Pia es vendida por sus padres al clan enemigo para salvar sus vidas. Podrá ser felíz en su nuevo hogar?
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capítulo 10
Leonardo De Santi era un hombre que no perdonaba. Y menos si lo atacaban en su propia casa. Lo que había ocurrido con Pia no solo había sido una provocación del clan Mancini, sino una afrenta directa contra su poder, su autoridad, su nombre. Nadie entraba en su territorio y salía vivo. Nadie tocaba lo que él consideraba suyo.
La mañana siguiente al ataque, el clima en la mansión era tenso. Los hombres de seguridad revisaban cada rincón, cada cámara, cada centímetro de perímetro. Leonardo convocó a su círculo más cercano en la sala del consejo, una habitación oscura con paredes de madera, lámparas de cristal y mapas colgados.
Francesco fue el primero en entrar.
—¿Alguna novedad? —preguntó, sentándose a su derecha.
—Sí —respondió Leonardo, sin rodeos—. Vamos a responder.
El silencio cayó como una losa.
—¿Querés guerra abierta? —preguntó Francesco.
—Quiero justicia. —Los ojos celestes de Leonardo ardían—. Quiero que los Mancini entiendan que atacar a una De Santi es sellar su sentencia de muerte.
Los otros hombres asintieron. Vittorio, que también estaba presente, miró a Leonardo con atención. No dijo nada. Sabía que, una vez que Leonardo tomaba una decisión, no había marcha atrás.
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La información no tardó en llegar. Un informante, que le debía favores al clan De Santi, avisó que tres hombres del clan Mancini —los responsables del ataque— estaban escondidos en una vieja fábrica abandonada a las afueras de Roma. Habían huido la noche del atentado, heridos, y se refugiaban allí mientras esperaban que sus superiores los sacaran del país.
—Podemos entrar esta misma noche —dijo Francesco, señalando el plano del galpón—. Dos entradas, una al sur y otra al oeste. Si vamos con seis hombres, los rodeamos.
Leonardo asintió.
—Quiero a los tres muertos. Nada de negociaciones. Nada de advertencias. Si hay más gente dentro, también mueren.
Francesco lo miró fijamente.
—¿Estás seguro?
—Estoy harto de poner la otra mejilla.
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El cielo estaba gris, casi plomizo. El viento agitaba los árboles secos que rodeaban la vieja fábrica textil. La zona llevaba años abandonada, y nadie se atrevía a pasar de noche por allí. Pero los De Santi no temían a la oscuridad. Ellos eran la oscuridad.
Leonardo iba al frente, vestido de negro, con una chaqueta larga que le cubría hasta los muslos y una pistola automática en el cinto. Francesco lo seguía con dos de los mejores hombres del clan. Vittorio iba por el flanco izquierdo, junto a otros dos guardaespaldas.
Se dividieron en dos grupos, como habían planeado.
El silencio era absoluto.
Francesco dio la señal.
—Entramos.
En cuestión de segundos, las puertas fueron forzadas y los hombres irrumpieron en el interior del galpón. El olor a humedad y óxido impregnaba el ambiente. Había cajas viejas, restos de máquinas oxidadas y un par de colchones tirados en un rincón.
Un ruido. Un susurro. Y luego, gritos.
—¡De Santi, hijos de puta!
Uno de los Mancini apareció desde la sombra con una escopeta, pero Leonardo fue más rápido. Disparó dos veces. El cuerpo cayó de espaldas, sin vida.
—¡Cuidado! —gritó Vittorio, cuando el segundo atacante intentó escapar por una ventana rota.
Francesco le disparó en la pierna. El tipo cayó al suelo, gimiendo.
—¡No me maten! ¡No sabía que era la hija! ¡No lo sabía!
Leonardo se acercó con calma. Lo miró desde arriba.
—¿Vos me estás diciendo que le disparaste a una mujer desarmada sin saber quién era?
El hombre apenas podía respirar del dolor.
—¡Fue una orden! ¡Del viejo Mancini! ¡Yo no…!
Bang.
Leonardo le voló la cabeza sin vacilar.
Silencio.
El tercer atacante intentó correr hacia la salida, pero Vittorio lo interceptó. Se trenzaron en un forcejeo brutal. El Mancini sacó una navaja, pero Vittorio lo desarmó con una llave rápida. Lo tiró al suelo y lo inmovilizó.
—Lo tenemos —dijo, mirando a Leonardo.
Leonardo se acercó. Se agachó frente al prisionero.
—¿Cuál de ustedes fue el que disparó?
El hombre dudó. Tenía la cara llena de sudor y sangre. Sus ojos estaban desorbitados.
—Fue Gianni… el primero. El que mataste.
Leonardo lo miró un segundo. Luego, se puso de pie.
—Entonces vos vivís.
Francesco lo miró sorprendido.
—¿Lo vas a dejar ir?
Leonardo sonrió, pero sin calidez.
—No. Le voy a dar un mensaje para que lo lleve a su jefe.
Y sin más, le disparó en ambas piernas.
El hombre gritó como un animal herido. Leonardo se agachó de nuevo y le susurró al oído:
—Volvé arrastrándote a casa. Y decile a Mancini que la próxima vez que cruce mi frontera, le corto la cabeza y se la mando a su hijo en una caja.
Luego se levantó y le hizo una seña a sus hombres.
—Vámonos.
Vittorio se quedó mirando al hombre retorciéndose en el suelo. En su interior, una sensación amarga crecía. No por el castigo —lo entendía, era parte del código—, sino por lo que representaba.
Una guerra no había terminado. Apenas comenzaba.
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De vuelta en la mansión, el ambiente era distinto. Los hombres habían regresado con la misión cumplida, pero sabían que el clan Mancini no se quedaría de brazos cruzados.
Pia estaba en su habitación, leyendo, cuando escuchó el motor del auto de Leonardo. Se levantó, inquieta. Quería saber qué había hecho. Temía por lo que pudiera pasar después.
Leonardo subió las escaleras con pasos lentos. No llamó a la puerta. Entró sin más.
—Ya están muertos —dijo.
Pia lo miró, desconcertada.
—¿Quiénes?
—Los que intentaron matarte.
Ella tragó saliva.
—¿Y eso qué significa? ¿Ahora debo darte las gracias?
Leonardo se acercó, serio.
—Significa que ahora sabés lo que pasa cuando alguien se mete con vos.
Pia lo miró. Había algo frío en sus palabras, pero también un dejo de protección brutal. Como si su forma de cuidar fuera esa: la violencia.
—Yo no pedí esto —dijo, con la voz tensa.
—Pero lo tenés. Y mientras estés conmigo, nadie te va a tocar. Nunca más.
Ella bajó la mirada. No podía sentir gratitud, pero tampoco podía ignorar que, en esa oscuridad en la que estaba inmersa, Leonardo era el único que imponía respeto.
—Vittorio me salvó primero —dijo, en voz baja.
Leonardo frunció el ceño.
—Lo sé.
Y sin decir más, se dio vuelta y se fue, cerrando la puerta con fuerza.
Pia se dejó caer sobre la cama, confundida. El peligro, la sangre, la tensión, todo formaba parte de su nuevo mundo.
Y en ese mundo, Leonardo era una amenaza… pero también un escudo.
Autora te felicito eres una persona elocuente en tus escritos cada frase bien formulada y sutil al narrar estos capitulos