"No todo lo importante se dice en voz alta. Algunas verdades, los sentimientos más incómodos y las decisiones que cambian todo, se esconden justo ahí: entre líneas."
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Marina, mi primer amor.
...Nueva novela, nuevo yo, espero está si dure....
...©AuraScript ...
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Me acomodo en el sillón de cuero, el aroma del vino tinto en mi copa se mezcla con el leve olor a cera de las velas que titilan en la mesa. La luz ámbar de la lámpara dibuja sombras suaves en las paredes del restaurante, y el murmullo de las conversaciones a mi alrededor es un eco lejano. Afuera, la noche envuelve la ciudad en un manto oscuro, roto solo por las luces distantes que se cuelan a través de la ventana. Siento el peso de los años en mis hombros mientras miro el líquido carmesí girar en la copa, y mi mente se pierde en un pasado que aún quema como brasas bajo la ceniza.
Yo era apenas un niño de 14 años, un mocoso rebelde que no le tenía miedo a nada ni a nadie. En la secundaria, era el tipo que se saltaba las clases para trepar los muros del colegio y escaparse a los terrenos baldíos, donde el aire olía a tierra húmeda y gasolina de las motos que robábamos para darnos unas vueltas. Mi cabello era un desastre, siempre despeinado, era temerario, un idiota que se creía invencible, siempre buscando la próxima aventura que me hiciera sentir vivo. Y entonces, en medio de ese caos que era mi vida, apareció Marina Grant.
La conocí en el pasillo del segundo piso, cerca de los casilleros oxidados que olían a metal y sudor adolescente. Ella estaba apoyada contra la pared, con una sonrisa torcida y un cigarrillo sin encender colgando de sus labios. Su cabello pelirrojo caía en ondas salvajes sobre sus hombros, y sus ojos verdes, idénticos a los míos, tenían un brillo que gritaba peligro. Marina era todo lo que yo quería ser y más: indomable, libre, una fuerza de la naturaleza que no se doblegaba ante nadie. Era lo que los chicos de la escuela llamaban una chica "mala", pero no en el sentido barato de la palabra. No, Marina era salvaje de una manera que te dejaba sin aliento, como un huracán que arrasaba con todo a su paso, pero que al mismo tiempo te hacía querer estar en el ojo de la tormenta. Era sensacional, con esa risa ronca que resonaba como un trueno y una forma de caminar que parecía desafiar al mundo entero.
Nos enamoramos con la intensidad ciega de dos adolescentes que no tienen idea de lo que están haciendo. A esa edad, uno no sabe qué es el amor, pero lo que sentía por Marina era un fuego que me consumía por dentro. Cada rincón de mi mundo giraba en torno a ella. Juntos éramos un torbellino: nos colábamos en bares de mala muerte, donde el aire apestaba a cerveza rancia y el suelo estaba pegajoso de mugre; corríamos por las calles a medianoche, con el viento helado cortándonos la piel, gritando hasta que nos dolían los pulmones; y nos besábamos con una desesperación que sabía a menta y a promesas rotas, escondidos en los callejones donde las farolas parpadeaban con luz mortecina. Todo con ella era una primera vez: la primera vez que sentí mi corazón latir tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho, la primera vez que temblé al tocar su piel, la primera vez que entendí lo que era desear a alguien con cada fibra de mi ser.
Pero el destino tiene una forma cruel de recordarte que no eres invencible. Un día, apenas unos meses después de que empezáramos a perdernos el uno en el otro, Marina me tomó de la mano y me llevó al patio trasero de la escuela, donde el césped estaba lleno de maleza y las bancas de madera estaban astilladas. El cielo estaba cubierto de nubes grises, y el aire olía a lluvia inminente. Me miró con esos ojos verdes que podían ver a través de mí, y con una voz que temblaba apenas un poco, me dijo que estaba embarazada. Fue como si el mundo se detuviera. Sentí un nudo en el estómago, un frío que me recorrió la espalda como si me hubieran echado un balde de agua helada. Éramos unos niños jugando a ser adultos, y de repente la realidad nos había golpeado en la cara con la fuerza de un tren.
Estaba muerto de miedo, pero no podía dejar que ella lo viera. Marina siempre había confiado en mí, siempre había creído que yo era más fuerte de lo que realmente era, y no iba a fallarle. Me tragué el pánico que me subía por la garganta y le juré, con toda la convicción que podía reunir, que no la iba a dejar sola. Le prometí que me haría cargo, que estaría con ella en cada paso del camino, que no importaba lo que pasara, íbamos a enfrentarlo juntos. Y lo hice. La acompañé a cada cita médica, sosteniendo su mano mientras el doctor le explicaba cosas que ninguno de los dos entendía del todo, con el olor a desinfectante del consultorio pegándose a mi ropa. Estuve con ella cuando las náuseas la hacían doblarse de dolor, trayéndole agua y acariciándole la espalda mientras ella intentaba no derrumbarse. Pasé noches sin dormir, pensando en cómo demonios iba a cumplir todas esas promesas que le había hecho, pero cada vez que la miraba, veía esa calma en sus ojos, una confianza tan absoluta en mí que me hacía sentir que tal vez, solo tal vez, podríamos salir adelante.
Marina, a pesar de todo, parecía estar en paz. Mientras yo me ahogaba en mis propios miedos, ella tenía esa serenidad que me desarmaba. Confiaba en mí de una manera que me hacía querer ser mejor, ser el hombre que ella creía que yo era. Y por un momento, mientras la veía dormir con la cabeza apoyada en mi pecho, con el sonido de su respiración llenando el silencio de mi cuarto, sentí que tal vez lo lograríamos.