Reencarné como la villana y el príncipe quiere matarme. Mi solución: volverme tan poderosa que nadie se atreva a intentarlo. El problema: la supuesta "heroína" es en realidad una manipuladora que controla las emociones de todos. Ahora, debo luchar contra mi destino y todo un reino que me odia por una mentira.
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El Tropiezo Fatal y un Despertar Incómodo
La brisa nocturna de Moscú acariciaba el pelo platino de Marie, que brillaba bajo la luz de su teléfono. Con un vestido ajustado y unos tacones imposibles, mantenía el equilibrio en la cornisa de la azotea de su lujoso apartamento.
“¡A ver, mis amores!”, exclamó en ruso, con esa voz melosa que había ganado millones de seguidores. “El reto es simple: bailar la coreografía de ‘Snezhinka’ en el borde… ¡El que más dé donaciones elige mi próximo tatuaje!”
Las rublos digitales llovían en la pantalla. Los comentarios se amontonaban: “¡Reina!”, “¡Qué loca!”, “¡Cuidado!”.
Marie sonrió, sintiendo la adrenalina. Comenzó a moverse, graciosa y segura. Pero el tacón derecho, un enemigo traicionero, encontró una imperfección en el concreto. Un micro-tropiezo. Un giro brusco. Un grito ahogado por el viento.
La cámara captó todo: su rostro, primero de sorpresa, luego de un pánico absoluto, y finalmente, la caída al vacío. La última imagen fue el cielo estrellado, girando.
“Qué… qué forma más estúpida de petatearse”, fue su último pensamiento coherente.
No hubo un túnel de luz. No hubo un coro de ángeles. Solo una confusión profunda, seguida de una presión aplastante y luego… una claridad abrumadora.
Marie abrió los ojos. O, más bien, los abrió alguien más. Estaba en una cuna enorme, con dosel de seda. Movió una mano y vio una manita regordeta y pálida. Un espejo dorado colgaba cerca, y en él, la reflejada era una niña de no más de cuatro años, con unos ojos azules como el hielo siberiano y un rizo de pelo blanco como la nieve.
“¿Mamá?”, intentó decir. De su boca salió un balbuceo infantil. “¿Mamá?”
Una mujer espléndida, con un vestido de dama noble, se acercó sonriendo.
“Irina,mi amor, ya estás despierta.”
Irina. El nombre resonó en su mente. Irina… ¿Irina Sokolov?
Y entonces, como si alguien hubiera presionado “play” en una película que había visto hacía una eternidad, los recuerdos inundaron su mente. No los recuerdos de Marie, sino los de un libro. Una novela de fantasía barata que había leído en un vuelo, aburrida de sus redes sociales. “El Hechizo y la Espada”.
Era la historia del Príncipe Alexander y su amor por una plebeya, la dulce y talentosa Liz. Y la villana que constantemente conspiraba para separarlos, envenenar a Liz y usurpar el trono… era Irina Sokolov, la niña de cabello blanco de la familia de duques más poderosa del norte. La misma a la que el príncipe, en un acto de justicia final, atravesaría con su espada en el gran salón del palacio.
El pánico de Marie fue tan intenso que contuvo la respiración. La duquesa Sokolov se alarmó.
“Irina,¿cariño, te sientes bien?”
¡No, mamá, no estoy bien! ¡Estoy atrapada en el cuerpo de la víctima de un guionista sin imaginación y mi futuro promete ser un empalamiento real!
Pero externamente, Irina solo parpadeó, y luego, una lágrima perfecta y dramática —herencia de su pasado como influencer— rodó por su mejilla.
“Mamá…”, susurró, con una voz que sonaba terriblemente vulnerable. “Tuve un mal sueño.”
La duquesa la abrazó. “Shhh, no fue real, mi cielito.”
Oh, pero lo es, pensó Irina, enterrando su carita en el hombro de su nueva madre. Es tan real que duele.
Mientras la abrazaba, su mente, la mente de Marie la estratega de redes sociales, empezó a trabajar a toda velocidad. Las lágrimas se secaron y en sus ojos azules brilló un destello de determinación.
“Okey, situación de mierda… pero no irreversible.”, pensó, usando el vocabulario interno de sus veinte años. “Conozco todos los giros de la trama. Conozco a todos los personajes. Sé que Liz es alérgica a las fresas. Sé que Alexander tiene miedo a los patos desde pequeño. Sé que el mago de la corte le debe dinero al tabernero.”
Una sonrisa lenta y traviesa se dibujó en sus labios infantiles.
“Si el guion quiere que sea la villana… está bien. Seré la villana. Pero seré la villana más encantadora, adorable y estratégicamente adorable que este reino haya visto jamás.
Se miró las manitas. La fuerza de un adulto no era una opción. Pero la manipulación emocional, el carisma y el conocimiento absoluto de la trama… eso era un superpoder.
“El Príncipe no va a querer matar a la persona que lo ayudó a conquistar a su amada, ¿verdad? Cambiemos la narrativa, bebés. Este es mi mejor reto viral.”
Alzó la vista hacia su madre, la duquesa, con una dulzura calculada.
“Mamá”, dijo, con una vocecita angelical. “¿Puedo… tener un pastelito?”
La duquesa, derretida, asintió. “Por supuesto, mi amor.”
Mientras su madre salía de la habitación, Irina se recostó en las almohadas, una mirada de pura picardía en sus ojos de niña.
“Liz, Alexander… prepárense. La villana acaba de entrar en modo supervivencia. Y viene con un plan de marketing de diez pasos y un montón de comedia dramática.”
El castillo de los Sokolov era un laberinto de pasillos de piedra y tapices antiguos. A sus cuatro años, Irina había descubierto que su estatus de hija única y consentida le abría casi todas las puertas. Casi.
La gran biblioteca familiar era uno de esos lugares donde, en teoría, una niña no debería estar sola. Montañas de libros polvorientos sobre historia, genealogía, tratados de magia elemental y bestiarios de criaturas fantásticas llenaban estanterías que rozaban el techo abovedado.
Irina, con un vestidito azul celado y una determinación feroz en el rostro, se plantó frente al bibliotecario, un hombre anciano y de mirada severa llamado Yuri.
“Tío Yuri”, dijo, usando su voz más dulce y poniendo los ojos como platos. “Quiero… un libro con dibujos bonitos. De… de luces de colores.”
Yuri la miró por encima de sus gafas. “¿Luces de colores, pequeña dama?”
“Sí. Como las que hace papá a veces con las manos.” Se refería a los pequeños trucos de magia de fuego que su padre, el Duque, solía hacer para animarla.
Comprendiendo, Yuri murmuró para sí. “Magia elemental ilustrada… para entretener a la niña.” Buscó en un estante bajo y sacó un tomo grueso pero con una cubierta brillante. “Fundamentos Visuales de la Mana y los Elementos”.
Para Irina, fue como encontrar oro. No era el grimorio avanzado que buscaba, pero era el manual de instrucciones perfecto para un niño… o para una adulta atrapada en un cuerpo de niño que necesitaba empezar desde cero.
“¡Gracias, tío Yuri!”, exclamó, abrazando el libro que era casi tan grande como ella.
Así comenzó su rutina. Las mañanas, después de sus lecciones de etiqueta (que encontraba aburridísimas), las dedicaba a esconderse en un rincón acolchado de la biblioteca. Con la mente de Marie, devoraba los conceptos. Aprendió que la “mana” era una energía interna que se podía moldear con la voluntad. Que los elementos—fuego, agua, tierra, aire—respondían a las emociones y la concentración.
Su primera chispa de fuego fue un desastre; le chamuscó el flequillo y asustó a un gato de la biblioteca. Su primer globo de agua terminó empapando un tapiz valioso. Pero no se rindió. La misma obstinación que la llevó a conseguir un millón de seguidores, la impulsaba ahora a controlar un hilillo de aire para volver las páginas del libro sin tocarlo.
Pero Irina sabía que la magia, sola, no la salvaría de una espada. La escena final de la novela—Alexander clavándole su hoja de acero—se repetía en sus pesadillas.
Un atardecer, mientras paseaba por los jardines con su niñera, vio al Capitán de la Guardia, Gregor, un hombre ancho como un roble y con una cicatriz que le cruzaba la mejilla, entrenando a nuevos reclutas en el patio. Los movimientos de los hombres eran rígidos, predecibles. En su vida pasada, Marie había tomado clases de kickboxing por tendencia. Conocía un poco sobre equilibrio, puntos débiles y giros.
Al día siguiente, se presentó en el patio, arrastrando una espada de madera que le sobraba a un paje.
“Capitán Gregor”, anunció con voz firme. “Quiero aprender.”
Gregor se rio, una carcajada profunda que sacudió su armadura. “¡Pequeña dama! Esto no es un juego para niñas. Es peligroso.”
Irina no pestañeó. “Mi papá dice que una Sokolov debe ser fuerte para proteger a los suyos.” Era una mentira piadosa, pero sonaba bien. “No quiero jugar. Quiero aprender.”
Lo miró directamente a los ojos, sin la dulzura fingida, solo con la fría determinación de quien ha visto su propio final y se niega a aceptarlo.
Algo en la mirada de esa niña de cuatro años silenció la risa del capitán. Era una mirada demasiado antigua, demasiado seria.
Con un suspiro, cedió. “Muy bien. Pero una hora. Y solo posturas.”
Las “lecciones” fueron, al principio, cómicas. La espada de madera era demasiado pesada para ella. Se tambaleaba bajo su peso. Pero Irina insistía. Aprendió la postura básica, cómo agarrar la empuñadura, cómo colocar los pies. Gregor, entre divertido e impresionado, corrigió su forma.
“La fuerza no lo es todo, pequeña dama”, le dijo una tarde, viendo cómo ella, agotada, se negaba a soltar la espada. “La astucia gana más batallas que los músculos.”
Irina, sudando y con las manos ampolladas, asintió con la cabeza. Esa frase se quedó grabada en ella. Astucia. Eso era exactamente lo que estaba haciendo.
Así, la vida de Irina se dividió en dos.
Por un lado, era la niña duquesa: sonriente, un poco mimada, que disfrutaba de los pastelitos y jugaba con sus muñecas (que ahora usaba para recrear mentalmente escenarios de combate). Asistía a tediosos té con su madre y aprendía a hacer reverencias.
Por el otro, era la estudiante secreta: la niña que, con el ceño fruncido en concentración, hacía flotar una pluma en su habitación, o que repetía incansablemente los movimientos de esgrima con su espada de madera en el patio vacío.
Una tarde, su padre, el Duque Viktor, la observó desde una ventana. Vio a su pequeña hija, con un vestido hecho jirones y la cara sucia de tierra, esquivar el golpe suave de un recluta (al que Gregor había ordenado “jugar” con ella) y, con un movimiento sorprendentemente ágil, golpearle la espinilla con su espada de madera. El recluta, más por sorpresa que por dolor, soltó una exclamación.
Irina se plantó triunfante, con una sonrisa salvaje que no era para nada infantil.
Viktor Sokolov no sonrió. Una preocupación profunda se instaló en su corazón. Su hija no jugaba. Ella entrenaba. Y no entendía por qué.
Esa noche, mientras su madre la arropaba, Irina murmuró, medio dormida:
“Mamá…¿alguna vez conociste a… al Príncipe Alexander?”
La duquesa se sorprendió. “¿El pequeño Príncipe? No, cariño. Pero se dice que es un niño muy serio y aplicado. ¿Por qué lo preguntas?”
Irina cerró los ojos, simulando sueño. “Solo curiosidad.”
En su mente, la imagen del Príncipe Alexander ya no era la de un verdugo, sino la de un obstáculo final. Un obstáculo que, si su plan de “encantamiento estratégico” fallaba, tendría que ser capaz de enfrentar con algo más que sonrisas y buenas intenciones.
Con las manos ampolladas bajo las sábanas de seda y el sabor de la mana en su boca, Irina Sokolov, la ex-influencer, la futura villana, se durmió con una sonrisa. El plan avanzaba. Lento, pero avanzaba.
está historia me hizo recordar los procesos que muchos pasamos 😭😭