Todos los años, en otoño, un alma humana desaparece del internado. Este año, ella llegó para quedarse.
Annabelle Drayton es enviada a estudiar al Instituto St. Elric tras una tragedia familiar. Ubicado en una antigua abadía sobre un acantilado, rodeado de bosques y niebla perpetua, el lugar parece congelado en el tiempo.
Lo que no sabe es que algunos de los alumnos no envejecen. No respiran. No sueñan. Y cada uno de ellos guarda un pacto sellado hace siglos: nunca acercarse demasiado a los humanos.
Théodore Ravencourt, el más enigmático entre ellos, ha seguido esa regla por más de cien años. Hasta ahora.
Annabelle no es como las demás. Hay algo en su sangre, en sus sueños, en su presencia, que lo arrastra hacia la vida… y hacia el peligro.
Pero cuando ella comienza a desenterrar verdades prohibidas, descubre que ser amada por un inmortal no es un privilegio… sino una sentencia.
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🩸Capítulo 11: “El Recuerdo y la Herida”
Narrado por la Mentora
El fuego azul se extinguió con un lamento. No un sonido, sino una ausencia tan absoluta que dolía. Como si el alma misma de la sala hubiese sido succionada hacia un abismo. La voz de la muchacha —esa humana sin linaje, sin marca— flotaba aún en el aire, suspendida como un presagio maldito.
“Tenebrae meam vocas… sed ego sum lumen vetustum.”
Las palabras no eran suyas. No podían serlo.
Desde su rincón de sombra, la Mentora no se movió. Pero dentro de ella, todo temblaba. No por miedo. No exactamente. Era algo más profundo: el estremecimiento del reconocimiento. Como cuando un sueño olvidado regresa con forma de pesadilla.
Annabelle se tambaleaba, como si no recordara lo que había dicho. Como si no supiera que había desgarrado el velo. Sus ojos no brillaban con poder, sino con la confusión de quien ha pronunciado una plegaria en una lengua extinta sin saber a qué dios estaba invocando.
Y sin embargo… el Fragmento había respondido.
El círculo de los Eternos estaba dividido. Algunos se habían retirado ya, murmurando rezos antiguos. Otros miraban a la joven con una mezcla de temor y reverencia. Nadie se atrevía a acercarse.
Solo él.
Théodore.
La Mentora lo vio avanzar hacia Annabelle, tocarla con manos cuidadosas. No como a una criatura peligrosa, sino como a algo frágil y precioso. Un faro en mitad de la tormenta. Ella no lo rechazó.
Eso era lo que más le preocupaba.
Cuando todo terminó, la Mentora no habló. No detuvo a Théodore. No convocó a los Fundadores.
En lugar de eso, descendió sola a la Cámara del Velo.
Nadie bajaba allí desde el último eclipse. Los muros estaban cubiertos de líquenes, las antorchas eternas parpadeaban con un azul débil. Al fondo, en el muro más antiguo de la cripta, estaban las inscripciones prohibidas: las historias que ni siquiera los Eternos debían recordar.
Ella sí las recordaba.
Con los dedos temblorosos, acarició la superficie de la piedra, y una línea se encendió bajo su contacto: letras olvidadas, enterradas por generaciones.
> “Lumen Vetustum… lux quae cecidit, vox quae rediit.”
"La luz antigua… la que cayó, la voz que regresó."
El antiguo nombre de lo prohibido. Lo que no debía volver.
La Mentora cerró los ojos. La frase de Annabelle no era una coincidencia. Era un eco. Uno que solo podía provenir del corazón de lo sellado.
Y si la muchacha lo había pronunciado sin comprenderlo… entonces tal vez no era una herencia, sino un canal.
Un puente entre lo que fue y lo que aún duerme.
Horas más tarde, la Mentora convocó en secreto a tres de los suyos. No en el Gran Salón, sino en la biblioteca ciega, donde las estanterías aún guardaban grimorios escritos en sangre.
—No hablaremos de ella como de una humana —dijo sin preámbulo—. Porque si lo es, lo será solo por fuera.
Uno de los ancianos, de ojos pálidos y dedos entintados, alzó la voz con cautela.
—¿Está sugiriendo que el Pacto ha sido quebrado?
La Mentora lo miró largo rato.
—Peor aún. Que ha sido evadido. Como si algo —o alguien— hubiera esperado durante siglos la grieta perfecta. Una voz joven. Una herida abierta. Un nombre sin historia.
Las palabras pesaron como plomo en el aire.
Otro de los presentes, más joven, habló con temor:
—¿Podría ser una Fundadora?
—No. Las Fundadoras están selladas. Esta niña no viene del linaje. Su poder no es heredado. Es... recordado.
Silencio.
—Entonces… —susurró el más viejo—, ¿qué hacemos?
La Mentora alzó la cabeza. Sus ojos grises brillaban con una resolución helada.
—La observamos. La protegemos. Y cuando llegue el momento… decidimos si la destruimos.
Perfecto. Continuamos con la segunda mitad del capítulo, donde la Mentora enfrenta los fantasmas de su propia historia y contempla el vínculo oculto entre Annabelle y el Pacto Original. El tono será cada vez más íntimo, oscuro y profético.
La noche siguiente al Cónclave, la Mentora no pudo dormir.
Había sido así cada vez que un fragmento del pasado se asomaba por la rendija del presente. Como si su alma—vieja, sí, pero aún humana en lo profundo—supiera que la historia no es una línea recta, sino un círculo vicioso, que tarde o temprano vuelve a sangrar por las mismas heridas.
En la penumbra de su torre, encendió una vela negra, cuya llama no proyectaba sombra. Era un rito antiguo, anterior incluso al Pacto. Solo los más viejos recordaban su uso: permitir que la mente navegara entre memorias selladas.
Y ella necesitaba recordar.
Cerró los ojos.
Y lo vio.
No como un recuerdo, sino como una herida abierta: el día en que fue pronunciado el Pacto Original.
Los rostros de los Fundadores. Doce. No trece. Él no estaba aún.
Y en el centro de todos, la muchacha.
La primera.
Tenía la misma mirada que Annabelle. No idéntica, pero parecida: una especie de brillo roto, como si llevara dentro un nombre olvidado. No tenía poderes. No había nacido con don. Y sin embargo… los Fragmentos la buscaban.
Ella habló aquella noche. No como Annabelle, no con violencia, sino con una dulzura que desgarraba.
> “Si han de sellarme para salvarlos, que así sea. Pero recuerden mi nombre cuando la oscuridad regrese.”
Ese nombre… la Mentora nunca lo olvidó. Aunque lo juró. Aunque lo sellaron.
Y ahora, siglos después, una niña cualquiera, sin linaje, sin marca, sin historia…
Lo había pronunciado.
Sin saberlo.
Sin entenderlo.
Y lo peor: sin haberlo aprendido de nadie.
La vela negra se extinguió.
El aire se tornó espeso.
Y la Mentora supo, con el corazón oprimido, que la historia jamás había sido enterrada del todo.
Al amanecer, un cuervo sin ojos la esperaba sobre el alféizar.
Eso solo podía significar una cosa.
El Fundador había despertado.
El decimotercer.
La Mentora sintió que la tierra bajo sus pies temblaba, aunque todo estuviera en calma. Él jamás se presentaba salvo por una razón mayor. No había hablado desde el eclipse. No caminaba entre los Eternos, no se mostraba en los Cónclaves. Pero ahora… algo en la voz de Annabelle lo había sacado del letargo.
Un presagio disfrazado de carne.
Abrió la ventana.
El cuervo graznó una sola vez, y luego se desintegró en cenizas.
Mensaje recibido.
Aquel día, la Mentora no habló con nadie. No instruyó a los aprendices. No corrigió grimorios. Solo escribió. Palabra tras palabra, en un cuaderno de hojas blancas que nadie debía leer hasta que ella desapareciera.
Escribió sobre Annabelle.
Sobre la antigua.
Sobre el lazo entre ambas.
Sobre la sospecha que crecía dentro de ella como una raíz venenosa:
Annabelle no es ella. Pero es el eco de lo que fue.
Y un eco, si se vuelve lo bastante profundo, puede convertirse en una voz nueva.
Una que nadie controle.
Ni siquiera los Eternos.
Esa misma noche, mientras la luna ascendía, la Mentora bajó una vez más a la Cámara del Velo. Nadie la siguió. Nadie notó su ausencia.
Colocó su mano sobre el antiguo pedestal, donde yacía el grimorio sellado del Pacto. Las cadenas estaban intactas. El símbolo sangraba con luz roja tenue. Pero ella sabía que eso no era protección. Era una advertencia.
Y habló.
No en voz alta, sino con la mente.
Con el alma.
> “No permitiré que se repita.
No permitiré que caiga el velo.
No permitiré que Annabelle sea sacrificada…
ni que se convierta en la herida que nos destruya.”
Su voz interior temblaba, pero se mantuvo firme.
Por primera vez en siglos, la Mentora rompía el equilibrio.
No por rebelión.
Sino por compasión.
Y por algo aún más peligroso:
esperanza.
Al volver a su torre, encontró una única carta sobre su escritorio.
Sin sello.
Sin nombre.
Solo una frase escrita en la misma tinta con la que se marcaban los Fragmentos:
> “Ella no es la elegida.
Pero será la llave.”
La Mentora cerró los ojos.
Todo había comenzado.