Clara y Javier se mudan a un pequeño pueblo en busca de un nuevo comienzo, pero su refugio pronto se convierte en una pesadilla. Enfrentando misteriosos eventos paranormales y oscuros secretos familiares, su amor es puesto a prueba mientras una entidad maligna los acecha. En un lugar donde nada es lo que parece, la pareja lucha por sobrevivir y desentrañar la verdad detrás de la maldición que amenaza con destruirlos.
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Sombras en la casa
El primer día completo en Santa Lidia amaneció con una niebla espesa que envolvía el pueblo en un manto blanco. Clara se despertó temprano, todavía con la sensación del susurro en sus oídos, pero al mirar a su alrededor, todo parecía normal. Javier seguía dormido a su lado, con la respiración tranquila y regular. Ella decidió levantarse y explorar la casa mientras él descansaba.
Bajó las escaleras de madera que crujían bajo su peso, cada paso resonando en el silencio matutino. La cocina, al igual que el resto de la casa, estaba cubierta de polvo, pero Clara sintió una especie de paz al estar allí. Encendió la cafetera antigua, esperando que todavía funcionara, y mientras el café comenzaba a burbujear, recorrió con la mirada las viejas fotografías enmarcadas en las paredes. Eran imágenes de su familia, de épocas pasadas. Rostros que apenas reconocía, pero que, de alguna manera, le resultaban familiares.
Se detuvo frente a una foto en particular: sus abuelos, jóvenes y sonrientes, de pie frente a la casa, con el mismo árbol torcido que todavía estaba en el jardín. Pero algo en la foto le llamó la atención. En una de las ventanas detrás de ellos, parecía haber una sombra, apenas visible, como si alguien hubiera estado observándolos desde dentro de la casa. Clara sintió un escalofrío recorrerle la espalda y apartó la mirada.
Decidió salir al jardín para despejarse, pero cuando abrió la puerta trasera, notó que estaba atrancada. Luchó con la cerradura, que parecía oxidada y resistente, y finalmente la puerta se abrió con un chirrido. El jardín, aunque descuidado, tenía un aire encantador. Los rosales estaban enredados y los setos crecidos, pero había algo reconfortante en estar al aire libre, lejos de las sombras de la casa.
Mientras recorría el jardín, encontró un pequeño cobertizo al final del sendero. La puerta estaba entreabierta, y, sintiendo curiosidad, decidió echar un vistazo. Dentro, el cobertizo estaba lleno de herramientas antiguas y objetos que parecían haber sido abandonados hace décadas. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fue un viejo columpio de madera, colgado del techo del cobertizo. La madera estaba desgastada y la cuerda raída, pero se veía como si alguien lo hubiera usado no hace mucho tiempo.
Clara salió del cobertizo, sintiendo nuevamente esa incómoda sensación de ser observada. Se giró, pero el jardín estaba vacío. Respiró hondo y regresó a la casa, donde encontró a Javier en la cocina, sirviéndose una taza de café.
"Te despertaste temprano", comentó él, sonriendo.
"Sí, quería darme una vuelta por el lugar", respondió ella, intentando sonar despreocupada.
"¿Y qué piensas?", preguntó Javier, mirándola con curiosidad.
Clara dudó antes de responder. No quería preocuparlo, pero la sensación de inquietud que había sentido desde su llegada era difícil de ignorar. "Es... diferente de lo que recordaba. La casa tiene su propia personalidad, ¿no crees?"
Javier rio suavemente. "Supongo que sí. Las casas viejas siempre tienen esa vibra. Pero vamos, es solo una casa. Pronto se sentirá como nuestro hogar."
Clara asintió, pero no pudo evitar mirar de nuevo hacia la foto en la pared, con la sombra en la ventana. La casa puede ser solo una casa, pensó, pero algo en su interior le decía que no todo era tan simple como parecía.