 
                            Pesadillas terribles torturan la conciencia y cordura de un Detective. Su deseó de proteger a los suyos y recuperar a la mujer que ama, se ven destruidos por una gran telaraña de corrupción, traición, homicidios y lo perturbador de lo desconocido y lo que no es humano. La oscuridad consumirá su cordura o soportará la locura enfermiza que proyecta la luz rojo carmesí que late al fondo del corredor como un corazón enfermo.
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Capitulo 1: El Hombre Sin Ojos.
Abro los ojos. Me encuentro dentro de un oscuro corredor, lleno de pesadas puertas oxidadas llenas de moho. El olor pútrido del lugar, me revuelve el estómago, pero al final la veo, creo haberla visto antes, esa luz rojo carmesí al final del corredor, latiendo como un corazón enfermo. Las pesadas puertas de los costados poseen pequeñas ventanillas que brillan con temor, como si ocultaran un lamento. Camino unos metros siguiendo la luz como si me llamara. Me detengo frente a una de las pesadas puertas del lado izquierdo. escucho algo llorando dentro. Abro.
Dentro, veo un hombre alto y delgado, de pie frente a un espejo. El espejo, esta algo sucio. No sucio de polvo o humedad… sucio de algo más. Algo vivo, como carne viva echa humo. No posee rostro, solo piel estirada y dos moribundos ojos. Se lleva las manos al rostro. No habla, pero sus gritos queman el aire. Gritos que no provienen de su boca, sino de sus ojos.
Veo como se arranca los ojos con sus propias manos, los sostiene frente al espejo como si fueran piedras al rojo vivo quemando sus manos. Los deja caer al suelo. Al tocar el suelo se rompen, sonando como vidrio, pero sangraron como carne. Desperté. No puedo respirar.
Desperté con el corazón latiéndome en la garganta y las manos temblando. Me senté al borde de la cama y respiré hondo, como si el aire de Cuatro Leguas fuera menos denso que el del sueño. No lo es. Esta ciudad es humo y huesos. Es un eco constante de sirenas, pasos apresurados y pecados sin redención.
El viejo reloj en el muro marca las 3:33 a.m. El zumbido persistente del foco sobre mi cama mece las sombras sobre el techo de mi departamento. Mi libreta roja de sueño esta junto a mi almohada como siempre.
Escribí de inmediato en mi libreta de sueño. No porque quisiera recordar, sino porque temo olvidar. Y si olvido… regreso. Y como siempre, no volvió el sueño, pero sí la sensación de estar siendo observado. Como si algo hubiese escapado conmigo.
A veces pienso que estas pesadillas no son solo sueños, sino advertencias. O castigos.
Me levanté de la cama con el peso de la pesadilla aun en el cuerpo, cierro mis ojos mientras los presiono con mis dedos aun temblorosos. Conozco este lugar a ciegas: cuatro pasos hacia la izquierda, la silla, la mesa. Me senté. Dejé mi libreta sobre mi vieja mesa de madera, junto a mi cajetilla y cenicero repleto de cigarrillos a medio fumar.
Volver a dormir no es una opción. Nunca lo es después de uno de estos sueños. Me levanto de la silla mientras enciendo un cigarrillo, camino a mi estrecha cocina y me sirvo un café con más fuerza de la recomendada para cualquier sistema nervioso. Me siento frente a la ventana de mi departamento a ver cómo la noche se disuelve lentamente.
En la ciudad, la oscuridad nunca es total. Siempre hay luces que se aferran a las calles, como si no quisieran soltarse. En algún lugar allá afuera, la muerte anda rondando. Yo solo no se aún en qué forma.
Son las ocho de la mañana, ya llegué a la comisaría. Héctor ya me espera en la entrada, como siempre, con una sonrisa torcida y dos cafés en mano.
—Tu cara dice que anoche fue otra de esas, pareces un cadáver. —Me ofreció uno de los vasos sin comentar más.
—Me siento peor —respondí, aceptando el café con un gruñido apenas humano.
—¿Otra noche con tus “visiones”?
—Pesadillas, Héctor. Solo eso.
—Claro, claro. Pesadillas. —Asintió, pero sus ojos decían lo contrario. Sabía que había más
—Lo son. —Le pasé mi libreta de sueño. Solo la leyó sin comentar, como hace siempre.
Héctor no cree del todo en mis sueños, pero tampoco los ignoraba. Después de cinco años de esta mierda, aprendió a no preguntar demasiado, y a no tomarse a la ligera cuando le digo: “Algo viene”.
Nos dirigimos a nuestro escritorio conjunto en la unidad de homicidios. Antes de que pudiera siquiera sentarme, apareció el teniente con un informe en las manos. Su cara era todo menos amistosa.
—Detectives. Tenemos un nuevo caso. Distrito Sur, calle 13, cerca de los viejos edificios abandonados de la zona industrial. Cadáver masculino, sin identificación. El detalle: le faltan los ojos. Nada más ha sido tocado.
Sentí un nudo en el estómago.
—¿Fueron extraídos quirúrgicamente? —Pregunto Héctor.
—No. Arrancados. A mano limpia, según el forense preliminar.
Mi pulso se detuvo medio segundo. Héctor me miró de reojo. Sabía.
—Vamos. —Me levanté sin decir más.
Conduje en silencio mientras Héctor mira por la ventana como contando las farolas que pasamos reflejándose en sus grandes gafas. Al llegar, dos oficiales nos indican donde se encuentra el cadáver, caminamos dentro del almacén que se cae a pedazos.
La escena del crimen huele a óxido, humedad y algo más… algo como monedas mojadas y carne tibia. El edificio está completamente abandonado, las paredes cubiertas de grafitis antiguos y orina seca.
El cuerpo yace de rodillas frente a un espejo roto en una de las habitaciones del segundo piso, rodeado de polvo y vidrios. Lo más perturbador: la posición del cadáver.
Esta de rodillas, con las manos aún alzadas hacia el espejo, como si buscara su reflejo. Sus cuencas vacías estaban secas, pero la sangre había formado líneas perfectas por sus mejillas. Como si hubiera llorado rojo.
—¿Es… el espejo, el mismo de tu sueño? —Héctor murmuró, sin levantar mucho la voz.
—No. Pero el gesto de él. Si.
Me acerqué lentamente al espejo. La fractura del espejo crea una red de líneas que parte su rostro en mil fragmentos. En el reflejo, por un segundo, me pareció no ver mi rostro. Solo una silueta negra detrás de mí. Me giré. Nada.
El forense llego a nuestro lado, un tipo pálido y nervioso. Nos mira y nos informa.
—Los ojos fueron arrancados, no cortados. Un acto violento. Personal. Casi como un ritual.
Trague saliva. Casi podía oír gritar al cadáver frente a mí.
—La víctima tenía entre unos treinta y cinco años o cuarenta. Caucásico. Sin signos de lucha, pero con las uñas rotas y llenas de sangre. Lo último en lo que se aferró fue a sus propios ojos al parecer —se quedo en silencio un segundo mirando el rostro del hombre— Pero no encontramos los ojos por ningún lugar, como si alguien más se los hubiera llevado, o se los comieron las ratas.
—No tenemos ID. —Dijo el oficial a cargo, interrumpiendo al forense. —Pero encontramos esto en un bolsillo oculto del abrigo.
Nos pasó una fotografía vieja. Un hombre de unos 40 años, sonrisa honesta, con tres chicos de unos 15 a 10 años y una mujer de mirada fuerte con un hermoso vestido blanco floreado. Al reverso: "Mat Slim. 20 años de matrimonio. Siempre tuyo, Helen".
Algo dentro de mí se rompió. Ese rostro. Lo había visto. No en esta vida. En el sueño. En el espejo.
—¿Sabemos algo más de él? —preguntó Héctor.
—Las huellas arrojaron su identidad. Mat Slim, 42 años. Contador. Trabajaba para una empresa de inversiones en el centro. Intachable, según los registros.
—Demasiado limpio para esta ciudad, —dije.
Héctor asintió.
Investigamos esa misma tarde. Descubrimos que Mat Slim había denunciado irregularidades internas semanas antes. No ante la policía, sino a la prensa. Nadie lo escuchó. La empresa era fachada para "La Familia Linova". La organización que controla el lavado de dinero en Cuatro Leguas. Intocable. Mortal.
Slim había visto demasiado. Y los ojos que ven demasiado en esta ciudad, no se los lleva el sueño: se los arranca la noche.
Entrada de libreta de sueño.
"Mat Slim. Hombre justo. Murió por ver lo que no debía. Pero no fue una víctima cualquiera. Se manifestó. Buscó justicia. Lo vi en el pasillo. En el sueño. Pidió ayuda. Creo que su alma está atrapada allí. Del lado izquierdo. Con los que suplican redención. Esta noche volveré a buscarlo. A hablarle. A escuchar su historia. Quizá así, pueda descansar."
Al llegar a mi departamento esa noche, me senté en mi viejo comedor junto a la ventana, encendí una vela junto a la libreta y mi cenicero. No creo en lo místico, pero hay algo en la llama que me recuerda que aún estoy despierto. Que aun sigo en este plano.
Cuando el sueño me alcanzó, no hubo resistencia. Solo caminé a mi cama y me solté sobre ella en caída libre. Dormí poco, pero dormí.
Un corredor infinito se estira frente a mí con el mismo silencio del abismo, una luz de un color rojo carmesí brilla al final como un corazón que agoniza. Siento que la luz me llama, que me reclama. A los costados, pesadas puertas de metal se alzan como féretros sellados, con una tenue luz que sale de las ventanillas empañadas en ellas. Caminé hacia una de las puertas del lado izquierdo. Sabía cuál era. Las demás ventanillas brillan, pero una titila, como si una presencia dentro dudara de su propia existencia.
La abrí.
Mat Slim estaba allí. Ya sin ojos. Pero no sangraba. Su rostro estaba sereno, su postura firme, como quien ha aceptado un destino, pero no renuncia a su verdad.
—¿Por qué regresaste? —le pregunté.
No habló con voz, pero su respuesta me llegó como un susurro bajo la piel:
—¿Quieres ver lo que yo vi? — me susurró, alzando las manos llenas de sangre directo a mi rostro.
Intenté gritar. No pude. Él me puso sus manos sobre los ojos, sentí un ardor punzante en el rostro, como sí trozos de vidrio se me incrustaran en los párpados y ojos. Vi cosas.
Una oficina vacía. Una mujer con un vestido blanco con flores amarillas, llorando de rodillas frente a un espejo roto. Un hombre rodeado de una neblina densa y oscura, sonriendo con malicia con un brillante diente de oro en sus perfectos dientes blancos. Una libreta negra en llamas cayendo de una cornisa. Una niña encerrada en un cuarto oscuro, una tenue luz rojiza que entra por una ventanilla en medio de una pesada puerta de metal oxidado.
Me desperté de golpe, con el cuerpo sudado y las sábanas como vendas pegadas a mi piel.
La vela sigue encendida sobre la mesa, danzando como si se burlara de mi y mí cordura. Me levante de la cama. El reloj en el muro marca las 3:33 a.m.
Caminé a mi pequeña mesa y tomé mi libreta de sueño con las manos aun temblando, sintiendo el ardor en mis ojos como si aun tuviera vidrios en ellos. Escribo todo antes de que se disuelva de mi mente como todas estas pesadillas. Anoto todo, el corredor oscuro, la luz al final palpitando, el hombre sin ojos, sus manos, la sensación de mis ojos al tocarme, la visión que me mostró. Todo anotado, como si mi vida y cordura dependieran de ello. Mañana se lo mostraré a Héctor.
El sueño no volvió a mí, solo me queda esperar el amanecer y que los dioses me ayuden a resolver todo esto cuanto antes.
A la mañana siguiente, me reuní con Héctor frente a la vieja empresa de Slim en el distrito Norte. Revisamos los archivos. Héctor falsificó una orden de registro —es bueno con esas cosas. Lo encontramos: una carpeta con informes contables detallados, transferencias fantasmas, nombres codificados. Entre ellos, algo destaca: LINA-V05.
—¿Eso es una clave interna? —dijo Héctor.
—O una ironía. Linova. Así etiquetan su dinero dentro de la red contable. Slim lo sabía. Lo dejó preparado. Quería que alguien lo encontrara.
La tarde cayó sobre Cuatro Leguas como una manta de hollín. Llevamos la información al teniente. Pero no hizo nada. Nada.
—No puedo moverme sin pruebas más sólidas. No contra ellos. ¿Sabes cuántos han desaparecido por menos?
Lo sabíamos.
Esa noche en la comisaría, esperando los resultados de la autopsia de Mat, el sueño me llamo, solo me deje llevar por él, y me acomode sobre mi escritorio.
Un corredor oscuro lleno de puertas se estira frente a mi como queriendo tragarme, en el fondo una luz de un color rojo carmesí brilla como llamándome. Frente a mí una silueta emerge del suelo de un charco rojizo que vibra con la brisa que emerge de la luz palpitante del final. Un rostro se forma en la silueta borrosa frente a mí, le reconozco, es Mat Slim el cadáver que encontré ayer. Me toma del brazo. Su tacto es frío, pero no muerto. Es como tocar la memoria.
—Debes ir a la casa 47 de la Avenida Principal del Distrito Norte. Ahí está el resto. Ahí están las pruebas.
Desperté de golpe y sin dudar tomé mi abrigo. Héctor no cuestionó. Me acompañó.
Conduje a toda prisa directo al distrito Norte, haciendo rugir al Mustang por todo el distrito hasta llegar al lugar. La casa 47 es una antigua residencia convertida en almacén. Cerrada con cadenas oxidadas. Forzamos la entrada. Dentro, hallamos montones de cajas con documentos, discos duros, fotografías de reuniones clandestinas. Y una grabación.
La reproducimos en el auto, camino de regreso a la estación. Era Mat Slim. Su voz firme.
"Si están escuchando esto, es porque no estoy vivo. Me negué a ser parte de su red. Vi demasiado. Les conté a los míos lo necesario. Pero guardé lo importante aquí. Espero que alguien lo encuentre. Que alguien los enfrente. Que alguien tenga los ojos para ver donde yo ya no los tengo."
Silencio. Luego un duro golpe, lejano. Como si hubieran grabado su sentencia.
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