"No todo lo importante se dice en voz alta. Algunas verdades, los sentimientos más incómodos y las decisiones que cambian todo, se esconden justo ahí: entre líneas."
©AuraScript
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Nada sale bien a la primera.
Era un invierno crudo de diciembre de 2001, y el aire afuera del hospital olía a nieve sucia y a desesperación. El cielo estaba cubierto de nubes grises que parecían aplastar el mundo con su peso, y el frío se colaba por las rendijas de las ventanas del edificio, haciendo que el linóleo del suelo brillara con un reflejo helado. El hospital era un caos de sonidos: el pitido constante de las máquinas, el eco de pasos apresurados, el llanto lejano de un bebé que no era el nuestro. Yo estaba ahí, sentado en una silla de plástico que crujía cada vez que me movía, con las manos temblando mientras sostenía las de Marina, que yacía en una camilla de urgencias, su rostro pálido y sudoroso bajo las luces fluorescentes que parpadeaban con un zumbido irritante.
Marina estaba en pánico, intentando respirar profundo para calmarse, pero su cuerpo no le daba tregua. El embarazo había traído complicaciones que ninguno de los dos esperaba: preeclampsia severa, presión arterial disparada, y un riesgo constante de convulsiones que nos tenía al borde del abismo. Los médicos nos habían advertido que el parto sería complicado, que había que estar preparados para cualquier cosa, pero ¿cómo te preparas para algo así a los 14 años? Ella apretaba mi mano con tanta fuerza que sus uñas se clavaban en mi piel, dejando medias lunas rojas que ardían. Su cabello pelirrojo, empapado de sudor, se pegaba a su frente, y sus ojos verdes, esos ojos que siempre me habían mirado con una confianza que no merecía, ahora estaban llenos de terror.
Los padres de Marina ni siquiera se habían dignado a venir. Le habían dado la espalda desde que se enteraron del embarazo, la habían echado de casa como si fuera basura, y ahora ella vivía conmigo, en un cuartucho miserable que apenas alcanzaba a pagar con lo que ganaba trabajando después de la escuela. Mi propia casa no era mucho mejor; mi padre estaba borracho la mayor parte del tiempo, y mi madre apenas se atrevía a mirarme a los ojos. Me tocaba estudiar de noche, con los libros abiertos sobre una mesa coja, mientras traía dinero limpiando autos o cargando cajas en un almacén hasta que me dolían los brazos. Todo era para Marina, para que tuviera un techo, comida, y las medicinas que necesitaba. Pero ahí, en ese momento, con el olor a antiséptico quemándome la nariz y el sonido de su respiración entrecortada llenando el aire, sentí que todo lo que había hecho no era suficiente.
Me incliné hacia ella y besé su mano, sus dedos fríos contra mis labios. —Te amo con todo lo que soy, Marina, y todo va a salir bien, te lo juro— dije, mi voz temblando a pesar de que intentaba sonar fuerte. —Quiero que nuestra pequeña esté aquí con nosotros, que la veamos crecer, que seamos una familia—. Mis palabras eran un ruego, una súplica al universo para que no me la arrebatara. Ella me miró, y a pesar del miedo que la consumía, una sonrisa débil se dibujó en su rostro. —Quiero salir de aquí con nuestra niña en mis brazos, Blake— susurró, su voz quebrándose. —Y cuando tengamos la edad, quiero que nos casemos, que seamos uno solo para siempre—. Sus palabras eran un sueño, una promesa que intentaba aferrarse a la vida que se le escapaba entre los dedos.
—Yo también lo quiero, mi amor— respondí, besando su frente, su piel salada bajo mis labios. —Vamos a tener una vida juntos, los tres, y voy a cuidarte siempre—. Nos besábamos entre promesas, pequeños roces de labios que sabían a miedo y a esperanza, mientras el monitor a su lado marcaba el ritmo errático de su corazón. Hablábamos con una dulzura que contrastaba con el caos a nuestro alrededor, como si nuestras palabras pudieran construir un refugio contra la tormenta que se avecinaba. Pero entonces, de la nada, Marina me miró con una intensidad que me heló la sangre. —Blake, si no salgo de aquí con vida, por favor asegúrate de cuidar a nuestro pedacito de amor— dijo, su voz firme a pesar del temblor en sus manos.
Esas palabras me golpearon como un puñetazo en el pecho. Sentí que el aire se me escapaba, que el mundo se volvía borroso. —No digas eso, Marina, por favor— murmuré, mi voz rompiéndose mientras apretaba su mano con más fuerza. —Vas a salir de aquí, vas a estar bien, y vamos a criar a nuestra hija juntos—. Intenté animarla, forzando una sonrisa que no sentía. Ella acarició su barriga hinchada, sus dedos temblorosos trazando círculos sobre la piel tensa, y me miró con una mezcla de amor y súplica. —Prométemelo, Blake, por favor— insistió, su voz apenas un susurro.
—Te lo prometo— dije, aunque cada palabra me rasgaba por dentro. Pero no pude evitar añadir, con un tono que intentaba ser ligero, —Pero no se te ocurra morirte, ¿eh? No me hagas criar a esta niña solo, que soy un desastre—. Mi intento de broma arrancó una risa débil de sus labios, y por un momento, vi a la Marina de antes, la chica salvaje y libre que me había robado el corazón. Esa risa era un rayo de luz en medio de la oscuridad, y me aferré a ella como si fuera lo único que me mantenía en pie.
Las horas que siguieron fueron un infierno. Cuando finalmente la llevaron a la sala de parto, me quedé en la sala de espera, un lugar que apestaba a café quemado y a desinfectante. Las sillas eran de un plástico verde desgastado, y las paredes estaban cubiertas de carteles descoloridos sobre la importancia de lavarse las manos. Caminaba de un lado a otro, mis pasos resonando contra el suelo, mientras el reloj en la pared marcaba el tiempo con una lentitud que me volvía loco. No había dormido en más de 24 horas, y mis ojos ardían de cansancio, pero no podía cerrarlos. Me temblaban las manos mientras sostenía un vaso de café que se había enfriado hace rato, el sabor amargo pegándose a mi lengua. Cada vez que una enfermera pasaba por el pasillo, mi corazón se detenía, esperando noticias, pero ninguna llegaba.
Entonces, después de lo que pareció una eternidad, un doctor salió por las puertas dobles, su bata blanca salpicada de sangre. Su rostro estaba tenso, sus ojos evitaban los míos mientras se acercaba. —Señor Marshall— dijo, su voz grave y fría, —lamento mucho informarle que Marina no sobrevivió al parto—. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. —¿Qué?— murmuré, mi voz apenas audible, como si mi cuerpo se negara a aceptar lo que estaba escuchando. —Tuvimos complicaciones severas— continuó el doctor, ajustándose las gafas con un gesto mecánico. —La preeclampsia causó una hemorragia masiva que no pudimos controlar. Hicimos todo lo posible, pero... lo siento mucho—.
El mundo se derrumbó a mi alrededor. Sentí un vacío en el pecho, un dolor tan profundo que no podía ni gritar. Mis piernas cedieron, y caí de rodillas sobre el suelo frío, mis manos temblando mientras me cubría el rostro. Las lágrimas vinieron sin que pudiera detenerlas, un torrente caliente que me quemaba la piel. Mi cuerpo se convulsionaba con sollozos que me desgarraban la garganta, y mis uñas se clavaban en mi propia carne como si el dolor físico pudiera borrar el que sentía por dentro. —No, no, no— repetía, mi voz rota, mientras golpeaba el suelo con los puños hasta que mis nudillos sangraron. El olor a sangre y a antiséptico se mezclaba con el sabor salado de mis lágrimas, y el sonido de mi propio llanto resonaba en la sala vacía.
Marina estaba muerta. La chica que había sido mi mundo, mi huracán, mi todo, se había ido. Y yo no había podido salvarla.
Me quedo ahí, de rodillas, con el eco de mi dolor rebotando contra las paredes. El frío del suelo se cuela a través de mis jeans, y el aire está cargado con el olor metálico de mi propia sangre. Mi respiración es un jadeo entrecortado, y siento que el mundo se ha reducido a un puto abismo del que no voy a salir nunca.