Amaris creció en la ciudad capital del magnífico reino de Wikos. Como mujer loba, fue entrenada para proteger su reino por sobre todas las cosas ya que su existencia era protegida por la corona
Pero su fuerza flanquea cuando conoce a Griffin, aquel que la Luna le destino. Su mate que es... un cazanova, para decirlo de esa manera
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El Nigromante de las Sombras
Griffin solo vio como la extraña guardia se iba y sintió una necesidad increíble de atraerla hacia él y abrazarla. Parecía tan vulnerable hace un momento y su voz temblaba. Juntarse con Amaris se habia convertido en una costumbre bienvenida en su rutina. No saltaba por sus huesos como la mayoría de las mujeres que ansiaban sus tesoros si no que le hablaba con franqueza, pero con una mirada especial en los ojos que Griffin aun no sabia que significaba pero que quería averiguar
Deseaba a la mujer, no lo negaría. Nunca habia visto a una mujer con el cabello rojo y le picaba la curiosidad si todo su cuerpo tendría aquel cabello extravagante. Deseaba poseer su cuerpo pero se divertía analizándola, descubriendo su forma de ser. Era especial, habia algo en ella que le llamaba como la polilla a la llama, solo esperaba no quemarse
¿Cosas que no comprende? Griffin habia visto mucho en el mundo así que tenia curiosidad si el mundo tenia mas para enseñarle. Ya con 23 años habia matado más seres oscuros que la mayoría en toda su vida, pero el mundo es grande y él quiere saber más
Salió de la calle y camino hacia su casa, sintiendo el llamado de su gran señor Herodio. Su ser se incendio ante la anticipación de una nueva misión. Estas semanas habían sido tranquilas, solo elimino algunos bandidos y le dieron las respectivas monedas de oro, pero ansiaba volver a los caminos junto a Azrael para eliminar la oscuridad de este mundo
La sala de Griffin estaba sumida en la penumbra, iluminada solo por el fuego púrpura del brasero que ardía en su sótano. Las llamas danzaban en espirales irregulares, como si tuvieran vida propia, proyectando sombras fantasmales en las paredes de piedra. Herodio le había encomendado una nueva misión. Esta vez, el enemigo era un nigromante que había estado reviviendo a los muertos para aterrorizar las aldeas cercanas a Torken, un poblado en las tierras lejanas. El peligro era considerable, pero Griffin sentía una extraña satisfacción burbujeando en su pecho. Las misiones más desafiantes siempre le brindaban el mayor sentido de propósito.
Se arrodilló frente al brasero, sus ojos fijos en el fuego, esperando el resto de las indicaciones. Las llamas chisporrotearon, y por un breve instante, el rostro cadavérico del nigromante apareció en las llamas. La sensación de oscuridad que emanaba de él era casi palpable, como si intentara ahogar la luz en la habitación. Griffin sonrió para sí mismo. La oscuridad siempre intentaba prevalecer, pero él había sido forjado por el fuego de Herodio. Cada batalla que libraba era un testimonio de la devoción que sentía hacia su dios.
Se puso en pie, dejando que la excitación de la misión llenara cada rincón de su ser. Caminó hacia su habitación, donde su espada sagrada descansaba junto al cofre encantado que contenía algunos de sus tesoros más valiosos. Abrió el cofre usando la gota de sangre que siempre derramaba en la cerradura encantada y revisó su equipo: joyas con propiedades mágicas, pergaminos de protección y su armadura ligera, que le permitía moverse con rapidez. Guardó cuidadosamente algunos objetos, sabiendo que, en una batalla contra un nigromante, la magia negra siempre podría cambiar el curso de las cosas.
Con su espada colgando a un lado, su arco y flechas en la espalda, y su daga oculta en la bota, Griffin estaba listo para partir.
El camino a Torken era largo y solitario, pero para Griffin, cada segundo de ese viaje era una oportunidad para sintonizarse con su misión. Azrael, su fiel caballo negro, avanzaba con paso firme por los senderos desolados. Los árboles que bordeaban el camino parecían más sombríos de lo habitual, como si la presencia del nigromante hubiera contaminado la tierra misma. El viento soplaba frío, llevando consigo el eco de las criaturas que ahora vagaban bajo el control del nigromante.
El primer día de viaje fue tranquilo, con el sonido de los cascos de Azrael golpeando la tierra como el único acompañante de Griffin. La monotonía del trayecto le permitió reflexionar sobre las muchas batallas que había librado, pero esta vez era diferente. Había algo en la misión que lo inquietaba, una sensación que no había sentido antes. No era miedo, pero había algo en la idea de enfrentarse a un mago que controlaba a los muertos que provocaba una sensación de incomodidad. Sin embargo, esa incomodidad no lo debilitaba; al contrario, lo mantenía alerta.
El segundo día de viaje, la atmósfera se volvió aún más densa. El aire se sentía pesado, como si estuviera cargado de magia oscura. Los árboles parecían inclinarse hacia él, sus ramas retorcidas extendiéndose como dedos esqueléticos. Griffin se detuvo un momento para observar su entorno, notando que el bosque estaba en completo silencio. Ni el viento ni los pájaros se atrevían a romper esa quietud. La presencia del nigromante estaba más cerca.
A pesar de la oscuridad que lo rodeaba, Griffin sentía la luz de Herodio arder dentro de él. La anticipación crecía en su interior, como un fuego que no podía ser extinguido. Apretó el mango de su espada, recordándose a sí mismo que él era el portador de la luz, el cazador destinado a erradicar las criaturas de la oscuridad. Ningún nigromante, por poderoso que fuera, podría oponerse a la voluntad de su dios.
Al caer la tarde del segundo día, llegó a las ruinas que el brasero de Herodio le había señalado en la visión. El antiguo monasterio se alzaba como un gigante moribundo, sus paredes cubiertas de musgo y sus ventanas rotas como ojos vacíos que miraban al vacío. Había una energía maligna en el aire, palpable, como si el lugar respirara muerte y descomposición.
Griffin desmontó de Azrael, acariciando su cuello para tranquilizar al caballo. Sabía que no podía llevarlo más allá. Amarró al corcel a un árbol cercano y comenzó a avanzar lentamente hacia las ruinas, su espada brillando con una luz tenue en la oscuridad. A medida que se acercaba, el silencio fue reemplazado por susurros. Voces distantes, ininteligibles, como si los espíritus de los muertos estuvieran observando su llegada.
La primera oleada de cadáveres no tardó en aparecer. Los cuerpos deformes de antiguos monjes y campesinos, con la piel grisácea y los ojos vacíos, surgieron de entre las sombras. Griffin sintió cómo la adrenalina comenzaba a recorrer su cuerpo. Su respiración se aceleró, y el mundo a su alrededor pareció ralentizarse. Podía oír los crujidos de las articulaciones muertas al moverse, el arrastre de pies descalzos contra la piedra.
"Ahora comienza el verdadero desafío", pensó Griffin, su cuerpo tensándose en preparación para la lucha.
Con un grito de guerra que resonó en la noche, desenvainó su espada completamente, y esta respondió con un destello de luz dorada. La primera criatura se abalanzó sobre él con una rapidez sorprendente para un cadáver, pero Griffin ya estaba en movimiento. Con un corte preciso, su espada atravesó la carne podrida del ser, y en el mismo instante, el fuego sagrado lo envolvió, reduciendo al cadáver a cenizas en cuestión de segundos.
No había tiempo para regodearse en la victoria. Otro cadáver se lanzó desde un lado, y Griffin giró sobre sus talones, bloqueando el ataque con su brazo y clavando su espada en el torso de la criatura. El fuego purificador de Herodio ardió una vez más, incinerando al monstruo antes de que pudiera hacerle daño.
La batalla continuó en una serie de movimientos fluidos y letales. A cada paso que daba, más cadáveres surgían de las sombras, pero cada uno caía ante el filo de su espada. La satisfacción comenzó a crecer en su pecho con cada golpe. La adrenalina bombeaba a través de sus venas, y el sudor cubría su frente, pero no sentía cansancio. Esto era lo que vivía para hacer. Era el cazador, el ejecutor de la luz divina en un mundo plagado de oscuridad.
Finalmente, el nigromante hizo su aparición.