Alejandro es un político cuya carrera va en ascenso, candidato a gobernador. Guapo, sexi, y también bastante recto y malhumorado.
Charlotte, la joven asistente de un afamado estilista, es auténtica, hermosa y sin pelos en la lengua.
Sus caminos se cruzaran por casualidad, y a partir de ese momento nada volverá a ser igual en sus vidas.
NovelToon tiene autorización de @ngel@zul para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
El reemplazo inesperado
Capítulo 1 — El reemplazo inesperado
Alejandro Montalbán no creía en el azar.
En su mundo, todo debía planificarse con precisión milimétrica: los discursos, las sonrisas, incluso el ángulo de su corbata. No había espacio para la improvisación cuando se era el candidato favorito a la gobernación.
Esa tarde, sin embargo, el azar decidió meter mano.
A las seis y cuarenta y cinco de la tarde, a solo una hora de la gala benéfica más mediática del mes, su teléfono vibró. En la pantalla apareció el nombre de Franco, su estilista de confianza.
—Dime que estás en camino —gruñó Alejandro, ajustándose el nudo de la corbata frente al espejo del vestidor.
—Ale… tenemos un pequeño inconveniente —respondió una voz afligida al otro lado—. Me quemé la mano con la plancha del cabello.
Alejandro se giró, incrédulo.
—¿Te… qué?
—Fue un accidente doméstico, nada grave, pero no puedo mover los dedos. No voy a poder peinarte para la gala.
—Franco, me estás diciendo esto una hora antes de salir en televisión. ¿Voy a tener que peinarme solo con un peine de hotel?
—No, no, tranquilo. Ya arreglé todo. Te mando a Charlie, mi asistente. Es excelente.
Alejandro cerró los ojos y suspiró, contando mentalmente hasta cinco.
—¿Charlie?
—Sí, sí. Charlie, trabaja conmigo desde hace un año, es de total confianza. Te va a dejar impecable.
—Confianza no es lo mismo que experiencia, Franco.
—Ale, confia en mí. Te va a encantar su trabajo.
El candidato miró el reloj. No tenía margen.
—Está bien. Pero si salgo en las fotos con un mechón fuera de lugar, tu estudio entero patrocina mi campaña —murmuró antes de cortar.
Veinticinco minutos después, su asistente de campaña tocó la puerta de la oficina.
—Charlie acaba de llegar —anunció.
Alejandro apenas levantó la vista del correo que leía en la tablet.
—Que pase —le indicó a su asistente personal, sin despegar los ojos de la pantalla.
Escuchó pasos ligeros, un ruido de valija rodante y el sonido de la puerta cerrándose.
Entonces, una voz femenina y animada rompió el aire serio de la habitación.
—¡Buenas tardes! Charlie, enviada de urgencia por Franco, el mártir de la plancha. ¿Dónde está el paciente en crisis?
Alejandro levantó lentamente la mirada.
Frente a él había una mujer joven, pelirroja, con un overol negro salpicado de mechones de cabello ajeno y unas tijeras colgando del cinturón como si fueran armas de combate.
Él parpadeó. Dos veces.
—¿Tú eres… Charlie?
—En persona. Aunque, si lo prefiere, puedo llamarme “Carlos” por hoy.
La sonrisa que acompañó esa frase fue tan descarada que él sintió cómo su estructura interna, tan acostumbrada al control, se tambaleaba un poco.
—Franco no mencionó que su asistente era… —buscó una palabra que no sonara políticamente incorrecta— …una mujer.
—¿Y eso es un problema? —preguntó ella, arqueando una ceja.
—Solo me sorprende. Pensé que mandaría a alguien con más experiencia.
Charlie dejó la valija junto al sofá y lo miró con una media sonrisa.
—Traducción: pensó que mandaría a alguien con más años, más barba y menos curvas.
Alejandro carraspeó, incómodo.
—Dije experiencia, no género.
—Claro, claro —dijo ella, abriendo su maletín con un chasquido metálico—. Tranquilo, señor candidato, no voy a convertirlo en modelo de TikTok. Solo necesito luz, una silla y que deje el ego a un costado.
Él la observó con incredulidad.
—¿Perdón?
—El ego —repitió, señalando con el peine—. Ocupa demasiado espacio y me complica el trabajo.
Su asistente, que había entrado detrás de la muchacha intentaba disimular la risa detrás de la tablet, se retiró rápidamente.
Alejandro finalmente cedió, no tenía tiempo para discutir, se quedó solo con esa mujer pelirroja que hablaba como si estuviera en un bar y no en el despacho del próximo gobernador del estado.
Charlie desplegó sus herramientas con la precisión de una cirujana.
Colocó una toalla sobre sus hombros y empezó a inspeccionar su cabello con aire crítico.
—Bueno, al menos Franco no mentía —murmuró—. Es un cabello sano. Aunque un poco tieso… como su dueño, sospecho.
—¿Perdón?
—Nada, hablaba con las puntas.
Él respiró hondo.
—Mire, señorita, solo necesito un retoque. Nada experimental. Sin cortes arriesgados ni productos con nombres raros.
—Qué aburrido —dijo ella con una sonrisa mientras preparaba el spray—. Prometo que no le pondré brillantina, señor Montalbán.
El tono burlón le sacó una mueca involuntaria.
—¿Siempre habla así con sus clientes?
—Solo con los que se toman demasiado en serio.
Ella comenzó a peinarlo con movimientos firmes. Tenía las manos seguras, el toque profesional. El perfume que usaba era fresco, cítrico, distinto a todo lo que él asociaba con un salón.
Alejandro intentó mantener la mirada al frente, pero no podía evitar observarla a través del espejo que ella había colocado sobre el escritorio.
Era joven, probablemente no pasaba de los veinticinco años. Su cabello cobrizo parecía tener vida propia y los ojos verdes tenían un brillo travieso.
—Así que trabaja con Franco —dijo, más por llenar el silencio que por interés.
—Desde hace un año. Me adoptó cuando mi antiguo jefe decidió que “las mujeres no sabían usar tijeras” —respondió, haciendo comillas en el aire.
—¿Y usted le demostró lo contrario?
—Le corté la corbata.
Alejandro la miró con alarma.
—¿Qué?
—Fue un accidente… bueno, más o menos —dijo, con una sonrisa tan inocente que resultaba sospechosa.
El reloj del salón marcaba las siete y veinte.
Charlie giró su silla con un leve empujón.
—Listo.
Alejandro se miró al espejo. El peinado era perfecto. Ni un mechón fuera de lugar, ni exceso de producto. Solo elegancia discreta.
—No está mal —dijo él, intentando sonar neutral.
—Traducción: “me veo increíble, pero no pienso admitirlo porque arruinaría mi imagen de hombre severo” —replicó ella con un gesto divertido.
Él alzó una ceja.
—¿También traduce pensamientos?
—Solo los obvios.
Él se levantó, tomó el saco y se lo colocó. Ella se apartó un paso, evaluando el resultado final.
—Le falta algo —murmuró, acercándose demasiado para el gusto de Alejandro.
Con un movimiento rápido, ajustó el nudo de la corbata, alisó la solapa del saco y levantó la mirada hacia él.
La distancia entre ambos se redujo a centímetros.
Él sintió, por un segundo, que el aire se había detenido.
—Ahora sí —dijo ella, apartándose como si nada—. Ya puede ir a conquistar votantes.
Alejandro parpadeó.
—¿Y si no me gustó su trabajo?
—Entonces puede que tenga que aprender a usar un peine —respondió ella, guardando sus cosas.
Él la observó mientras cerraba la valija.
—Tiene carácter.
—Y usted tiene suerte de que me quedara tiempo para venir. —Le guiñó un ojo—. Mi cita de los jueves era con un secador de pelo y un cliente menos exigente.
—¿Me está comparando con un secador?
—El secador sopla aire caliente. Usted…—dijo sin evitar que se notara como lo escaneaba con la mirada —también.
La carcajada se le escapó antes de poder contenerla.
Fue un sonido breve, genuino, que a él lo sorprendió y a ella también.
—¿Ve? Sabía que había humor bajo esa coraza —dijo Charlie, sonriendo.
Alejandro recuperó su compostura.
—No se acostumbre.
—Tenga buena tarde, señor Montalvan. —dijo ella y salió arrastrando su valija.
Cuando ella se fue, todo volvió al silencio habitual.
Su asistente entró unos minutos después, sosteniendo una carpeta.
—La señorita Charlie se fue sin su paga, ¿quiere que se lo envie al estudio de Franco?
Alejandro seguía mirando el espejo.
—Sí… y decile que reserve a esa chica para el debate de la próxima semana.
Su asistente alzó una ceja, sorprendido.
—¿Le gustó su trabajo?
—Digamos que… me dejó presentable.
—¿Y algo aturdido también? —bromeó el asistente.
Alejandro frunció el ceño.
—¿Por qué lo dices?
—Porque no deja de sonreír desde que se fue.
Él lo miró por encima del hombro, intentando sonar serio.
—Ve a hacer tu trabajo, Matías.
Pero cuando el joven se fue, Alejandro volvió a mirar su reflejo.
Y sí: estaba sonriendo.
Al otro lado de la ciudad, Charlie subía a un colectivo con la valija en la mano.
Sacó el celular y le mandó un audio a Franco:
—Misión cumplida. El político más estirado tiene ahora un flequillo digno de portada. No sé si me va a volver a llamar, pero sobreviví.
Pausa. Luego, con una risita:
—Aunque si lo hace, prometo no cortarle la corbata. Todavía.
Alejandro, esa noche, apareció en la gala con un estilo impecable y relajado que llamó la atención de todos. Los flashes no paraban.
Y mientras estrechaba manos y sonreía para las cámaras, no podía dejar de pensar en una pelirroja que lo había mandado a dejar el ego en el perchero.