Perteneces a Mí
Una novela de Deanis Arias
No todos los ricos quieren ser vistos.
No todos los que parecen frágiles lo son.
Y no todos los encuentros son casualidad…
Eiden oculta su fortuna tras una apariencia descuidada y un carácter sumiso. Enamorado de una chica que solo lo utiliza y lo humilla, gasta su dinero en regalos… que ella entrega a otro. Hasta que el olvido de un cumpleaños lo rompe por dentro y lo obliga a dejar atrás al chico débil que fingía ser.
Pero en la misma noche que decide cambiar su vida, Eiden salva —sin saberlo— a Ayleen, la hija de uno de los mafiosos más poderosos del país, justo cuando ella intentaba saltar al vacío. Fuerte, peligrosa y marcada por la pérdida, Ayleen no cree en el amor… pero desde ese momento, lo decide sin dudar: ese chico le pertenece.
Ahora, en un mundo de poder oculto, heridas abiertas, deseo posesivo y una pasión incontrolable, Eiden y Ayleen iniciarán un camino sin marcha atrás.
Porque a veces el amor no se elige…
Se toma.
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Capítulo 11 – El Eco Bajo la Piel
La mañana había amanecido con una extraña calma. Eiden lo notó al abrir los ojos y sentir que el silencio en el apartamento de Ayleen era diferente. No era el tipo de silencio cálido de los días compartidos, ni el que acompaña la intimidad. Era un silencio... tenso. Como si el aire estuviera aguantando la respiración.
Se incorporó lentamente. Ayleen no estaba a su lado. Tampoco en la sala. Sobre la mesa, había una taza de café —vacía y fría— y una nota escrita con su letra fina:
“Vuelvo en la tarde. Confía en mí.”
Tres palabras clave. Pero lo que más lo inquietó fue esa última frase. Ayleen no solía pedir confianza. Solía imponerla. Ese “confía en mí” tenía peso. Algo había pasado.
Eiden se duchó, se vistió y decidió ir a la universidad. Quería despejarse. O al menos, fingir normalidad. Pero apenas había llegado al campus cuando sintió las miradas clavándose en su espalda como cuchillas.
Gente que nunca lo saludaba, ahora lo observaba. Chicos que solían envidiar su cercanía con Ayleen, ahora susurraban detrás de los casilleros. Y entonces recibió el mensaje.
No tenía remitente.
Solo un enlace.
Eiden dudó por un momento. Pero abrió el video.
Y lo que vio le hizo temblar el estómago.
La imagen era borrosa al principio. Luego se enfocaba. Ayleen, más joven. En un lugar oscuro. Frente a ella, un chico arrodillado, ensangrentado. Llorando.
—“¿Esto te parece justicia?” —decía el chico con voz rota.
—“Esto es equilibrio,” —respondía Ayleen— “Tú rompiste un código. Y nadie toca lo que es mío.”
—“¡Yo no sabía que era tu hermano! ¡Solo fue un accidente!”
Y entonces, sin piedad, Ayleen levantaba una barra de hierro.
El video se detenía justo antes del golpe.
Eiden se quedó paralizado. El archivo llevaba apenas quince minutos compartido, pero ya estaba corriendo como pólvora. Tenía cientos de reproducciones. Alguien lo había difundido con rapidez y con intención.
Una intención clara: destruirla públicamente.
Y él sabía quién estaba detrás.
Samantha lo esperaba en el patio trasero del edificio de Artes. Sentada en una banca, con gafas oscuras y una sonrisa falsa. Como si ya supiera que él iba a ir.
—Hola, Eiden.
—¿Fuiste tú?
—¿Te molesta la verdad? ¿O que la verdad venga de alguien que no te cae bien?
—¿Por qué harías algo así?
—Porque mereces saber quién es Ayleen cuando nadie la mira. Cuando no hay velas, ni vestidos, ni besos posesivos. Porque mientras tú piensas que eres libre con ella… ella te usa como todos usamos un buen cuchillo: cuando lo necesitamos para cortar.
Eiden apretó los puños.
—Tú no quieres protegerme. Quieres que caiga contigo.
—No, Eiden. Yo quiero que elijas con los ojos abiertos. ¿De verdad amas a alguien capaz de eso?
Él no respondió.
—¿No te preguntas por qué nunca habla de su pasado? ¿Por qué nadie se atreve a mencionarlo? Porque hay cosas, Eiden… que si salieran a la luz, ni tú podrías perdonarlas.
Eiden regresó al apartamento con el pecho revuelto. No estaba enojado. No aún. Estaba confundido. El Ayleen que él conocía era capaz de morder, de dominar, de proteger con brutalidad. Pero no de matar por impulso. No de arremeter contra alguien indefenso.
Cuando ella regresó al atardecer, llevaba el cabello recogido, gafas oscuras, y el rostro cerrado. Casi no lo saludó. Fue directamente a la cocina y abrió una botella de agua.
—¿Estás bien? —preguntó él, sin acercarse.
Ella asintió. Pero no lo miró.
—¿Viste el video?
Silencio.
—Sí.
Ayleen cerró los ojos. Se apoyó contra la encimera.
—¿Qué piensas?
—Quiero que me lo cuentes tú.
Ella se giró. Y por primera vez desde que la conocía, lucía frágil.
—Tenía dieciséis años. Mi hermano menor, León… era todo para mí. El chico del video… se llamaba Ariel. Le vendió algo envenenado. Una pastilla alterada. León cayó en coma. Nunca despertó.
Eiden no dijo nada.
—No lo maté —continuó Ayleen—. Lo asusté. Lo marqué. Fue un mensaje. A los demás. A mí misma. Para recordarme que no iba a perder a nadie más sin pelear.
—Pero tenías dieciséis…
—Y nadie vino a ayudarme. Nadie me preguntó qué necesitaba. Así que decidí hacerme temer. Porque a los que temen… no los traicionan tan fácil.
Las lágrimas no cayeron. Pero sus ojos ardían.
—¿Y si lo hubiera hecho? —preguntó Eiden.
—¿Te alejarías?
Él no respondió.
Ella se acercó a él.
—No soy perfecta. Nunca lo fingí. Pero contigo he sido real. No he jugado. No te he mentido. Nunca quise que vieras esa versión de mí. Porque ya no soy esa niña furiosa… aunque algo de ella vive en mi sangre.
—¿Y si ya no puedo verte igual?
—Entonces sabré que me amaste con condiciones. Y eso… no es amor.
Eiden salió a caminar solo. La ciudad le pareció más extraña esa noche. Más fría. Más parecida al mundo donde Ayleen se había criado. Donde las decisiones se tomaban con puños, no con razones. Donde la justicia era una palabra rota.
¿La entendía? Sí.
¿La juzgaba? No del todo.
¿La temía?
Ahí estaba el dilema.
Porque amar a Ayleen era como abrazar una tormenta.
Hermosa. Incontrolable. Y capaz de destruirlo todo.
Horas más tarde, sentado en un banco frente al río, Eiden recibió otro mensaje. Esta vez… era de ella.
“Si decides irte, no te detendré. Pero si decides quedarte… tendrás que aprender a vivir con mis sombras.”
Y por primera vez, él entendió:
No estaba enamorado solo de Ayleen.
Estaba enamorado de su historia, de su cicatriz, de su lucha.
Y eso… no iba a desaparecer con un video.
Cuando volvió, la encontró dormida en el sofá, abrazando su chaqueta como si fuera un escudo. Se sentó a su lado y la miró.
—Te elijo —susurró—. No por lo que fuiste. Sino por lo que aún luchas por no volver a ser.
Ella abrió los ojos lentamente. Y no dijo nada.
Solo lo abrazó. Fuerte. Como si el mundo estuviera por romperse.
Y quizás… lo estaba.
Pero al menos, no se romperían separados.