Rosella Cárdenas es una joven que solo tiene un sueño en la vida, salir de la miserable pobreza en que vive.
Su plan es ir a la universidad y convertirse en alguien.
Pero, sus sueños se ven frustrados debido a su mala fama en el pueblo.
Cuando su padrastro se quiere aprovechar de ella, termina siendo expulsada de casa por su propia madre.
Lo que la lleva a terminar en la hacienda Sanroman y conocer a la señora Julieta, quien en secreto de su marido está muriendo en la última etapa de cáncer.
Julieta no quiere que su familia sufra con su enfermedad. En su desesperación por protegerlos, idea un plan tan insólito como desesperado: busca a una mujer que ocupe su lugar cuando ella ya no esté.
Y en Rosella encuentra lo que cree ser la respuesta. La contrata como niñera, pero en el fondo, esconde su verdadera intención: convertirla en la futura esposa de su marido, Gabriel Sanroman, cuando llegue su final.
¿Podrá Rosella aceptar casarse con el hombre de Julieta?
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Capítulo: La humillación de una madre
Arnoldo la tomó del brazo con una fuerza brutal, que casi le arrancaba la piel.
Su venda en la mejilla aún se manchaba de sangre seca, recuerdo del corte que había recibido el día anterior, pero ni el dolor ni la humillación parecían disminuir su arrogancia.
Rosella sintió cómo el miedo recorría su espalda como un frío venenoso, pero se obligó a mantener la voz firme y desafiante:
—¡Suéltame! —gritó, con un temblor que no alcanzaba a ocultar el pánico—. ¡No tienes derecho a hacer esto!
Arnoldo se rio, un sonido áspero, cruel, cargado de desprecio.
Creía que todo estaba bajo su control, que podía manejar a Rosella como un objeto, como siempre lo había hecho.
Pero la joven no estaba dispuesta a rendirse esta vez. Con cada músculo de su cuerpo tenso, trató de liberarse, de empujarlo, de demostrar que no era indefensa.
—¡Suéltala! —rugió una voz masculina, firme y autoritaria, rompiendo el aire cargado de tensión—. Si le haces daño, te aseguro que pagarás cada segundo de tu vida.
Arnoldo giró la cabeza, sorprendiendo la intensidad de aquel hombre que se interpuso entre él y Rosella.
Sus ojos se abrieron de par en par, la arrogancia transformándose rápidamente en incertidumbre.
—¿Quién es este, puta barata? —escupió, con un tono venenoso—. ¿Tu padrote, tu protector?
Antes de que pudiera reaccionar, Gabriel dio un paso adelante y, con un movimiento preciso, le conectó un golpe que reabrió la herida de su mejilla.
Arnoldo aulló de dolor, tambaleándose hacia atrás, y por un instante, la calle se llenó del eco de su agonía.
Los vecinos, alertados por el ruido, comenzaron a asomarse por las ventanas y puertas, murmurando y comentando lo que veían.
Rosella, hiperventilando, trató de recuperar la compostura mientras observaba la escena.
Fue entonces cuando vio a su madre, junto a su hermana Tina, corriendo hacia ella con una mezcla de furia y preocupación.
La presencia de ambas la llenó de una ansiedad renovada; no sabía si gritar de miedo o llorar de impotencia.
—¡¿Qué haces, Rosella?! —gritó su madre, con los ojos desorbitados—. ¿No te cansas de arruinarme la vida? ¡Eres una…!
—Madre…
Intentó abofetearla, pero Gabriel fue más rápido, interponiendo su brazo con firmeza.
—¡No le pegue! —exclamó, con una autoridad innegable—. Su hija es inocente. Ayer intentaron matarla, y ¿así es como la recibe?
Su madre se quedó perpleja, sus ojos grandes y temblorosos.
Primero miró a Arnoldo, luego a su propia hija.
Tragó saliva al notar las leves lesiones en los brazos de Rosella.
La realidad de su sufrimiento se estampaba frente a ella, y por un momento, la furia se mezcló con el remordimiento.
—¡Rosella…! —susurró, acercándose con cautela.
—¡No finjas que te importa! —gritó Rosella, con el corazón quebrado—. Sé que no te importo, solo vine por mi ropa. Me iré, ya no seré una carga para ti. Sé que, entre tú, tu hombre y yo, lo prefieres a él… ¡Aunque ayer haya querido abusar de mí!
Las palabras resonaron en el aire, cargadas de dolor y resentimiento.
Todos los presentes se quedaron en silencio, sorprendidos.
Gabriel, con el ceño fruncido y los puños apretados, observaba la escena, y Arnoldo retrocedió instintivamente, viendo la determinación en los ojos del hombre frente a él.
—¡Eso no es cierto! —gritó Gabriel, incapaz de aceptar las verdades que se le imponían—. Todo el pueblo sabe que eres una mujerzuela que se vendería al más rico. ¿Este es el más rico?
Gabriel no esperó ni un segundo.
Con otro golpe certero, Arnoldo aulló de dolor, tambaleándose hacia atrás y cubriéndose la herida.
Y atacada por quienes deberían haberla protegido.
—Me das lástima, madre —susurró entre sollozos, la voz quebrada—. Que solo por un hombre seas capaz de enviar a tu propia hija al infierno.
Rosella abrazó con fuerza a Tina, quien temblaba, pero mantenía la mirada firme.
—Pronto… apenas seas mayor, vendré por ti. Cuídate, por favor… júralo.
—Lo juro… ¡No te vayas, hermana! —lloró Tina, aferrándose a ella.
Rosella, con un último suspiro, corrió dentro de la casa y comenzó a preparar su maleta.
Tomó lo que podía de sus ahorros y dejó el resto para Tina.
Cada objeto guardado era un pedazo de esperanza, un recordatorio de que algún día volvería por su hermana.
—Sube a mi camioneta —dijo Gabriel, con suavidad, pero con firmeza—.
—¿Quién es usted? —exclamó Abigail, la vecina que había presenciado parte de la escena, con una mezcla de asombro y recelo.
—Soy el señor Gabriel Sanroman —respondió él, su voz clara y autoritaria.
Abigail lo miró, sorprendida por la elegancia y la seguridad que emanaba.
—¡Vaya! —dijo, bajando la voz mientras miraba a Rosella—. Un hombre muy rico y poderoso… Escúcheme, esta niña no es lo que parece. Es ambiciosa, egoísta y sin alma. Si se la lleva, no estará con usted por siempre; cuando encuentre un hombre con más dinero, no dudará en dejarlo. Rosella es solo una mujer que se vende al mejor postor, una mala mujer, una mala hija.
Rosella no pudo evitar romper en un sollozo silencioso.
Podía soportar que todos la llamaran mujerzuela, podía resistir los insultos de la calle o de extraños, pero ninguna herida dolía tanto como la que le provocaba su propia madre.
Gabriel la observó con atención.
Sus ojos, llenos de un fuego sereno y protector, recorrieron el rostro de la joven.
¿Podría ser que alguien con el rostro de ángel realmente como su madre decía?
La incredulidad se mezcló con la indignación.
—Señora… —dijo, con la voz cargada de autoridad—. Habla de su hija. ¿No siente vergüenza de usted misma? Su hija es inocente. Aquí, la única mala mujer y madre es usted.
Sin esperar más, subió al auto y condujo sin mirar atrás.
creo que quizo decir Arnoldo.!!!