Lo llamaban la flor del imperio. Tan perfecto, tan puro, tan irremediablemente suyo.
No era libre. No lo había sido desde que sus ojos cruzaron con los del emperador. Él lo llamo "La Flor del Imperio" y desde entonces no volvió a caminar solo.
Rodeado de lujos, pero encadenado al deseo de un hombre que confundía amor con poder, belleza con pertenencia.
—Eres mío— susurró —. Mi flor. Mi único tesoro y nadie roba lo que es del Emperador.
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Raices bajo las Cenizas
Eirian
El amanecer no trajo consuelo. Solo una claridad cruel que iluminaba los bordes de mi confusión. Me senté junto al ventanal, envuelto en una túnica demasiado suave, demasiado blanca, como si el emperador aún necesitara recordarme que soy suyo incluso en los silencios.
Llevaba semanas sintiéndome extraño.
Mi cuerpo... ya no era mío desde hacía tiempo. Pero esto era distinto. Un malestar que se enredaba con la magia en mis venas, una náusea persistente como si algo se negara a ser ignorado dentro de mí.
Pensé que era el cansancio.
Pensé que era el dolor.
Pensé que era él.
Pero no.
—Majestad —dijo una voz apagada tras la puerta—. Los sanadores están listos.
No respondí. Me puse de pie, con una calma que no era serenidad, sino rendición.
Los vi entrar como sombras bien vestidas. Fríos, precisos, obedientes. Me examinaron sin palabras. Me tocaron como si yo no fuese humano, sino un objeto sagrado... o maldito. Uno de ellos dejó caer un cuenco de cobre cuando terminó.
—Díganlo —exigí, sin rodeos—. Ya lo sé. Solo necesito escucharlo.
El más viejo tragó saliva, luego se arrodilló ante mí como si yo fuera un altar herido.
—Estás encinta.
La frase cayó como una piedra en el fondo de un pozo sin agua.
No sentí sorpresa. Ni alivio.
Sentí... una pausa.
Como si el mundo hubiese contenido la respiración, y se negara a soltarla.
—¿Cuánto tiempo? —pregunté.
—Unas pocas lunas. La vida... es fuerte. No parece querer soltarte.
La ironía me atravesó como un dardo envenenado.
—Como todo en este palacio —murmuré.
Cuando se fueron, me dejé caer en la cama. Me cubrí con las sábanas, no por pudor, sino por fragilidad. Puse una mano sobre mi vientre.
Nada.
Solo piel.
Solo silencio.
Pero dentro de mí, algo germinaba. Algo que no era odio, ni amor, ni esperanza.
Algo desconocido.
—¿Qué eres tú? —pregunté al vacío.
La habitación no respondió.
Pero algo en lo profundo de mi sangre sí lo hizo.
Un eco. Un susurro. Un latido doble.
Y entendí, con un escalofrío, que esto no era una bendición.
Ni una maldición.
Era una grieta. Una raíz nueva que se abría paso en mi interior, desgarrando lo poco que quedaba intacto de mí.
No sabía si quería destruirlo.
No sabía si podía amarlo.
Solo sabía una cosa.
El emperador no debía saberlo.
Aún no.
El salón del trono era una farsa brillante.
Candelabros de oro. Tapices imperiales. Rostros pintados con sonrisas que no llegaban a los ojos. Todos fingían celebrar mi presencia, pero sus miradas buscaban grietas. Y yo era todo grietas.
Caminé al lado del Emperador como un espectro vestido de seda. Cada paso pesaba más que el anterior.
Mi vientre, aún plano, comenzaba a arder con una conciencia muda, como si aquello que crecía en mí supiera que el mundo que lo esperaba no era seguro.
El Emperador, me sostuvo la mano con una suavidad que no era ternura, sino control.
—Sonríe —susurró entre dientes, mientras saludábamos a una delegación extranjera—. Hazlo por ti… y por lo que llevas dentro.
Me paralicé.
¿Cómo lo sabía?
Mis dedos se crisparon, pero él los apretó con fuerza. Demasiada.
—Tus sanadores me sirven a mí, no a ti —añadió, con un tono dulce que helaba—. ¿De verdad pensaste ocultármelo?
Mi corazón tropezó en mi pecho. La sala giró. Todo se volvió borroso salvo su voz.
—Vas a ser el símbolo de la continuidad imperial. La flor que da fruto. El milagro que nadie creía posible.
Me sonrió, para que los demás vieran amor.
Yo solo vi una jaula de marfil.
Esa noche, las paredes se cerraron como fauces.
Me arrancó la túnica de un tirón, con furia contenida.
—¿Querías engañarme, Eirian? ¿Privarme del conocimiento de mi legado?
—No es tuyo —susurré, sin pensarlo.
El silencio que siguió fue más cruel que cualquier grito.
La bofetada llegó tan rápido que no tuve tiempo de caer con elegancia. Golpeé el suelo con la mejilla ardiendo, el sabor metálico llenándome la boca.
—Todo lo que toco es mío —gruñó—. Tu cuerpo. Tu magia. Tu vientre. Incluso tu miedo.
Se acercó, me alzó del cabello y me empujó contra la pared.
—¡Dilo! —exigió, su aliento encendido por la rabia—. ¡Dilo, Eirian!
Cerré los ojos. La voz no me salía. Algo se quebró por dentro. Una voz distinta. Instintiva. La de la criatura que me habitaba, pidiéndome silencio, resguardo.
Me dejé caer al suelo. No por sumisión, sino por protección.
Por primera vez no para mí… sino para otro.
—No me romperás más de lo que ya has roto —murmuré.
Y él se agachó, tomó mi rostro entre las manos, me miró con una ternura enfermiza.
—Claro que no. Yo no te rompo. Yo te construyo.
Besó mi frente, pero ya no sentí nada. Ni dolor. Ni deseo.
Solo una distancia infinita entre mi piel y mi alma.
Me quedé en el suelo cuando se fue. Acurrucado. Las manos sobre el vientre.
—No me dejaré morir —le susurré a lo que crecía dentro de mí—. No por él. No para él.
La rebelión ya no ardía con rabia, sino con miedo.
Pero el miedo también es fuego.
Y yo era una flor, sí.
Una flor marchita.
Una flor herida.
Pero aún capaz de envenenar con sus raíces.
La mañana siguiente me encontró aún en el suelo, con la espalda encorvada y las manos en el regazo. Nadie había entrado. Nadie había tocado la puerta.
Ni siquiera él.
El miedo había dejado de ser un río furioso. Ahora era una niebla espesa que lo cubría todo. Me vestí en silencio, ocultando los moretones bajo una túnica oscura. El cuerpo aún dolía, pero dolía menos que la idea de quedarme.
Algo dentro de mí se activó.
Un impulso frío. Calculador.
La rendición me había convertido en prisionero.
El embarazo me había convertido en arma.
Y ahora… necesitaba un plan.
Esa tarde, fingí normalidad. Caminé por los jardines. Dejé que los nobles cuchichearan a mis espaldas. Pasé junto a los sirvientes, observando con cuidado los rostros que no se apartaban al verme. Uno. Dos. Tres.
Solo uno me sostuvo la mirada.
Era un joven delgado, de ojos hundidos, con un cesto de manzanas en los brazos. Fingió tropezar cuando me crucé en su camino y, al levantar la vista, sus labios se movieron sin voz:
"Torre Norte."
Fue todo. Un segundo. Una chispa.
Esa noche, no dormí en la cama imperial. El Emperador estaba ocupado con audiencias nocturnas, guerras invisibles, y sangre lejana.
Yo aproveché el momento. Salí de mi habitación sin hacer ruido, cubierta la cabeza, el paso lento pero firme. Nadie me detuvo.
La Torre Norte estaba apartada del resto del palacio. Abandonada. Silenciosa. Su puerta crujía como un lamento al abrirse.
Adentro, la oscuridad tenía sabor a polvo y secretos.
—No tienes mucho tiempo —dijo una voz en las sombras.
Era el joven del cesto. Me miraba con urgencia, pero no con miedo.
—Hay un pasaje antiguo —susurró—. Sellado hace años. Solo unos pocos lo conocen. Conduce fuera de las murallas, hacia los campos del este.
Mi respiración se detuvo.
—¿Por qué me ayudas?
Él vaciló, bajó la mirada.
—Porque vi cómo te miró. Vi cómo te duele. Y porque nadie debería pertenecerle a otro… ni siquiera tú, Flor Imperial.
Me estremecí.
Nadie me había llamado así sin burla o veneno en la voz.
Solo con piedad. O tal vez… con respeto.
Volví a mi habitación antes de que el emperador notara mi ausencia. Me recosté con el corazón latiendo a un ritmo frenético.
Tenía una salida.
Una grieta.
Y esta vez… no pensaba dejar que me la cerraran.
No ahora, tenía que protegerlo.