Los Moretti habían jurado dejar atrás la mafia. Pero una sola heredera bastó para que todo volviera a teñirse de sangre. Rechazada por su familia por ser hija del difunto Arthur Kesington, un psicopata que casi asesina a su madre. Anne Moretti aprendió desde pequeña a sobrevivir con veneno en la lengua y acero en el corazón. A los veinticinco años decide lo impensable: reactivar las rutas de narcotráfico que su abuelo y el resto de la familia enterraron. Con frialdad y estrategia, se convierte en la jefa de la mafia más joven y temida de Europa. Bella y letal, todos la conocen con un mismo nombre: La Serpiente. Al otro lado está Antonella Russo. Rescatada de un infierno en su adolescencia, una heredera marcada por un pasado trágico que oculta bajo una vida de lujos. Sus caminos se cruzan cuando las ambiciones de Anne amenazan con arrastrar al imperio que protege a Antonella. Entre las dos mujeres surge un juego peligroso de poder, desconfianza y obsesión. Entre ellas, Nathaniel Moretti deberá elegir entre la lealtad a su hermana y la atracción hacia una mujer cuya luz podría salvarlo… o condenarlo para siempre.
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Monaco parte 2
...ANTONELLA RUSSO ...
El rugido ensordecedor de los motores me atravesó de pies a cabeza, como si la vibración del estadio entero se hubiera instalado bajo mi piel. Nunca había estado en una carrera de Fórmula 1, y Mónaco me recibió con esa intensidad abrumadora que no dejaba espacio para nada más… salvo los nervios de saber que, dentro de ese monoplaza, estaba Nathaniel.
—Dios… —susurró Isabella, con los ojos brillando como niña en Navidad—. Esto es otra experiencia, Nella.
Yo no podía quitar la mirada de la pantalla gigante que mostraba el último giro. El auto negro, con destellos plateados y el número de Nathaniel estampado, iba en la delantera. Otro competidor lo presionaba, pero él parecía hecho de hielo. Cada movimiento era tan seguro, tan preciso, que mantenía a todos al borde del asiento.
—¡Vamos, Nate! —gritó Isabella, poniéndose de pie, y terminé contagiándome de su emoción.
El público explotó cuando Nathaniel cruzó la línea de meta. Ganador absoluto del Gran Premio de Mónaco. Banderas ondeando, humo de colores en el aire, comentaristas perdiendo la voz para describir lo que acababa de hacer.
Un escalofrío me recorrió la piel. No era solo verlo ganar. Era la forma en la que lo hacía, con esa confianza arrolladora que parecía gritarle al mundo que él estaba por encima de todo. Isabella me abrazó, saltando de la emoción.
—¡Tu nueva conquista es muy bueno en lo que hace! —se burló entre carcajadas, agitando los brazos como una loca.
Sonreí, aunque apenas escuchaba a Isa. Mi mirada seguía atrapada en las pantallas, donde Nathaniel se quitaba el casco y alzaba el puño con esa sonrisa arrogante que, lo admitiera o no, estaba hecha para romper corazones.
El estadio entero gritaba su nombre.
Horas más tarde, cuando la celebración aún retumbaba en las calles iluminadas de Mónaco, me encontré cerrando la puerta de la suite a mis espaldas. Y ahí estaba él.
Nathaniel.
Recién duchado, con una camisa negra que no se había molestado en abotonar del todo, dejando ver mejor el tatuaje en su cuello, parecido a una serpiente marina y la piel húmeda de su pecho. Sostenía una copa de champaña, apoyado contra la baranda del balcón, observando la bahía que brillaba como un collar de diamantes bajo la noche.
—No pensé que vinieras —dijo con esa voz grave que me recorría como un roce invisible.
Encogí los hombros, intentando sonar despreocupada.
—Después de tanto alarde con la invitación… no podía rechazarla, ¿no?
Él dejó la copa sobre la mesa y se giró hacia mí, caminando lento, como un depredador que mide cada paso.
—Podías. Pero no lo hiciste. Eso dice mucho más de lo que crees, muñeca Russo.
El corazón me golpeaba tan fuerte que me preocupaba que él pudiera escucharlo, pero mantuve la mirada firme.
—Tal vez solo vine por la champaña gratis —intenté bromear, aunque mi voz traicionó un leve temblor.
Nathaniel sonrió de lado, esa sonrisa peligrosa que se quedaba tatuada en la memoria.
—Claro… aunque, si hubieras venido solo por la champaña, no me estarías mirando así.
El aire se volvió espeso, cargado. De pronto estaba frente a mí, tan cerca que podía sentir su respiración. Rozó mis labios con los suyos, apenas un toque, como si disfrutara torturándome.
—Te advertí que conmigo nada es inocente, Antonella —susurró.
Y antes de que pudiera responder, me besó. Con la misma intensidad con la que corría en la pista: arrollador, hambriento, absoluto.
Me encontré aferrándome a su camisa, dejando que sus manos recorrieran mi espalda, como si lo que siempre había intentado evitar de pronto no importara. Solo lo sentía a él, y nada más.
Hasta que reaccioné. Me aparté con firmeza, respirando entrecortada, y alcé la barbilla como si la elegancia pudiera servirme de escudo.
—Creo que te estás haciendo una idea errónea, Nathaniel.
Él entrecerró los ojos, como analizándome.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Porque no vine a ser tu zorra de esta noche. —Mi voz salió clara, tajante—. Se supone que me invitaste como amiga, así que compórtate con tu invitada.
Él arqueó una ceja y suspiró, pasándose las manos por el cabello húmedo, como si luchara con su propia paciencia.
—No sé si te haces la idiota… o si en verdad eres tan inocente. ¿No fue evidente desde el principio, muñequita?
Me tensé al escucharlo.
—No me llames así.
Nathaniel dio un paso más, su sombra envolviéndome.
—¿Por qué? ¿Porque te pone nerviosa?
Lo miré molesta, pero él no retrocedió.
—No sé qué ganas con esa actitud de mojigata, Antonella. —Su tono se endureció, se estaba burlando a la vez me desafiaba—. Me seguiste el juego desde el inicio. ¿O qué, ahora te dio miedo y quieres echarte atrás?
Sentí la furia bullendo en mi pecho.
—¿Eso es lo que piensas? —pregunté, clavándole un dedo en el pecho—. ¿Que soy otra distracción de fin de semana?
Él sostuvo mi mirada, sin pestañear.
—No dije eso.
—No hacía falta. —Solté una risa amarga—. Para ti soy la muñequita que sonríe lindo, se viste bien y puedes llevarte a la cama cuando se te antoje. ¿Sabes qué, Nathaniel? Conmigo te jodiste.
Su mandíbula se tensó. Esa frase le había golpeado más fuerte de lo que esperaba.
Me enderecé, elegante y venenosa.
—Si lo que quieres es sexo fácil, voluntarias no te faltan. Pero yo no voy a ser tu entretenimiento.
El silencio pesó como plomo. Él me miraba con esos ojos oscuros, rabiosos y hambrientos al mismo tiempo, pero yo no bajé la mirada.
Me giré hacia la puerta.
—Si lo que ofreces es tan poco, paso.
Cuando tomé el picaporte, su voz me alcanzó, grave, intensa:
—Antonella…
En dos pasos estaba detrás de mí, su mano apoyada contra la puerta, bloqueándome la salida. Sentí el calor de su cuerpo pegado al mío y un escalofrío me recorrió la espalda.
—No me malinterpretes. —Su tono era ronco, más bajo—. No quise tratarte como una más.
Levanté la vista hacia él, dolida, furiosa.
—Pues lo lograste a la perfección.
Él rió sin humor, inclinándose hasta rozar mi sien con su nariz.
—Mierda… no sé qué haces conmigo, pero me sacas de control.
Sonreí con frialdad, empujándolo con suavidad en el pecho.
—Ese no es mi problema, Nathaniel.
Él sonrió también, aunque había un brillo peligroso en sus ojos.
—Lo será, muñequita… tarde o temprano, lo será.
Abrí la puerta con decisión y salí, sin darle el gusto de mirarlo otra vez. El eco de sus palabras me persiguió, quemando, pero yo caminé con la frente en alto. Como si no me temblaran todavía las piernas.