esquizofrenia, una enfermedad mental rara y devastadora. Le recetaron medicamentos que, según decían, calmarían las voces y disiparían las sombras. Pero Thaddeus sabía que lo que veía no era una simple manifestación de su mente; era algo mucho más real y siniestro.
Con el tiempo, los medicamentos demostraron ser ineficaces. Las sombras seguían acechándolo, y las voces no se callaban. Ante la falta de mejoría, sus padres decidieron que lo mejor era dejarlo internado en el centro psiquiátrico de manera permanente. Allí, Thaddeus se sintió más extraño y desorientado que nunca. Estar rodeado de personas con verdaderos trastornos mentales, convivir con sus comportamientos y compartir sus historias, comenzó a afectarlo profundamente.
A medida que los días se convertían en meses, Thaddeus empezó a sentir una creciente ira hacia quienes lo rodeaban. La sensación de incomprensión, la soledad, y el constante roce con las sombras que solo él podía ver, alimentaron pensamientos oscuros en su mente. Desarrolló ideas psicóticas, impulsadas por el odio y la frustración, aunque nunca llegaron a materializarse. Dentro de aquel centro psiquiátrico, Thaddeus se encontraba atrapado entre un mundo que no entendía y una realidad que parecía destinada a destruirlo.
Cuando Thaddeus cumplió diecisiete años, finalmente salió de aquel lugar, pero casi nada había cambiado en él. Si acaso, ahora cargaba con la cruda realidad de saber que, en efecto, padecía una patología mental. Dentro de su mente, un oscuro deseo de causar sufrimiento hacia quienes lo rodeaba se gestaba lentamente, aunque no tenía un plan concreto para hacerlo. Solo era una fantasía, una necesidad latente de desatar su ira sobre alguien.
Con el paso de los meses, Thaddeus no mostró señales de ser diferente. No comentó nada extraño ni actuó de manera que levantara sospechas; al contrario, parecía ser un chico normal, recuperado y listo para retomar su vida. Sin embargo, en la intimidad de su habitación, las cosas eran completamente diferentes. Las sombras seguían allí, más oscuras que nunca, y los pensamientos que lo atormentaban no cesaban. Lo que sucedía en su mente y en su habitación era un secreto que guardaba celosamente, un mundo privado donde la realidad seguía mezclándose peligrosamente con sus fantasías más oscuras.
Era una noche como tantas otras, en la que los truenos resonaban en el cielo, que lloraba desconsoladamente. Aquel chico de mirada serena estaba sentado en su escritorio, escribiendo en su cuaderno con la sangre que manaba de sus brazos. No se consideraba un suicida, o al menos, eso quería creer. Pero cuando el dolor recorría sus brazos, su mente se calmaba; se concentraba tanto en la agonía que experimentaba, que por un breve momento, lograba olvidar todo lo que sucedía a su alrededor. Solo a través del dolor encontraba una extraña paz.
Seguía escribiendo, inmerso en su ritual, hasta que escuchó dos golpes en la puerta, seguidos de la voz de su madre, quien anunciaba que la cena estaba lista. Se levantó con desgano, ocultó la nota bajo su almohada, limpió sus brazos con las sábanas y se puso uno de sus tantos suéteres, que siempre le servían para ocultar las cicatrices.
Al llegar a la mesa, se encontró con su madre, su padre y su hermana pequeña, quien le sonrió con inocencia. Thaddeus intentó devolverle la sonrisa, pero por dentro, sentía cómo la tormenta que azotaba el exterior también se desataba en su interior, desdibujando la línea entre la calma aparente y el caos que llevaba en su mente. Amaba a su hermana, pero en lo más profundo de su ser, una oscura fantasía lo consumía: a veces se imaginaba verla allí, en el suelo, desangrándose. El odio que sentía hacia ella era innegable, no por algo que ella hubiera hecho, sino porque sus padres la trataban con el amor que él nunca recibió.
Se sentó en la mesa y tomó los cubiertos, apretándolos con fuerza mientras intentaba sofocar los pensamientos oscuros que invadían su mente. Sabía que no debía pensar de esa manera, pero el resentimiento se mezclaba con su dolor, creando una mezcla venenosa que lo carcomía por dentro.
—¿Cómo te ha ido en clases, Thaddeus? —le preguntó su madre, viéndolo con una pequeña sonrisa—. Nos encontramos con algunos de tus compañeros de clase. Fueron muy amables. ¿Son tus amigos acaso?
Al escuchar eso, Thaddeus soltó los cubiertos con rabia, haciendo que resonaran en la mesa. Todos dirigieron su mirada hacia él, sorprendidos por su reacción.
—Por supuesto, son mis amigos —respondió, pero su tono estaba cargado de sarcasmo y resentimiento. Sabía que no tenía amigos, y la mención de sus compañeros solo alimentaba la frustración y el aislamiento que sentía. Sentía las miradas de su familia sobre él, inquisitivas y preocupadas, pero en lugar de calmarse, la ira en su interior seguía creciendo.
—Me alegra mucho que ya estés socializando con tus compañeros —dijo su madre con una sonrisa cálida, tratando de ser alentadora.
—Sí, madre —respondió Thaddeus, tratando de sonar indiferente, aunque su mente estaba en otro lugar. La conversación, en apariencia trivial, sólo servía para aumentar su sensación de desconexión. Mientras su madre hablaba con entusiasmo sobre sus compañeros, Thaddeus sentía cómo su propia tormenta interna se intensificaba, llevándolo cada vez más cerca del borde de su desesperación.
Unas dos horas después, a las nueve de la noche. Thaddeus, con la mirada perdida y el rostro pálido, se encontraba de pie en la cocina, sosteniendo un cuchillo con ambas manos. La tenue luz de la lámpara proyectaba su sombra alargada en la pared, dándole una apariencia casi fantasmal. Sus pensamientos estaban nublados por una mezcla de dolor, odio y desesperación que lo empujaban hacia un abismo del que no veía salida.
A pesar de que nada había ocurrido aún, sentía una cacofonía de voces en su cabeza, instándolo a actuar. Eran varias voces: una femenina, casi susurrante; una masculina, que gritaba con urgencia; y otra, que parecía más neutra pero igualmente insistente. Todas decían lo mismo: “Hazlo”. Thaddeus se preguntaba qué debía hacer. No entendía nada y observaba las sombras que se movían por la cocina, sintiendo una presencia que lo acechaba. Se preguntaba si estaba perdiendo la razón o si, de alguna manera, lo que veía era real.
Los recuerdos de las burlas, el aislamiento y la falta de comprensión por parte de su familia resonaban en su mente como un eco ensordecedor. Sus padres y su hermana estaban en la sala, ajenos a lo que ocurría en su interior, riendo suavemente mientras veían un programa en la televisión. Thaddeus los observaba desde la puerta entreabierta de la cocina, sintiendo cómo el rencor y la frustración lo consumían cada vez más. Su mente, confundida entre la realidad y las sombras que siempre lo atormentaban, le susurraba lo que debía hacer para liberarse de su sufrimiento, llevándolo al borde de una decisión devastadora. —¿Qué debo hacer? —se preguntó así mismo, mirando el cuchillo sobre sus dos manos.
Con cada segundo que pasaba, la tormenta en su mente se intensificaba, y las voces se volvían más insistentes y perturbadoras. Thaddeus sentía el cuchillo pesado en sus manos, el metal frío y resbaladizo, como una extensión de su desesperación. Las sombras en la cocina parecían moverse con vida propia, proyectando figuras grotescas que alimentaban sus temores más profundos. En la sala, la risa de su hermana resonaba en sus oídos, una risa que, en su estado mental alterado, se volvía una burla cruel y constante. La imagen de su madre y su padre, sentados felices e inconscientes de su tormento, aumentaba su odio y resentimiento.
Thaddeus no podía dejar de pensar en la falta de comprensión y en cómo sus esfuerzos por comunicarse siempre se habían visto ignorados o minimizados. Tomando una respiración profunda, intentó apaciguar el caos en su interior. Se acercó lentamente a la puerta de la sala, el cuchillo aún en mano. La lluvia afuera seguía cayendo, y los truenos retumbaban en la distancia, como si el cielo estuviera presagiando el desastre inminente.
—¿Qué debo hacer? —volvió a repetirse.
Al llegar a la entrada de la sala, el corazón de Thaddeus latía con una intensidad abrumadora. Se sentía extraño, atrapado entre una inquietante sensación de euforia por lo que estaba por hacer y un profundo miedo, sabiendo que al final se trataba de su familia. Su madre y su padre estaban distraídos, inmersos en el programa de televisión, mientras su hermana pequeña jugaba con un pequeño juguete en el suelo. La visión de su hermana, tan pura e inocente, y completamente ajena al caos que él estaba a punto de desatar, lo hizo vacilar por un momento.
A pesar del odio y el resentimiento que lo consumían, una parte de él aún sentía un atisbo de amor y protección hacia ella. La imagen de su hermana, riendo y jugando despreocupadamente, le provocaba una punzada de culpa y duda. Sin embargo, la parte más oscura y tormentosa de su ser, que había tomado el control de su mente, se mantenía firme en su determinación, incapaz de tolerar lo que él percibía como la injusticia y la indiferencia que había sufrido durante tanto tiempo.
Con un temblor en las manos y la mente llena de confusión, Thaddeus levantó el cuchillo, preparándose para dar el siguiente paso. Las voces en su cabeza seguían clamando, y la línea entre lo que era real y lo que no lo era se desdibujaba aún más. En ese instante, el tiempo parecía ralentizarse, y Thaddeus sintió cómo la decisión que estaba a punto de tomar podría definir no solo su destino, sino el de su familia. Con un último esfuerzo, intentó ahogar las voces y las sombras en su mente. Se dio cuenta de que, en ese momento, su lucha interna no solo era una batalla contra sus demonios externos, sino una lucha desesperada por su propia humanidad.
“Matala”
“Matala”
“Matala”
Thaddeus se despertó de golpe, el corazón aún acelerado y la respiración entrecortada. Miró el reloj en la mesita de noche: eran aproximadamente las dos de la madrugada. La oscuridad de la habitación parecía más densa y opresiva que nunca. Se abrazó la cabeza con las manos, tratando de sofocar el torbellino de recuerdos y emociones que lo invadían. La visión de aquella noche seguía nítida en su mente, cada detalle gravado con una precisión perturbadora. Recordaba la euforia y el miedo que se entrelazaban en su pecho mientras se aproximaba a la sala, el cuchillo en su mano temblando. La imagen de su familia, inconsciente y despreocupada, se mezclaba con las voces y sombras que lo atormentaban.
Miró alrededor, notando que sus compañeros de habitación dormían plácidamente, a excepción de Ryas, quien estaba sumido en la lectura de un libro con la luz tenue de su lámpara de escritorio. Al sentir la inquietud de Thaddeus, Ryas levantó la vista y lo observó con curiosidad.
A pesar de que Thaddeus y Ryas apenas se conocían y sólo habían intercambiado algunas palabras cuando Ryas se dio cuenta de la llegada de Thaddeus como nuevo compañero de habitación, el contacto visual entre ellos fue suficiente para crear una breve pero palpable conexión. Los dos se miraron de reojo, la tensión en el aire era casi tangible.
—¿Te encuentras bien, Thaddeus?
Sin decir una palabra, Thaddeus se levantó rápidamente de la cama, su cuerpo aún temblando con el eco de los recuerdos de aquella noche. Con pasos apresurados y decididos, salió de la habitación, dejando a Ryas con una expresión de preocupación y sorpresa en el rostro. Mientras caminaba por el pasillo, Thaddeus se debatía entre el arrepentimiento y la justificación de sus acciones. Recordaba cómo sus padres lo habían descuidado, cómo nunca lo habían escuchado ni le habían dado el amor que él necesitaba.
—Thaddeus… ¿Qué haces aquí? —una voz interrumpió sus pensamientos. Se giró rápidamente y vio a Victoria, con su extraña apariencia y su aura enigmática.
Thaddeus esbozó una sonrisa torcida, la cual no reflejaba su verdadero estado interno. La presencia de Victoria parecía una anomalía en el contexto sombrío en el que se encontraba, y por un momento, la tensión en su mente se diluyó ante su mirada.
—Yo… no podía dormir. Tuve una extraña pesadilla. ¿Qué haces aquí cuando deberías estar durmiendo? —preguntó Thaddeus, tratando de ocultar la agitación en su voz.
Victoria lo miró con una mezcla de sorpresa y comprensión.
—Bueno… digamos que me sucedió algo similar. —respondió ella, sus ojos reflejando una sombra de la misma inquietud que él sentía.
—¿Te gustaría hablar de ello? —inquirió Thaddeus, su voz llena de un interés genuino.
—¿A ti te gustaría escucharme? —replicó Victoria con un tono burlón, pero con una leve tristeza en la mirada.
Thaddeus asintió, la seriedad en su expresión mostrando que estaba dispuesto a escuchar.
—Considero que es bueno ser escuchado. No todos tienen ese privilegio. —dijo Thaddeus, dejando escapar una pequeña sonrisa que no alcanzó a iluminar sus ojos, pero que indicaba un destello de alivio.
— De acuerdo.
—Sígueme. Conozco un lugar donde podemos estar solos… aunque, bueno, no creo que haya más estudiantes despiertos a las dos de la madrugada —agregó Thaddeus, intentando sonar casual a pesar de la tensión en su voz.
Ambos comenzaron a caminar en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos, hasta que llegaron al lugar. Thaddeus lo había conocido gracias a Celine, quien se lo mostró el primer día que él llegó al castillo. Era una sala amplia en los patios del castillo, llena de flores y con un gran estanque en el centro, donde flotaban monedas, principalmente de oro y plata.
Victoria, cautivada, se acercó al estanque. Nunca había visto monedas ni dinero en general; en su familia, las mujeres no manejaban el dinero; solo su abuela lo hacía, y en caso de que ella faltara, sería su tía quien asumiera esa responsabilidad. La visión de aquellas monedas brillantes le resultaba fascinante y un tanto surrealista.
Thaddeus se acercó con las manos en los bolsillos de su pijama. Miró el estanque y luego dirigió su mirada hacia Victoria. Aunque el velo ocultaba su rostro, Thaddeus podía sentir la curiosidad que emanaba de ella. Su presencia en el tranquilo jardín de flores, contrastaba con el tumulto interno que ambos experimentaban.
—Sabes… —comenzó Victoria— nunca antes había visto monedas de oro y me resultan tan fascinantes.
—¿Por qué nunca las habías visto? —preguntó Thaddeus, intrigado.
—Mmmm, como ya debes saber, mi familia es... diferente. —Victoria habló con una voz temblorosa, sus ojos fijos en el estanque, mientras el reflejo de las monedas doradas titilaba en la superficie del agua—. Sé que no debería hablar de esto, pero contigo siento una extraña confianza… Nunca he tenido a nadie con quien compartir estos pensamientos, y creo que es algo que realmente necesito. Mi vida ha estado en manos de mi padre y mi abuelo desde que tengo memoria. Ellos han dictado cada aspecto de mi existencia, encerrándome en una burbuja de reglas y expectativas que ni siquiera llego a comprender del todo. Me han impedido salir de la mansión, hacer amigos, vivir experiencias que parecen tan naturales para los demás. Todo lo que sé está limitado a un pequeño mundo dentro de esas paredes.
Mientras hablaba, Victoria se inclinó un poco más hacia el estanque, como si tratara de capturar en el agua una visión de una vida que nunca conoció. Su voz se quebró por el peso de sus emociones reprimidas.
—Nunca me enseñaron nada sobre la vida fuera de esas paredes, y cada vez que trato de entender lo que me rodea, siento que soy una completa extraña en un mundo que no sé cómo navegar. A veces me pregunto si lo que siento es normal, o si simplemente estoy rota de una manera que nunca podré reparar.
Sus palabras eran un lamento profundo, una confesión de soledad y desolación.
—He estado aquí solo unos días, y en este corto tiempo he visto a muchas personas que parecen... felices. Es una felicidad que no reconozco, que nunca he experimentado. Y lo que más me duele es que no sé qué es ser feliz, ni siquiera en un nivel básico. Mi vida ha estado regida por expectativas y reglas que nunca elegí, y ahora me doy cuenta de que me falta algo fundamental, algo que nunca he tenido ni he podido comprender. Pero, a pesar de todo esto, siento que tampoco deseo experimentar nada fuera de lo que conozco. Hay una parte de mí que teme hacerlo, porque me resulta insoportable pensar en manchar el apellido de mi familia, en defraudar a mi padre.
Victoria se detuvo un momento, tragando con dificultad mientras las lágrimas se acumulaban en sus ojos.
—Mi madre murió al darme a luz, y eso es algo que me atormenta. Me siento culpable, como si su sacrificio fuera en vano solo porque yo estoy aquí, viviendo una vida que nunca pedí. Siento que ella se quedó en nuestra familia solo para protegerme, y esa culpa me ahoga. Si ella no hubiera estado embarazada de mí, tal vez habría podido irse y vivir la vida que realmente deseaba. Pero aquí estoy, cargando con la responsabilidad de una vida que ni siquiera me pertenece del todo. Cada vez que pienso en esto, me duele aún más. No quiero que mi padre se sienta decepcionado, porque soy lo único que le queda. Y ese peso es tan grande que a veces me pregunto si alguna vez podré liberar mi corazón de toda esta carga.
Thaddeus escuchó en silencio, su mirada fija en el estanque mientras Victoria hablaba, sus palabras resonando en él como un eco de dolor y soledad que conocía muy bien. Cuando ella terminó, él tardó un momento en reunir sus pensamientos antes de responder.
—Entiendo más de lo que crees—dijo Thaddeus, su voz suave pero cargada de emoción—. A veces, el peso de las expectativas y el dolor de lo que no puedes controlar se siente como una carga que nunca se aligera. He pasado por algo similar. Mi familia, en su intento de "protegerme" o "curarme", nunca me permitió ser yo mismo. Me sentí atrapado en una prisión que me hacía cuestionarme diariamente. Y fué… horrible, porque nadie comprendía lo que realmente era yo.
Se volvió hacia Victoria, sus ojos llenos de una comprensión dolorosa.
—Es como si nos obligaran a llevar una máscara, a ser lo que esperan que seamos, en lugar de lo que realmente somos. Y a veces, eso nos hace sentir como si no tuviéramos un lugar en el mundo, como si estuviéramos siempre en los márgenes de un libro, mirando hacia dentro sin nunca poder realmente ser parte de él.
Thaddeus suspiró, el peso de su propio pasado claramente visible en su expresión.
—Yo también he cargado con la culpa y el arrepentimiento, aunque a veces me cuestiono si realmente siento eso. Mis acciones pasadas, mi propio sufrimiento... todo eso me persigue, me atormenta. Y sí, me he preguntado si algún día podré liberarme de eso. A veces, creo que nunca habrá una respuesta, solo una lucha constante para encontrar algo de paz.
Miró a Victoria con una mezcla de tristeza y determinación.
—Quizás no tenemos que entender todo de inmediato o encontrar una solución perfecta. Tal vez, lo único que podemos hacer es seguir adelante, buscar esos momentos en los que, aunque sea brevemente, sentimos algo que se asemeje a la felicidad, y aferrarnos a ellos. A veces, eso es todo lo que tenemos… Victoria, a veces es bueno hacer las cosas que creamos correctas, pero sin que eso afecte a las personas. Puedes encontrar una vida, puedes escribir tu propia historia donde tu seas la protagonista y no tu familia. Eso depende de ti, no será fácil, pero con el paso del tiempo, todo será diferente.
Victoria escuchó atentamente, absorbiendo cada palabra de Thaddeus con una mezcla deuda.
—Es difícil imaginar cómo podría ser todo diferente—dijo Victoria con voz temblorosa, mientras miraba el reflejo de las monedas en el estanque—. He vivido toda mi vida bajo las sombras de las decisiones y expectativas de mi familia. A veces siento que nunca podré escapar de eso, que estoy destinada a ser una marioneta en una historia que nunca escribí.
Thaddeus se acercó un poco más a ella.
—Victoria, hay algo liberador en reconocer que tienes el poder de tomar el control de tu propia vida, incluso si no es fácil. No tienes que conformarte con el papel que otros han escrito para ti. Puedes hacer cambios, crear tu propia historia y, aunque el camino sea duro, cada paso hacia adelante es un paso hacia tu propia libertad.
—Pero, ¿y si me siento perdida? ¿Si no sé por dónde empezar o si siento que nunca seré suficiente?
Thaddeus la miró con compasión, sabiendo demasiado bien esa sensación de no saber cómo avanzar.
—Todos nos sentimos perdidos a veces, pero es en esos momentos cuando más podemos aprender sobre nosotros mismos. No tienes que tener todas las respuestas ahora. Empieza con pequeñas cosas, con decisiones que te acerquen a lo que realmente quieres. Y recuerda, no estás sola. Aunque a veces parezca que nadie te comprende, siempre hay alguien dispuesto a escucharte y apoyarte.
— Sabes…eres muy amable conmigo. ¿Por qué eres?
— No me cuesta nada serlo.