Cathanna creció creyendo que su destino era convertirse en la esposa perfecta y una madre ejemplar. Pero todo cambió cuando ellas llegaron… Brujas que la reclamaban como suya. Porque Cathanna no era solo la hija de un importante miembro del consejo real, sino la clave para un regreso que el reino nunca creyó posible.
Arrancada de su hogar, fue llevada al castillo de los Cazadores, donde entrenaban a los guerreros más letales de todo el reino, para mantenerla lejos de aquellas mujeres. Pero la verdad no tardó en alcanzarla.
Cuando comprendió la razón por la que las brujas querían incendiar el reino hasta sus cimientos, dejó de verlas como monstruos. No eran crueles por capricho. Había un motivo detrás de su furia. Y ahora, ella también quería hacer temblar la tierra bajo sus pies, desafiando todo lo que crecía.
NovelToon tiene autorización de lili saon para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
CAPÍTULO NUEVE: JUEGO DE AMORES
Anne le hizo un gesto discreto para que se acercara, y aunque Cathanna dudó por un instante, finalmente obedeció. Caminaron juntas hacia un rincón apartado, lejos de las voces que parecían debatir sobre ella, como si no fuera más que un objeto, una pieza de carne en exhibición. Escuchó algunos fragmentos de las conversaciones: halagos vacíos, comentarios sobre su apariencia, especulaciones sobre el matrimonio que estaba a unos meses de sellarse.
—Mi amor. —Formó una gran sonrisa—. Esta es una gran oportunidad para ti. Orpheus es un hombre encantador. Te prometo que con él estarás feliz y te dará la vida que te mereces.
—¿Estás segura de eso, madre? —La miró directamente, sin molestarse en ocultar su escepticismo—. Orpheus parece un hombre tan arrogante.
—Solo necesitas conocerlo mejor. Sabes que ni tu padre ni yo permitiremos que te casaras con alguien que no pudiera darte más de lo que nosotros mismos te hemos dado.
—Pero madre. —Apretó ligeramente las manos de ella—. Hay otras personas que tienen mucho más que ofrecerme. ¿Por qué no puedo elegir yo? No sé, tal vez por… amor.
—El amor no sirve, hija —sentenció.
—¿Qué dices madre? —parpadeó, desconcertada—. Pero tú te casaste con mi padre por amor…
—¿Amor? —Anne soltó una risa breve, amarga—. Yo nunca estuve enamorada de tu padre. Tenía solo catorce años cuando me casé. Quince cuando quede embarazada de ese hijo que nunca nació. El amor fue solo una ilusión que nos vendimos después para hacer las cosas más fáciles.
Su madre apartó las manos con delicadeza, como si hubiera dicho todo lo que necesitaba decir, dejando a Cathanna con sus pensamientos. Pensaba que el amor movía el mundo. Que sus padres estaban enamorados porque los veía sonreír, tomarse de la mano. Siendo… Felices. Pero ahora todo se derrumbaba a su alrededor.
Miró a su alrededor, recorriendo con la vista a todas las personas presentes. Aunque no era una fiesta masiva, el lugar estaba lleno de caras conocidas: amigos de la familia, figuras importantes de la sociedad, y algunos invitados que claramente estaban allí únicamente por cortesía.
—¿Por qué estás tan pensativa, Cathanna?
Ella giró lentamente, encontrando su mirada desafiante.
—Nada importante. Solo pensaba que esto es algo muy lujoso, solo para ser una presentación. Debió haber sido algo más privado, solo con la familia.
—De hecho, pensaba que podría haber sido algo mucho más extravagante. ¿No crees que merezco ser recibido como alguien grande? —Cathanna no pudo evitar una leve sonrisa irónica al escuchar sus palabras—. ¿Qué te ha ocasionado tanta gracia?
—No eres un príncipe o un rey —respondió con calma—-. No puedes pedir que te reciban a lo grande.
—No, claro que no —dijo con un tono casi juguetón—. Pero soy algo aún más importante para algunas personas. Y claro que lo merezco.
Cathanna levantó una ceja, sin saber si su respuesta era una provocación o una autoafirmación. Apenas lo conocía y ya estaba cansada de esa faceta de él, de esa necesidad constante de hacer ver a los demás como simples personas, mientras que él se creía un rey sin corona, ni un reino, ni nada.
Sin embargo, sabía que se encontraba atrapada en ese mismo mundo, uno en el que las apariencias lo eran todo y la humildad no tenía cabida.
—¿Para tu padre? —atacó, sin ocultar el tono sarcástico en su voz—. Eres su hijo, es obvio que le resultará importante todo acerca de ti.
—Tienes razón —admitió con una inclinación de cabeza—. Para mi padre, claro. Pero hay quienes ven más allá de eso, Cathanna. Yo soy más que el hijo de un ministro.
—Eso parece ser lo único que ves, ¿no? —dijo, manteniendo su tono cortante—. Un título, una herencia, algo que te define.
—Algunas personas entienden el valor de los títulos. Pero si no los comprendes, no te preocupes, Cathanna. Yo te enseñaré.
—No necesito un tutor.
—Tengo mucho trabajo que hacer contigo.
—¿Mucho trabajo conmigo? —rio bajo—. No te preocupes, querido. Mis padres me enseñaron muchas cosas.
—Lo hicieron como un padre educa a sus hijos. Yo lo haré como tu esposo. Como tu nuevo dueño.
—Creo que vives dentro de una burbuja de superioridad.
—¿Y tú no lo haces? —Se acercó más—. Eres la hija de Vermon, un miembro del consejo. Todos te conocen por eso. Todos saben que dentro de tu pequeña cabecita solo hay reglas de cómo ser bonita, cómo hablar, cómo servir. Has vivido con lujos toda tu vida. No eres tan diferente a mí, Cathanna.
—Soy más que la hija de Vermon.
—No te engañes, Cathanna. Siempre serás "su hija", nada más. No tienes relevancia propia, solo la que te da tu apellido. Y después... serás mi esposa. La madre de mis hijos —remarcó la última palabra, sin dejar de mirarla como si fuera menos que él.
Cathanna cerró los ojos, apretando los puños con fuerza. Deseaba lanzarse sobre él y golpearlo con toda la energía que su cuerpo le permitiera. Ya había escuchado comentarios como ese antes. No le habían importado… hasta que conoció a Katrione.
Fue ella quien le enseñó a ver el mundo de otra manera, una en la que las mujeres no estaban relegadas a las sombras, esperando órdenes de un hombre. Le costó aceptarlo. Al final, había sido criada bajo esa mentalidad y creyó que era la única forma de vivir.
—No dejaré que nadie me diga quién soy —afirmó—. Puedo ser una gran madre y ser reconocida por ello, pero eso no significa que sea lo único que defina mi vida.
—¿Y qué harás para cambiar eso? —soltó una risa cínica —-. ¿Te volverás un hombre para que te reconozcan como algo importante?
—Puedo hacer muchas cosas para que me reconozcan por quién soy.
—Buena suerte con eso. Lo lograrás el día de tu muerte. Ahí, por fin, todos sabrán tu nombre… y no solo como "la esposa de".
—Idiota.
—¿Solo por decir la verdad? No seas dramática.
—Es solo tu verdad.
Katrione se acercó. Orpheus la observó con desdén, el asco reflejado en cada facción de su rostro. Sus labios se torcieron en una mueca de desprecio antes de dar un paso atrás, como si su mera presencia lo contaminara.
—¿Puedo hablar con mi amiga?
Orpheus soltó una risa burlona antes de fijar su mirada en Katrione.
—¿Esta prostituta es tu amiga? —espetó con desdén.
Cathanna apretó la mandíbula, conteniendo su enojo.
—Su nombre es Katrione, no "está prostituta" —respondió con desprecio.
Orpheus chasqueó la lengua, sacudiendo la cabeza.
—Deberías considerar mejor tus amistades. No es posible que una mujer tan pura como tú se relacione con alguien como ella… alguien que ha tenido más penes en su boca de lo que tendrá pan.
Katrione rio con sorna, cruzándose de brazos.
—¿Ahora soy solo eso? —contraatacó con una mueca divertida—. ¿Quieres que te recuerde cuántas veces fuiste al paraíso y terminamos compartiendo la misma cama? Aquí te haces el pulcro, el hombre honorable que no mata ni una mosca, pero afuera… eres solo uno más de los que pagan por sexo.
El rostro de Orpheus se tensó.
—¿Es en serio qué haces eso? —Cathanna mostró su repulsión.
—Yo puedo hacer lo que quiera —respondió con indiferencia. Luego, alzó una mano y rozó el rostro de Cathanna con la punta de los dedos—. Solo espero que tú… —hizo una pausa, inclinándose hacia ella— no hayas tenido ningún encuentro sexual.
Cathanna sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero no se apartó.
—Porque si lo hiciste —susurró Orpheus contra su oído—, seré capaz de matarte. Y sabes que ni tu familia ni nadie tendrá derecho a juzgarme por lo que haga con mi mujer.
Cathanna tragó saliva.
—Ahora mejor reunamos con nuestras familias. Y espero, Cathanna, que te alejes de esta maldita mujerzuela.
—Tú no me das órdenes.
—Pero lo haré cuando nos casemos. Camina ya, Cathanna.
Los minutos pasaban con una lentitud exasperante. Cathanna deseaba escapar de aquel lugar, pero la mano de Cristopher en su cintura la mantenía anclada, como si fuera su propiedad. Su madre, a su derecha, parloteaba sin cesar sobre lo emocionada que estaba por el compromiso, sin notar—o sin importarle—lo tensa que estaba su hija.
Miró a Katrione, quien conversaba con un hombre mucho mayor que ella. Él tenía una expresión calculadora, con una clara intención en mente. Ella, en cambio, solo jugaba con él, disfrutando de la burla silenciosa. Por qué, ¿qué se creía ese hombre? ¿Por ser una prostituta, una mujer que encontraba formas de sobrevivir—aunque no de la mejor manera—, eso significaba que ansiaba involucrarse con cualquier hombre solo por placer?
La idea le resultaba ridícula. Katrione no era como ellos pensaban. Nunca lo había sido. Era más que una prostituta de cuerpo bonito. Era una persona que se preocupaba por los suyos. Aunque eso no la excluía de ser intensa cuando quería algo.
—¿Acaso no tienes esposa? —le pregunto ella, dándole un sorbo a su bebida —. Estás aquí, hablando conmigo, sin importarte nada.
—No le molesta si me involucro con otras mujeres. —Tomó un sorbo de su copa de vino.
—¿No le molesta o simplemente le pegas cuando habla? —pregunto con burla.
—Ese no es problema tuyo —respondió con tono arisco —. No preguntes tanto sobre mi esposa. No me acerque a ti para eso.
—¿Y para qué entonces?
—Solo quería proponerte irnos por ahí. Ya sabes a qué.
Ella asintió soltando una risa de burla. Se giró y se alejó de aquel hombre, dejándolo con una expresión de incredulidad, al tiempo que la puerta de atrás se abría, revelando a un hombre alto, de porte firme, con el cabello rizado perfectamente colocado sobre su cabeza, sin llegar a ser largo. Sus ojos grises recorrieron la sala con calma, aunque carecían de la intensidad cristalina que caracterizaba a su hermana.
—Xaren, cariño, ¿por qué no nos avisaste que vendrías hoy? —preguntó su madre, sorprendida, cuando él llegó con ellos.
—Envié una carta, pero creo que se perdió en el camino —respondió Xaren con una sonrisa desinteresada—. ¿Y por qué han realizado esta no tan pequeña reunión?
—La hicimos para que tu hermana conociera a su pretendiente —respondió con una felicidad cegadora—. Y es Orpheus.
Xaren dirigió su mirada al hombre de porte elegante que tenía frente a él. Su barba, algo larga y bien cuidada, le daba un aire distinguido, pero él solo pudo suspirar pesado. A Cathanna no le gustaban los hombres con barba, y no dudaba que, en cuanto se quedaran a solas, su hermana se quejaría con el mismo tono exagerado de siempre, ese que a él tanto le divertía.
Reprimiendo una sonrisa, extendió la mano y la estrechó con la del hombre en un saludo firme, manteniendo la expresión neutral.
—Es un gusto conocer a la familia de mi prometida —dijo el hombre con una sonrisa calculada.
—No tengo un anillo que me identifique como tu prometida —atacó Cathanna sin vacilar. Xaren, sin poder evitarlo, soltó una risa disimulada, ocultándola tras una leve tos.
—No te preocupes por eso, querida —respondió Orpheus con una calma ensayada, inclinándose apenas hacia ella—. Todo a su debido tiempo.
Un presentimiento extraño le oprimía el pecho, una sensación inquietante que no podía identificar. Su estómago se sentía pesado, como si una piedra se hubiera instalado en su interior. Las náuseas comenzaban a formarse lentamente, amenazando con subir hasta su garganta.
—Relájate —pronunció en su oído, aferrándose más a su cintura —. Te notó muy tensa.
—Tal vez lo estoy porque tienes tu mano en mí.
—¿Cuál es el problema en eso?
—El problema es que no me siento cómoda.
—Tengo la sensación de que eres una dramática.
—Sí, claro. Dramática solo por no querer algo.
Desvió la mirada, buscando un escape. Su padre sonreía con satisfacción mientras intercambiaba palabras con el ministro. Xaren se había alejado, aunque no demasiado; conversaba animadamente con Katrione. No eran los mejores amigos, pero siempre que podían, usaban el tiempo para divertirse.
Las conversaciones se fueron apagando, una a una, hasta que solo quedó el eco del silencio. Y luego, la música cesó. El peso de docenas de miradas cayó sobre ella como una avalancha invisible, erizándole la piel. Algo estaba ocurriendo, pero su mente iba un paso detrás de los hechos.
Sintió el brazo de Orpheus deslizarse lejos de su cintura. Demasiado rápido. Retrocedió por instinto, pero antes de que pudiera reaccionar, él ya estaba frente a ella. Tomó sus manos entre las suyas, sujetándolas con firmeza.
—¿Qué haces? Todos nos ven.
Orpheus tomó aire y le dedicó una sonrisa medida, de esas que parecían ensayadas hasta la perfección. Sus manos apretaron con suavidad las de Cathanna, como si, quisiera transmitirle seguridad, pero todo en él se sentía demasiado calculado. Deseaba alejarse, pero sus pies estaban plantados en la tierra.
—Cathanna, desde el momento en que nuestras familias decidieron unirse, supe que el destino nos había trazado un camino juntos. —Su voz resonó en el silencio absoluto de la sala.
Ella sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No quería que su mente tuviera razón. Las náuseas se hicieron más fuertes. Apretó su garganta para no dejarlas escapar de su cuerpo.
—Eres todo lo que un hombre podría desear —continuó él, sin notar o sin importarle su incomodidad—. Hermosa, inteligente y con una nobleza que inspira. Serás la esposa perfecta y madre ejemplar que necesito para formar a mi familia. Por eso, ante todos los presentes, quiero sellar nuestra unión como debe ser.
Orpheus se arrodilló frente a ella. Un murmullo emocionado recorrió la sala. De su traje sacó una pequeña caja de terciopelo carmesí que tenía la forma de unas majestuosas alas de dragón, envueltas alrededor de su contenido, como si protegieran un tesoro sagrado.
—Cathanna D'Allessandre… ¿Aceptas convertirte en mi esposa?
Separó las alas, cada una desplegándose suavemente hacia los lados. En su interior, sobre un delicado cojín de terciopelo escarlata, reposaba el anillo. Un diamante puro, resplandeciente como una estrella atrapada, se alzaba en el centro de la montura de oro, rodeado de pequeños cristales.
Muchas sonrisas surgieron al verlo, pues todos decían que un compromiso sin diamante estaba condenado al fracaso.
—Yo…
Ella quería que la tierra se la tragara. Que todo esto no fuera real. Pero lo era. Orpheus estaba de rodillas frente a ella, sosteniendo un anillo, esperando una respuesta que no quería dar.
Su mirada buscó instintivamente a su madre, como si en ella pudiera encontrar un resquicio de compasión. Pero lo único que halló fue esa sonrisa que comenzaba a odiar y una mirada severa, cargada de expectativa. No tenía opción. Volvió la vista a Orpheus. Respiró hondo.
—Acepto…
Él sonrió.
El anillo fue deslizado en su mano derecha y encajó a la perfección, como si hubieran tomado sus medidas con precisión. Los aplausos no tardaron en llenar la sala, pero ella apenas los escuchaba. Todo sonaba distante, amortiguado, como si estuviera atrapada en un sueño del que no podía despertar.
—La perfectamente imperfecta Cathanna se casará —soltó Abigaíl, su prima con desdén —. Esperemos que como esposa por lo menos hagas las cosas bien porque bailando es pésima.
—Por supuesto que las haré —su mirada recorrió a su prima, con depresión —. Deberías preocuparte por buscar alguien que te soporte, y no por mí, primita.
Abigaíl rodeó los ojos mientras llevaba el vino a su boca.
Cathanna cerró los ojos con fuerza, conteniendo las náuseas que amenazaban con subir por su garganta. Respiró hondo, obligándose a recuperar el control. Cuando volvió a abrirlos, su mirada se cruzó con la de su hermano. Él estaba rígido, la mandíbula tensa, los puños apretados.
Nadie había intentado nunca decidir por él, nunca le habían impuesto un camino que no quisiera recorrer. Nadie se atrevía a escribir su destino en una hoja que no era suya. Pero a ella sí. Toda su vida había sido trazada con una pluma que jamás sostuvo en sus propias manos. Cada decisión había sido tomada por otros, cada paso marcado antes de que siquiera pudiera alzar la mirada para ver hacia dónde la dirigían.
—Cathanna es una chica encantadora. Y, sobre todo, muy obediente —dijo Anne con una sonrisa que no llegaba a sus ojos, clavando la mirada en su hija—. Créeme, no tendrás ningún problema con ella.
Obediente. Como si fuera un animal bien entrenado.
Como si su voluntad no contará, como si su voz no tuviera peso.
Orpheus sonrió con satisfacción y apretó su cintura con más confianza, como si esas palabras le hubieran dado derecho a reclamarla en ese mismo instante. Las ganas de darle un puño en el rostro aumentaron.
—Eso espero. No me gustaría tener que lidiar con una esposa terca. Mi madre suele ser así con mi padre. Es tedioso —dijo dándole una mirada de reojo a su pelirroja madre, quien asintió.
Cathanna sintió la sangre hervir en sus venas. Pero no dijo nada. Se limitó a sonreír con una suavidad estudiada, ocultando el veneno tras una máscara de docilidad.
—No te causaré problemas —agregó ella, con una sonrisa fingida—. Nunca lo hago. Te aseguro que conmigo estarás bien atendido.
—Más te vale —respondió él, observándola con ojos calculadores mientras daba un sorbo a su copa de vino—. Eres una mujer inteligente. Sabes cuál es tu lugar.
—Lo sé —susurró—. Y sé exactamente lo que se espera de mí.
Un fuerte olor a hierba inundó el lugar, pero la única persona ahí capaz de sentirlo era ella, quien buscó con la mirada el lugar de origen. El olor se hizo más intenso, más fuerte, causándole un leve ardor en sus fosas nasales.
—¿Qué es ese olor tan fuerte?
—¿Qué olor? —Arrugó la nariz, dirigiendo su mirada a ella —. Solo huele a frutas y el olor del vino.
—No, es algo más. Pero no sé de dónde viene.
—Puede que sea producto de tu imaginación.
Ella asintió, pero la sensación de ese olor adentrarse por sus fosas era difícil de ignorar. Un extraño miedo le llegó, como si algo o alguien estuviera viéndola. Trato de relajar su mente, ignorando ese mal presentimiento.
Algo malo pasaba.