El destino de los Ling vuelve a ponerse a prueba.
Mientras Lina y Luzbel aprenden a sostener su amor en la vida de casados, surge una nueva historia que arde con intensidad: la de Daniela Ling y Alexander Meg.
Lo que comenzó como una amistad se transforma en un amor prohibido, lleno de pasión y decisiones difíciles. Pero en medio de ese fuego, una traición inesperada amenaza con convertirlo todo en cenizas.
Entre muertes, secretos y la llegada de nuevos personajes, Daniela deberá enfrentar el dolor más profundo y descubrir si el amor puede sobrevivir incluso a la tormenta más feroz.
Fuego en la Tormenta es una novela de acción, romance y segundas oportunidades, donde cada página te llevará al límite de la emoción.
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Fuego y tentación
Capítulo 11: Fuego y tentación
(Desde la perspectiva de Alexander Meg)
La boca del dragón olía a metano caliente, pólvora y ambición.
Ese aroma era un recordatorio constante de quién era yo, de los negocios que manejaba, de los riesgos que tomaba y de los hombres que me retaban día tras día.
Pero por un instante, lo que sentí fue completamente distinto: ansiedad.
Estaba revisando los informes del nuevo envío que llegaría en cuarenta y ocho horas, las cifras y datos flotando frente a mí como un mapa de guerra, cuando escuché la puerta principal abrirse de golpe.
Gire la cabeza con la calma de un depredador, esperando ver a uno de mis soldados entrando con su aura de “Voy a matar a alguien antes del almuerzo”.
Pero lo que apareció me desconcertó.
—No puede ser —murmuré, arqueando una ceja con incredulidad.
Luzbel Shao, el mafioso más temido del continente, caminaba con paso autoritario, mirada de hielo… y Belian, su hijo, colgado de su pecho en una cangurera azul con estampados de ositos.
—¿Qué? —gruñó Luzbel, notando nuestras miradas.
Uno de los chicos que vigilaban las cámaras de seguridad tosió disimuladamente, y aunque fingió control, pude notar cómo se mordía la lengua para no reírse.
—Hermano… —dije, luchando por mantener el rostro serio—. ¿A qué debo el honor de tu gloriosa visita?
—¡Te juro que la voy a matar! —rugió Luzbel, como si mi oficina fuera el escenario de la tragedia más absurda de su vida.
Belian balbuceaba alegremente, moviendo los pies como si estuviera celebrando un logro secreto, mientras Luzbel parecía al borde de un colapso nervioso.
—No me mires así —gruñó Luzbel—. Lina se largó a la playa con Daniela. ¡A la playa! Y me dejó a cargo de Belian como si fuera su niñera de confianza.
Uno de mis soldados fingió revisar sus botas, claramente conteniendo la risa.
Yo, por mi parte, no podía evitar soltar una sonrisa contenida.
—Tu cadera no parece diseñada para una cangurera, Luz —comenté, dejando los informes sobre la mesa.
—¡Esto es una tortura psicológica! —repetía mientras se dejaba caer en el sillón con el bebé sobre el pecho.
Le serví un trago y se lo ofrecí sin hacer comentarios, disfrutando la rareza del momento.
—¿Y a dónde se fueron? —pregunté, tomando asiento frente a él.
—A una cabaña lujosa en la playa —respondió, gesticulando con desesperación—. “Viaje de hermanas” lo llamó Daniela. ¿Puedes creerlo? Y cuando Lina me mostró sus trajes de baño… ¡Dios! La chantajeé con irme de la casa si no me llevaba.
Contuve la risa, imaginando la escena: Daniela y Lina en bikini, el sol brillando sobre sus cuerpos mientras él, Luzbel, luchaba con la idea de estar fuera de control.
—Pobre de ti —murmuré, tratando de parecer compasivo, aunque por dentro celebraba secretamente.
—Y lo peor —continuó Luzbel— es que me hizo jurarle que no la seguiría.
Guardé silencio un momento, visualizando la imagen de Daniela, su piel dorada bajo el sol, riendo con esa despreocupación que me desarmaba cada vez que la veía.
—Sabes, Luz… —dije, dejando que la voz sonara casual—. En la playa, los hombres se acercan a las chicas bonitas. Con el calor, la piel expuesta, la música… es fácil confundir intenciones.
Luzbel frunció el ceño, levantando la cabeza como si estuviera procesando lo que acababa de escuchar.
El cebo estaba lanzado.
—Al tercer día, voy a buscarlas —gruñó, pero noté cómo algo más profundo se encendía en sus ojos.
Internamente, celebré.
Por primera vez, Luzbel se mostraba vulnerable ante su instinto de protector… y yo también comenzaba a cuestionarme lo que estaba a punto de suceder.
—Ya que ahora soy tu cupido oficial, tengo un consejo para ti —dijo, tomando a Belian con una mano mientras el pequeño jugaba con su cadena de oro—.
—¿Qué consejo? —pregunté, aunque ya podía anticipar lo que vendría.
—Llévate a la psicóloga —dijo con naturalidad, refiriéndose a Rita—. Si la ve contigo, se le cruzarán los cables. A veces, el fuego solo se enciende cuando huele a competencia.
Fruncí el ceño, sorprendido y dudando por un instante.
No era mi estilo provocar celos, pero… algo en la lógica de Luzbel me hizo considerar la idea.
Tres días después, estaba estacionando mi auto frente a la costa más exclusiva de la ciudad.
El sol golpeaba fuerte, y la brisa marina traía consigo aromas de sal y libertad.
Luzbel bajó primero, con Belian colgando de nuevo en la cangurera.
Iba diciendo cosas absurdas: “No mires a tu madre si está en bikini, eres un caballero” y “Nada de decir ‘papá’ cerca del mar, que hay viento y no escuchó bien”.
Yo lo seguí, con Rita colgada de mi brazo con naturalidad, su vestido de playa diminuto dejando poco a la imaginación.
Agradecí mis gafas oscuras para ocultar la tensión que me subía al vernos acercarnos al lugar donde Lina y Daniela se encontraban.
Allí estaban, riendo, despreocupadas.
Lina recostada en una silla de playa con su pareo de flores; Daniela con un sombrero gigante y bebiendo de un coco, irradiando luz propia.
Luzbel se detuvo, tenso.
—¿Qué demonios? —dijo en un tono que oscilaba entre la sorpresa y el celoso control.
—Yo te lo advertí —susurré.
Y entonces lo vi: el cambio en sus ojos.
El hombre de hielo que controla imperios se apagó, y la versión celosa tomó el control.
Luzbel avanzó con firmeza, dejando al chico que intentaba acercarse a Lina fuera de balance solo con su mirada.
El pobre tipo desapareció sin que nadie tuviera que levantar un dedo.
Mientras tanto, mis ojos estaban puestos en Daniela.
Se veía radiante. Su piel bronceada, la sonrisa juguetona, la risa clara que cortaba el aire como música… Todo eso me golpeó como un martillo.
Pero entonces me vio.
Su expresión se congeló por un instante que duró siglos.
Luego entrecerró los ojos y frunció los labios, girando levemente para darme la espalda.
—Touche —susurré para mí mismo.
Rita, completamente ajena a la tormenta que yo sentía, se colgó de mi brazo y susurró:
—Parece que Daniela se quedó sin palabras al verte conmigo.
Pero no era placer lo que sentía.
Era un ardor punzante en el pecho.
Verla con otro hombre, aunque fuera un idiota de playa, me desgarraba.
Ya no quería competencia.
No quería juegos.
Solo quería a Daniela.
Sin máscaras, sin distracciones, sin Rita de por medio.
Por primera vez, me pregunté si Luzbel tenía razón: a veces, uno necesita encender un fuego para descubrir si algo todavía arde.
Mis pensamientos se agitaban.
Cada gesto de Daniela, cada risa suya, cada mirada distraída, me torturaba y me llamaba al mismo tiempo.
La tensión era palpable; cada segundo se estiraba hasta doler.
Rita seguía hablando, pero sus palabras se convertían en ruido de fondo.
Solo podía pensar en Daniela: sus labios, sus manos, su risa… y la sensación de que, aunque intentara mantenerla a distancia, no podía.
La playa, el sol, la brisa… todo conspiraba para acercarnos, para obligarnos a enfrentarnos a lo que realmente sentíamos.
Y yo sabía que, de una manera u otra, esta historia apenas comenzaba.
Porque el fuego que sentía no era solo deseo.
Era algo más profundo, más poderoso.
Y si Daniela alguna vez lo notaba… no habría vuelta atrás.