En Halicarnaso, una ciudad de muros antiguos y mares embravecidos, Artemisia I gobierna con fuerza, astucia y secretos que solo ella conoce. Hija del mar y la guerra, su legado no se hereda: se defiende con hierro, sombra y espejo.
Junto a sus aliadas, Selene e Irina, Artemisia enfrenta traiciones internas, enemigos que acechan desde las sombras y misterios que el mar guarda celosamente. Cada batalla, cada estrategia y cada decisión consolidan su poder y el de la ciudad, demostrando que el verdadero liderazgo combina fuerza, inteligencia y vigilancia.
“Artemisia: Hierro, Sombra y Espejo” es una epopeya de historia y fantasía que narra la lucha de una reina por proteger su legado, convertir a su ciudad en leyenda y demostrar que el destino se forja con valor y astucia.
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Capítulo 9: El Precio del Juramento
Capítulo 9: El Precio del Juramento
I. El Oráculo del Mar
La noche había caído sobre Halicarnaso como un manto pesado, teñido de un azul tan oscuro que parecía absorber la luz de las antorchas. El mar rugía inquieto, como si compartiera un secreto con los dioses y quisiera impedir que los hombres lo escucharan. Artemisia avanzaba sola hacia el templo del Oráculo Marino, construido en los acantilados donde las olas se estrellaban con furia.
El templo era antiguo, mucho más viejo que su dinastía. Las columnas estaban erosionadas por la sal, cubiertas de líquenes y grabados que hablaban de reyes olvidados y pactos sellados con criaturas abisales. Nadie entraba allí salvo los iniciados. Incluso Selene y la fiel Irina habían sido obligadas a esperar afuera.
La reina encendió una lámpara de aceite y descendió hacia la cámara central. El aire olía a algas podridas, a sangre seca y a marisma cerrada. Al final del pasillo, el Oráculo aguardaba: una anciana de piel arrugada, los ojos blancos y los labios teñidos de azul. Su voz sonaba como agua goteando sobre piedra.
—Has sellado tu reino con hierro, sombra y espejo —susurró—. Pero todo hierro se oxida, toda sombra se disipa, y todo espejo termina por quebrarse.
Artemisia no tembló. Había venido buscando respuestas y estaba dispuesta a pagarlas.
—Dime entonces —exigió, con la voz firme—: ¿cómo puedo impedir que el ciclo consuma lo que he construido?
El Oráculo hundió las manos en una vasija de agua marina mezclada con sangre de delfín y respondió:
—Solo hay un precio que el tiempo respeta: sangre por eternidad. Si deseas que tu juramento viva más allá de tu carne, deberás entregarlo al linaje. Un pacto de sangre que ate a tus descendientes hasta el último eco.
El silencio se alargó. El eco del mar golpeando contra las rocas pareció subrayar aquella sentencia. Artemisia sabía que lo que se pedía de ella no era solo un sacrificio: era una condena que se extendería siglos.
II. El Ritual de Sangre
Esa misma noche convocó a la Hermandad del Juramento. Selene Claes, la sombra más leal, y la fiera Irina Jenos, brazo de hierro de la reina, acudieron con solemnidad. El templo secreto, oculto bajo el palacio, se abrió con llaves bañadas en sal y ceniza.
La cámara ritual estaba cubierta de mosaicos que mostraban dioses con rostros de pez, sirenas coronadas y serpientes marinas enroscadas a cetros. En el centro, sobre un altar de piedra negra, descansaba el Espejo de Oricalco, envuelto en telas sagradas.
—Esta noche —proclamó Artemisia— no hablamos como reinas ni como soldados, sino como juramentados. El Hierro, la Sombra y el Espejo deben ser más que símbolos. Deben ser legado.
Selene asintió en silencio, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de fe y temor. Irina, en cambio, golpeó el suelo con su lanza en señal de aceptación.
Artemisia tomó una daga curva, bañada en salmuera y oro. Sin titubeos, cortó la palma de su mano. La sangre cayó sobre el altar, tiñendo el suelo con un rojo oscuro que parecía absorberse en la piedra.
—Que mi sangre sea raíz —dijo con voz solemne—. Que cada gota que se derrame de mi linaje mantenga vivo este juramento.
Luego Selene avanzó. Su sacrificio fue distinto: cortó la piel bajo su costilla, y la sangre manó lenta, como si entregara un secreto oculto en la sombra de su cuerpo.
—Que mi sangre sea velo —murmuró—. Que las sombras nunca abandonen el nombre de Artemisia.
Por último, Irina dejó que la punta de su lanza le abriera la carne del antebrazo. Su sangre golpeó el suelo como un tambor.
—Que mi sangre sea acero —rugió—. Que el hierro nunca se oxide mientras viva el recuerdo de nuestra reina.
Los tres sellaron el ritual colocando sus manos sangrantes sobre el Espejo de Oricalco. La superficie, al recibir aquella mezcla, brilló con un resplandor líquido, mostrando reflejos imposibles: ejércitos marchando bajo banderas negras, navíos con velas manchadas de sangre, y descendientes con coronas que aún no habían nacido.
Artemisia vio un futuro extendido como un océano interminable, y por primera vez sintió miedo.
III. La Advertencia
Cuando las visiones se desvanecieron, el espejo quedó cubierto de grietas luminosas, como si cada línea representara un destino ya escrito. Artemisia se apartó, jadeante, con la daga aún en mano.
—Está hecho —declaró con firmeza—. Nuestro juramento no morirá conmigo.
El templo tembló. El mar afuera rugió más fuerte, como si el propio Poseidón hubiera escuchado aquel desafío. El Oráculo apareció en el umbral, sus pasos arrastrados, su rostro de cal muerta.
—Has asegurado tu nombre más allá de tu vida —dijo—. Pero recuerda, reina: lo eterno es una cadena. No habrá libertad para tus herederos. El hierro pesará sobre ellos, la sombra los consumirá, y el espejo les recordará siempre la serpiente que has coronado.
Selene bajó la mirada. Irina, por primera vez, mostró un destello de duda. Artemisia, sin embargo, levantó el mentón.
—Que así sea —respondió—. Prefiero cadenas que olvidos.
IV. El Juramento Sellado
Al salir del templo, la reina contempló el mar embravecido. El viento agitaba su manto como alas negras. Una idea, medio visión, medio presagio, cruzó por su mente: generaciones futuras luchando bajo su nombre, herederos que portarían no solo la gloria, sino también el peso de aquella noche.
Cerró los ojos y, en silencio, repitió las palabras que ella misma había pronunciado el día en que Halicarnaso ardía:
Hierro para resistir.
Sombra para proteger.
Espejo para vencer.
Pero ahora, en su corazón, sabía que esas palabras ya no eran solo un juramento. Eran una maldición, tallada en la sangre misma de su linaje.
El eco de ese juramento resonó con el rugido de las olas, como si el mar lo hubiera aceptado, guardándolo en su memoria profunda.