"Sin Reglas"
París Miller, hija de padres ausentes, ha pasado su vida rompiendo reglas para llamar su atención. Después de ser expulsada de todas las escuelas, sus padres la envían a una escuela militar dirigida por su abuelo. París se niega, pero no tiene opción.
Allí conocerá a Maximiliano, un joven oficial obsesionado con las reglas. El choque entre ellos será inevitable, pero mientras París desafía todo, Maximiliano deberá decidir si seguir el orden... o aprender a romper las reglas por ella.
Una comedia romántica sobre rebeldes, reglas rotas y segundas oportunidades.
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capítulo 11
París despertaba cada día antes del amanecer. Se había acostumbrado a oír el estruendo del silbato, pero esta vez no era necesario para que se levantara. Ella misma se obligaba a hacerlo. Había comenzado una rutina de ejercicios, convencida de que, si no podía cambiar su situación, al menos podía mejorar su condición física.
Los primeros días fueron un desastre. Apenas podía correr dos metros antes de quedarse sin aire. Se tropezaba, se quejaba, se tiraba al suelo a mirar el cielo con la esperanza de que alguien se apiadara de ella y le permitiera descansar. Pero esa compasión nunca llegaba.
En los entrenamientos obligatorios, seguía siendo la que más se quejaba. Sin embargo, algo había cambiado. Aunque su cuerpo le pedía a gritos rendirse, ya no lo hacía tan fácilmente. Aprendió a ignorar las burlas de Maximiliano, quien siempre encontraba una excusa para provocarla con comentarios sobre su torpeza.
— ¿De qué te sirve mirar el cielo, Miller? — le dijo un día mientras ella estaba tumbada en el suelo después de un entrenamiento. — No te va a llover fuerza desde ahí.
— ¿Y tú qué sabes? — respondió París, con el rostro rojo de cansancio y un toque de sarcasmo. — Tal vez estoy esperando que un meteorito me saque de este lugar.
A pesar de su actitud, los pequeños progresos comenzaron a notarse. Su resistencia aumentaba, y poco a poco, dejaba de ser la última en todo. Aunque no lo admitiera, cada paso adelante le daba una pequeña dosis de orgullo, algo que no había sentido en mucho tiempo.
Sin embargo, lo que realmente pesaba sobre París no eran los entrenamientos, sino la distancia emocional con su abuelo.
Una tarde, después de terminar sus ejercicios, decidió enfrentarlo. Entró en su despacho con la mirada decidida pero los ojos llenos de lágrimas contenidas.
— Abuelo, por favor — comenzó, con la voz quebrada. — No quiero estar aquí. Esto no es para mí.
Su abuelo, sentado detrás de su escritorio, no levantó la mirada de los papeles que tenía frente a él.
— París, ya hemos hablado de esto.
— ¡No hemos hablado de nada! — gritó ella, desesperada. — Yo te estoy suplicando. Por favor, no permitas que me obliguen. Eres mi abuelo, ¡se supone que deberías ayudarme!
Su voz se rompió al final, y las lágrimas comenzaron a caer sin control. París estaba de pie, temblando, completamente destrozada.
Por un momento, parecía que su abuelo iba a decir algo. Pero simplemente tomó otro documento de su escritorio y continuó revisándolo, como si ella no estuviera ahí.
— No tengo nada más que decirte, París.
París sintió como si el mundo se derrumbara a su alrededor. Lo miró, esperando cualquier indicio de que le importaba, pero no había nada.
— Te odio — murmuró, con la voz casi inaudible.
Salió corriendo del despacho antes de que él pudiera verla derrumbarse por completo. Corrió hasta el patio trasero del internado y se dejó caer en el suelo, abrazando sus rodillas mientras las lágrimas seguían cayendo.
Por primera vez en mucho tiempo, París se sintió completamente sola.
[...]
Narra Maximiliano
Desde su posición, Maximiliano había escuchado todo. No había sido su intención espiar, pero el despacho del señor Miller quedaba justo al final del pasillo donde él solía esperar para recibir instrucciones. La voz quebrada de París, seguida por el tono implacable de su abuelo, había captado su atención de inmediato.
Se apoyó contra la pared, escuchando cada palabra como si estuviera viendo una tragedia desarrollarse frente a sus ojos. Podía imaginar la escena: París de pie, con el orgullo derrumbado y las lágrimas amenazando con brotar; su abuelo, rígido como una estatua, negándose a ceder.
Maximiliano no era alguien que se metiera en asuntos ajenos, pero esa conversación le removió algo dentro. Había algo en la voz de París, una mezcla de dolor y desesperación, que lo dejó intranquilo. Por más rebelde y torpe que ella fuera, nadie merecía ser ignorado de esa manera, mucho menos por alguien que debía protegerla.
Cuando oyó el sonido de la puerta cerrándose de golpe, supo que París se había ido. Sin pensarlo dos veces, comenzó a caminar hacia el patio trasero del internado, donde siempre la encontraba cuando quería estar sola.
La vio sentada en el suelo, abrazando sus rodillas y con la cabeza enterrada en los brazos. Parecía tan pequeña, tan vulnerable, que por un segundo, Maximiliano olvidó quién era ella. No era la chica que se quejaba en los entrenamientos, ni la que respondía con sarcasmo a sus órdenes. En ese momento, era solo una joven rota, tratando de sostenerse en pedazos.
— ¿Qué estás haciendo aquí? — preguntó, rompiendo el silencio.
París levantó la cabeza, sus ojos rojos y húmedos lo fulminaron con la mirada.
— ¿Qué crees que estoy haciendo? — respondió con sarcasmo, su voz rasposa por el llanto. — Estoy disfrutando de la maravillosa experiencia del internado, obviamente.
Maximiliano ignoró el comentario y se acercó, sentándose en el suelo frente a ella.
— Lo escuché todo — admitió, sin rodeos.
París se tensó, su mirada se volvió aún más dura.
— ¿Te diviertes espiando conversaciones privadas ahora? ¿O es parte de tus deberes de superior?
Él suspiró, pasando una mano por su cabello corto.
— No estaba espiando. Simplemente estaba ahí... y escuché.
Por un momento, ninguno de los dos habló. Maximiliano podía ver cómo París intentaba mantener su fachada de dureza, pero sabía que estaba al borde de romperse de nuevo.
— No deberías tomártelo tan personal — dijo finalmente, eligiendo sus palabras con cuidado.
— ¿No tomarlo personal? — París lo miró incrédula. — Mi abuelo me ignoró como si no existiera. Mis padres me obligaron a estar aquí como si fuera un castigo. ¿Qué parte de eso no es personal, Maximiliano?
Él sostuvo su mirada, viendo la furia y el dolor que se mezclaban en sus ojos.
— Tal vez porque a veces, cuando las personas actúan de esa forma, no es porque no les importe, sino porque no saben cómo manejarlo.
París se rió con amargura.
— ¿Eso es lo que te dices a ti mismo para justificar sus acciones?
Maximiliano no respondió de inmediato. No tenía una respuesta que pudiera consolarla, y sabía que cualquier cosa que dijera en ese momento sería tomada como una burla o una excusa.
— No estoy tratando de justificar nada, Miller. Solo digo que a veces las personas no son lo que parecen.
París lo miró fijamente, buscando algún rastro de burla o superioridad en su expresión. Pero no encontró nada de eso. Solo seriedad.
— ¿Y tú qué sabes? — murmuró finalmente, su voz quebrándose de nuevo.
Maximiliano quiso responder, pero no lo hizo. En lugar de eso, se quedó sentado junto a ella en silencio, permitiéndole sentir lo que necesitaba sentir. Porque, por primera vez, se dio cuenta de que París Miller no era simplemente una niña rebelde. Era alguien que cargaba un peso mucho más grande de lo que cualquiera podía imaginar.
Maximiliano permaneció en silencio, escuchando la respiración entrecortada de París mientras intentaba recomponerse. El frío del suelo comenzaba a filtrarse a través de su uniforme, pero no le importaba. Había algo en ella que le impedía levantarse e irse, como si, al estar allí, pudiera ofrecerle algo de lo que tanto carecía: compañía, aunque fuera en forma de un extraño silencio compartido.
— ¿Por qué sigues aquí? — preguntó París finalmente, su voz baja pero cargada de cansancio.
— Porque parece que lo necesitas — respondió Maximiliano sin pensarlo demasiado.
Ella levantó la cabeza, mirándolo con una mezcla de incredulidad y escepticismo.
— ¿Y ahora eres psicólogo?
Él esbozó una leve sonrisa.
— No, pero parece que soy el único que puede soportar tus desplantes sin salir corriendo.
París soltó una risa amarga, una que no llegó a iluminar su rostro.
— Felicidades, entonces. Has ganado el premio a la paciencia infinita.
Maximiliano la observó en silencio durante unos segundos.
— No estoy aquí para ganar nada, Miller. Solo... creo que nadie debería sentirse tan solo como tú te sientes ahora.
Sus palabras la tomaron por sorpresa. Por un momento, París no supo qué decir. La dureza que normalmente usaba como escudo parecía no tener efecto en él, y eso la desconcertaba.
— No entiendo por qué haces esto — murmuró, desviando la mirada hacia el cielo.
Maximiliano dudó antes de responder.
— Tal vez porque sé lo que se siente ser ignorado por las personas que deberían preocuparse por ti.
París lo miró, sorprendida. No esperaba que él compartiera algo tan personal.
— ¿Tus padres? — preguntó, con cautela.
Él asintió lentamente.
— Mi madre me dejó cuando era un niño, y mi padre... Bueno, él piensa que la disciplina es más importante que cualquier otra cosa. Nunca tuve espacio para sentirme débil o para cometer errores.
París lo observó en silencio, viendo una vulnerabilidad en él que nunca había imaginado.
— ¿Por eso eres así? — preguntó.
— ¿Así cómo?
— Tan... rígido. Como si llevaras un palo en la espalda todo el tiempo.
Maximiliano soltó una risa breve y genuina, algo raro en él.
— Supongo que sí. Aprendí a seguir las reglas porque eso me daba un propósito, algo que me mantuviera enfocado.
París lo miró, tratando de entender cómo alguien podía aferrarse tanto a las reglas cuando ella sentía que estas la estaban asfixiando.
— Yo no puedo vivir así — admitió en voz baja. — No sé cómo lo haces.
— Tal vez porque nunca tuve otra opción — respondió él, encogiéndose de hombros.
El silencio se instaló entre ellos nuevamente, pero esta vez no era incómodo. Había algo casi reconfortante en la manera en que ambos parecían entenderse, aunque fueran tan diferentes.
Finalmente, Maximiliano se levantó y le tendió una mano.
— Vamos, Miller. Es tarde, y seguro que mañana querrás quejarte de nuevo en el entrenamiento.
París lo miró con los ojos entrecerrados, pero aceptó su mano.
— Por supuesto. Es lo único que me mantiene cuerda.
Mientras caminaban de regreso al internado, Maximiliano no pudo evitar pensar que tal vez, solo tal vez, había algo en París que no había visto antes. Algo más profundo que su rebeldía y sarcasmo. Y por primera vez, se preguntó si ayudarla a encontrar su camino podría ser más importante que simplemente corregir sus errores.