aveces el amor no es lo uno espera
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Capítulo 8 – Aflojar el nudo
Sanar no es un proceso con aplausos ni mariposas.
Sanar es silencioso.
Es como caminar descalza por una casa nueva, reconociendo los rincones, los muebles, el crujido del piso de madera.
Y, a veces, pisás una astilla. Y duele. Pero ya sabés que estás caminando.
Yo ya no dormía con la luz encendida.
Me animaba a comprar sola en la feria.
Le conté a Mirta que me gustaba escribir. Y un día, me trajo una libreta nueva.
—Para tus historias —dijo, sonriendo.
La abracé. Fuerte. Como hacía tiempo no abrazaba a nadie.
Tomás se fue a la ciudad el domingo, como había dicho.
Lo vi cargar su bolso sin hacer ruido, para no interrumpir mi rutina. Pero antes de irse, dejó un mate sobre la caja con una nota que decía:
“No hace falta que hables. Solo compartilo cuando quieras.”
No supe si reír o llorar.
Lo guardé en el estante, al lado de la cafetera.
Ahí quedó, como un símbolo de algo que tal vez, un día, podría ser.
Pasaron cuatro días y volvió.
—Tuve unos trámites… —dijo, como si viniera de comprar pan.
Yo solo asentí.
Después volvió el siguiente fin de semana. Y al otro también.
—¿Ya no vivís en la ciudad? —le pregunté un día, sin pensarlo demasiado.
Él sonrió.
—Parece que no. O parece que mi casa se está mudando de a poco a este pueblo.
Mirta fingió no ver el rubor en mis mejillas. Pero sé que lo vio.
Y sé que le alegró el alma.
No hablamos demasiado.
A veces compartíamos un mate, en silencio, mientras él lijaba una madera y yo ordenaba la mercadería.
Otras veces me leía frases de libros que encontraba en la casa.
Yo solo lo escuchaba.
Y no era que no tuviera ganas de hablar.
Era que me costaba imaginar que alguien pudiera querer escucharme de verdad.
Una tarde me encontró escribiendo en la libreta que me regaló su madre. Me puse tensa, como si me hubiese descubierto en algo prohibido.
—¿Qué escribís? —preguntó, con la voz suave.
—Cosas… pensamientos. Cuentos que no existen.
—¿Puedo leer uno?
—No.
—¿Algún día?
Lo miré.
Y por primera vez, le dije:
—Tal vez.
Pasaron los días.
Yo ya me reía más. No carcajadas, no como antes. Pero pequeñas sonrisas que se me escapaban sin permiso.
Tomás empezó a arreglar una parte de la casa de Mirta que estaba abandonada.
—Para quedarme más cómodo cuando venga —dijo.
Pero ya venía casi todos los fines de semana. Y se quedaba lunes y martes. A veces miércoles.
—¿Ya tenés fecha para volver a la ciudad? —me animé a preguntarle una tarde.
—Todavía no. Acá se respira distinto —me dijo, mirándome. Pero no con intensidad. Con ternura.
No supe qué decir. Me hizo un nudo en la garganta.
Uno de esos que no aprieta, sino que avisa que algo se está aflojando adentro tuyo.
Una noche, después del cierre, él me esperó fuera del almacén.
Tenía dos vasos de cartón con chocolate caliente.
—No sé si te gusta, pero es lo único abierto ahora —me dijo.
Tomamos sentados en el cordón. Las piernas cruzadas. Las palabras a media voz.
—Yo estuve muy mal —le dije.
Fue la primera vez que se lo dije.
No entré en detalles. Pero él entendió.
—Lo sé. Y si algún día querés contarme más, acá estoy.
—No sé si puedo confiar todavía.
—Podés no confiar. Y yo igual me voy a quedar cerca.
No para presionar, sino para acompañar.
Lloré.
Ni siquiera sé por qué exactamente.
Pero fue un llanto distinto. Sin dolor. Como si hubiera abierto una compuerta y dejara salir agua estancada.
Esa noche escribí en la libreta:
“Hay gente que se queda sin invadir. Que espera sin exigir. Que mira sin juzgar.”
“Y eso también es amor. O algo parecido.”
No estaba enamorada. No todavía.
Pero por primera vez…
…no le tenía miedo a la idea.
Y eso…
…era una victoria.