Leda jamás imaginó que su luna de miel terminaría en una pesadilla.
Ella y su esposo Ángel caminaban por un sendero solitario en el bosque de Blacksire, riendo, tomados de la mano, cuando un gruñido profundo quebró la calma. Un hedor nauseabundo los envolvió. De pronto, el sendero desapareció; sólo quedaba la inmensidad oscura y una luna blanca, enorme, que parecía observarlos.
—¿Oíste eso? —susurró Leda, el corazón desbocado.
Ángel apretó su mano.
—Debe ser un animal. Vamos, no te asustes.
Pero el gruñido volvió, más cerca. El depredador jugaba con ellos, acechándolos. Un crujido a su derecha. Otro, detrás. Los gruñidos iban y venían, como si se burlara.
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LA MAÑANA DESPUÉS
Leda despertó con un dolor en la espalda y un sabor amargo en la boca. Se incorporó lentamente, recordando dónde estaba. El toldo. Las pieles. El maldito alfa.
Lo buscó con la mirada y lo vio sentado en el centro, desnudo, con las piernas cruzadas y un cuchillo en la mano. Afuera se escuchaban voces, el murmullo de la manada, los aullidos que todavía no lograba asimilar.
Ikki afilaba la hoja sobre una piedra con movimientos lentos y precisos. Su cabello oscuro caía desordenado sobre su frente. Sus músculos tensos, la espalda surcada de cicatrices. Cada movimiento era una advertencia: era peligroso incluso en silencio.
Leda tragó saliva. No quería hablar, pero la rabia le ganó.
—¿Siempre te paseas en bolas o es solo para incomodarme?
Ikki levantó la vista. Sus ojos grises la atravesaron como un cuchillo.
—Este es mi mundo, mujer. Aquí nadie se esconde. Si te molesta, no mires.
—¡Eres un salvaje! —escupió Leda, poniéndose de pie de golpe. Tenía la ropa hecha un desastre, la cara manchada de tierra. Se abrazó el cuerpo, intentando cubrirse más de lo que ya estaba cubierto.
Ikki sonrió apenas, un gesto que la irritó más.
—Anoche parecías más valiente cuando me jalaste el cabello.
El calor le subió a la cara.
—¡Te lo merecías, bestia! ¿Sabes lo que sentí? ¡Miedo! ¡Terror! Pensé que ibas a… —se detuvo, tragándose las lágrimas—. ¿Quién carajos te crees que eres para tratarme así?
El alfa se incorporó despacio. Cada músculo se movía como un animal despertando.
—Soy tu alfa. Y tú eres mi luna.
Leda retrocedió un paso, sintiendo cómo se le helaba la sangre.
—No soy nada tuyo. ¿Me oíste? ¡Nada!
Ikki avanzó un paso. Ella retrocedió otro. Hasta que su espalda chocó contra el tronco del toldo.
—No digas eso, mujer. No en mi presencia. No frente a mi lobo.
Su voz era grave, ronca. Había algo más que palabras: era la fuerza de una naturaleza que ella no entendía, pero que la sometía sin cadenas.
Leda apretó los puños. El corazón le latía con furia.
—¿Y qué vas a hacer, eh? ¿Matarme? ¡Hazlo! ¡Hazlo y acaba con esto de una vez!
Ikki la sostuvo con la mirada. Un silencio denso cayó entre ambos. Después, sin previo aviso, hundió el cuchillo en el suelo, a centímetros de su pie. Leda pegó un salto y gritó.
Ikki se inclinó hacia ella, apoyando una mano contra el tronco, tan cerca que pudo sentir su respiración en el rostro.
—Nunca vuelvas a decir eso. Eres mi luna porque así lo quiso la diosa. No porque yo lo elegí… ni tú tampoco. Pero ya estás aquí. Y si quieres sobrevivir en este mundo… aprenderás mis reglas.
Leda contuvo el aliento. El miedo la ahogaba, pero no quería que él lo notara.
—¿Y si no quiero? —susurró.
Ikki sonrió, mostrando apenas los colmillos.
—Entonces reza para que los rogues te encuentren antes que yo.
Se apartó como si nada, tomó el cuchillo y salió del toldo, dejando tras de sí un aroma a bosque y peligro.
Leda se dejó caer sobre las pieles, temblando de rabia… y algo más que no quería nombrar. No iba a quedarse allí. No iba a ser la luna de nadie.
Y mientras lo juraba, muy en el fondo, su corazón latía con un ritmo que no era suyo… era el de Ikki.