Arata, un omega italiano, es el hijo menor de uno de los mafiosos más poderosos de Italia. Su familia lo ha protegido toda su vida, manteniéndolo al margen de los peligros del mundo criminal, pero cuando su padre cae en desgracia y su imperio se tambalea, Arata es utilizado como moneda de cambio en una negociación desesperada. Es vendido al mafioso ruso más temido, un alfa dominante, conocido por su crueldad, inteligencia implacable y dominio absoluto sobre su territorio.
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Capítulo 12: Nuevo yo
El silencio habitual de la mansión se llenaba poco a poco de una nueva energía. Arata, después de su infructuosa conversación con Mikhail, decidió que no podía seguir siendo una sombra en su propia vida. Si Mikhail no iba a prestarle atención por voluntad propia, entonces haría lo necesario para ganarse su lugar, tanto como omega como esposo del jefe de la mafia rusa.
Primero, comenzó con algo que pocos esperaban de un omega delicado como él: entrenar. Encontró a uno de los guardias que le parecía menos intimidante y le pidió que le enseñara a disparar. Al principio, el hombre se mostró reticente, casi divertido ante la petición de Arata, pero cuando el joven omega se mostró firme, el guardia accedió. Al principio fue difícil; el retroceso de las armas le hacía tambalearse, y sus manos temblaban ligeramente después de cada disparo. Pero no se rindió. Con cada sesión, Arata mejoraba, y los murmullos de sorpresa comenzaron a recorrer la mansión.
Además del entrenamiento con armas, Arata empezó a aprender defensa personal. A pesar de su delicada apariencia, tenía una voluntad férrea, y con el tiempo, comenzó a moverse con más agilidad, confiado en sus habilidades. Esto no pasó desapercibido para nadie, mucho menos para Mikhail, quien, aunque no estaba en casa la mayor parte del tiempo, sentía los cambios a través del vínculo que compartían.
Arata también decidió asumir su papel como el omega del jefe de la mafia. Se sumergió en las tareas que venían con su título, organizando reuniones, controlando el inventario y asegurándose de que la mansión funcionara como una verdadera casa. No obstante, había algo que le molestaba: el ambiente frío y vacío del lugar. Decidió que, si iba a vivir allí, necesitaba hacer cambios. Comenzó a remodelar los espacios, eligiendo nuevos muebles, colores más cálidos, y añadiendo pequeños toques que hicieran la mansión sentir menos como una fortaleza y más como un hogar.
Mientras supervisaba las remodelaciones, conoció a Alexander, un beta de apenas 20 años que trabajaba como uno de los asistentes de Mikhail. Al principio, Alexander se rió de él, tal como lo hacían muchos otros. Para Alexander, Arata no era más que un niño, alguien que había sido vendido y forzado a un matrimonio sin tener control de su destino.
—¿En serio? —se había reído Alexander un día, mientras observaba a Arata discutir con los decoradores sobre el tono exacto de las cortinas—. Eres un niño jugando a ser adulto. ¿Vas a empezar a decorar la mansión o solo a perder el tiempo?
Arata, en lugar de enfadarse, se dio la vuelta y lo miró fijamente—. ¿Qué tal si pierdo el tiempo decorando la tuya?. —dijo firme mientras caminaba hacia él— Tal vez soy joven, pero no soy un niño. Y si tú crees que solo soy eso, entonces no me conoces en absoluto.
Alexander lo miró, sorprendido por la firmeza en su voz. Después de unos segundos, esbozó una sonrisa, más sincera esta vez—. Tienes agallas, eso te lo concedo.
Con el tiempo, ambos comenzaron a pasar más tiempo juntos. A pesar de su comentario inicial, Alexander terminó revelándose como alguien mucho más simpático de lo que Arata pensaba. Se dieron cuenta de que tenían mucho en común. Alexander, aunque era beta, también había tenido que lidiar con las expectativas de una vida que no había elegido. A sus 20 años, estaba destinado a seguir los pasos de su familia en la mafia, y aunque no lo odiaba, siempre había sentido que no encajaba del todo.
—La vida aquí es como estar en una jaula de oro, ¿verdad? —comentó Alexander un día mientras ambos observaban cómo algunos guardias entrenaban en el patio—. Tenemos todo lo que podríamos necesitar, pero al mismo tiempo, no tenemos nada de lo que realmente queremos.
Arata asintió, sintiendo la verdad de esas palabras—. Pero no voy a dejar que eso me defina. Ya no.
Alexander lo observó por un momento, admirando su resolución. Era claro que Arata había cambiado desde su llegada. Ya no era el omega tímido y asustado que había sido forzado a casarse. Ahora estaba dispuesto a luchar por su lugar, no solo en la mansión, sino también en la vida de Mikhail.
A pesar de sus esfuerzos, Mikhail seguía siendo tan distante como siempre. Arata rara vez lo veía, y cuando lo hacía, sus interacciones eran breves y frías. Sin embargo, Arata no podía ignorar el vínculo que los unía. A veces, en los momentos más inesperados, sentía un tirón en su nuca, una ligera punzada que le recordaba que Mikhail estaba cerca o que algo lo inquietaba. Era como si, a pesar de la distancia física, siempre estuvieran conectados de alguna manera.
Una tarde, mientras estaba en la sala supervisando los últimos cambios en la decoración, sintió una oleada de emociones a través del vínculo. Se detuvo, sus manos temblando ligeramente mientras procesaba lo que estaba sintiendo. Era ira, frustración… pero también algo más. Algo más profundo, más oscuro. Era Mikhail.
Arata decidió no ignorarlo esta vez. Sabía que si quería cambiar las cosas, tendría que ser proactivo. Respirando hondo, se dirigió hacia el despacho de Mikhail, donde sabía que lo encontraría. Cuando llegó, tocó la puerta suavemente, pero no esperó una respuesta antes de entrar.
Mikhail estaba sentado detrás de su escritorio, su camisa ligeramente desabotonada y las mangas arremangadas, con una expresión dura en su rostro. Levantó la vista cuando Arata entró, sus ojos oscuros parpadeando con sorpresa.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con su tono habitual de desaprobación.
Arata, en lugar de acobardarse, caminó hacia él con determinación—. No puedes seguir ignorándome, Mikhail. Soy tu omega, y estoy haciendo todo lo que puedo para ser parte de esta vida, pero necesito que me dejes entrar.
Mikhail lo observó en silencio durante unos largos segundos. El aire entre ellos se llenó de tensión, la energía de alfa y omega latiendo con fuerza. Finalmente, Mikhail suspiró y se levantó de su asiento.
—No lo entiendes, Arata —dijo con voz baja, su mirada clavada en él—. No es que no quiera estar contigo. Es que esta vida… mi vida… no es algo que quiero arrastrarte.
—Pero ya estoy aquí —respondió Arata, su voz firme—. Y no voy a irme. No me importa lo difícil que sea, Mikhail. No me importa lo que tengas que enfrentar. Estoy aquí para ti.
Mikhail lo miró, su expresión fría suavizándose por un instante. Arata pudo sentir, a través de su vínculo, una oleada de emociones que Mikhail intentaba desesperadamente contener. Pero antes de que pudiera decir algo más, Mikhail se acercó, levantando una mano para acariciar la mejilla de Arata.
—Eres más fuerte de lo que crees —murmuró, su voz ahora casi suave—. Pero no quiero que esta fuerza te destruya.
Arata cerró los ojos ante el toque, su corazón acelerado mientras sentía el calor de Mikhail por primera vez en días. Sabía que ese momento era solo el principio de un largo camino, pero estaba decidido a luchar por su lugar en la vida de Mikhail, por su lugar como su omega.
—He dejado todo en esto… estoy aquí, luchando. Pero....¿tú harías lo mismo por mí?– lo miró Arata, su mirada era una mezcla de dureza y vulnerabilidad, como si su alma se desgarrara entre el orgullo y la súplica aferrándose a la esperanza.