Entre Dos Mundos

Estaba rodeado por aquellos tres chicos altos que se me acercaron lentamente, cada uno con una expresión tan diferente que apenas podía descifrar sus intenciones. Uno de ellos, de pelo blanco, el que parecía menos intimidante, me observó de arriba abajo y esbozó una sonrisa torcida.

—Mira nada más… —dijo con un tono entre burlón y sincero—. No se ve nada mal, ¿verdad?

El otro chico, que tenía el cabello negro un poco más largo y oscuro, rodó los ojos y soltó un suspiro exasperado.

—Ay, Claude, por el amor de Dios. ¿Otra vez te enamoraste?

Claude se encogió de hombros con una sonrisa pícara, sin apartar la mirada de mí. Mi incomodidad iba en aumento, pero no tuve tiempo de procesar mucho, porque el tercer chico, el más serio de todos, se puso frente a mí, observándome con una mirada que no admitía discusión.

—Es hora de llevarte de vuelta a casa —dijo con firmeza—. Cierra los ojos y no los abras hasta que te lo diga.

Sus palabras tenían un tono tan autoritario que lo único que pude hacer fue obedecer, a pesar de que no entendía nada de lo que estaba pasando. Cerré los ojos con fuerza, aunque antes de hacerlo no pude evitar lanzar una última mirada a Sayuri. Ella seguía de pie a un lado, observando en silencio, con la misma expresión fría de siempre.

Sentí una mano firme sobre mi hombro, y por un momento todo a mi alrededor se volvió extraño, como si el suelo desapareciera bajo mis pies. Apenas si podía respirar, cuando de pronto escuché la voz de Claude susurrando cerca de mi oído:

—Espero volver a verte, Hiroshi.

Luego sentí un ligero empujón, como si me estuvieran dejando caer, y de repente, el mundo regresó a la normalidad. Abrí los ojos y me encontré de pie frente a la puerta de mi casa, en medio de la noche. Todo estaba en silencio.

Entré a la casa corriendo, con el corazón aún golpeando fuerte en mi pecho. No sabía si lo que acababa de pasar había sido un sueño, una ilusión o… algo peor. Mis padres estaban en la sala, mirándome con sorpresa. No esperaron ni un segundo en preguntar qué me pasaba, pero no tenía palabras para explicarles. Lo único que logré decir fue:

—¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Qué día es hoy?

Mis padres intercambiaron miradas, desconcertados.

—¿Qué te pasa, Hiroshi? —preguntó mi padre, en un tono serio.

Mi madre, con una ceja levantada, dijo suavemente:

—Acabas de llegar de la escuela, Hiroshi. Es el mismo día, apenas ahora has llegado.

Su respuesta me dejó más confundido que aliviado. ¿Todo eso había pasado en una hora? Y se olvidaron de que ya había regresado mucho antes. Sin entenderlo bien, asentí y murmuré algo para tranquilizarlos, luego fui directo a la cocina. Cenaba en silencio, aunque sentía el estómago revuelto y apenas podía tragar. Mis padres seguían lanzándome miradas preocupadas, pero no tenía fuerzas para hablar ni tratar de explicarles nada.

Después de cenar, subí a mi habitación y cerré la puerta. Me aseguré de que la ventana estuviera bien cerrada y, por si acaso, le puse el seguro también. No quería correr riesgos, ni ver sombras extrañas entrando, ni escuchar susurros. Sin más, agarré una sábana y me arropé de pies a cabeza, buscando una protección que sabía que solo existía en mi imaginación.

Ahí, envuelto en la oscuridad de mi habitación, traté de convencerme de que todo era solo una pesadilla. Pero en el fondo, sabía que, desde el momento en que había visto a Sayuri, todo había cambiado. Debí irme en el momento que la presentaron en la escuela.

-

Al día siguiente, sentía el cuerpo agotado, como si no hubiera dormido en absoluto. Apenas logré abrir los ojos, arrastré los pies hasta la cocina y me serví una taza de leche caliente, tratando de despejarme un poco. Saludé a mi madre, quien estaba dándose los últimos retoques antes de salir al trabajo.

—¿Y papá? —pregunté, intentando sonar casual mientras le daba un sorbo a la leche.

—Se fue temprano hoy —contestó sin voltear, ocupada en cerrar su bolso y acomodarse el abrigo. Me observó un segundo y, después de una pausa, añadió—: Ah, Hiroshi, trata de no llegar tarde otra vez como anoche.

Suspiré, todavía medio dormido, y le contesté sin muchas ganas.

—Mamá, hoy es fin de semana, no hay clases.

Ella frunció el ceño, como si tuviera que procesar lo que acababa de decir, y luego asintió rápidamente, con una sonrisa un tanto avergonzada.

—Ah, claro, tienes razón. Bueno, entonces cuida la casa y no hagas travesuras —me dijo en tono bromista, y se despidió con un beso en la frente antes de salir por la puerta.

La vi salir y por fin respiré hondo. Al fin estaba solo en casa, y esa sensación, en lugar de aliviarme, me hizo sentir extraño. Me tomé la leche con calma, intentando convencerme de que el día iba a ser tranquilo, pero no pude quitarme de encima una especie de ansiedad que me recordaba lo sucedido el día anterior, esas palabras de Sayuri, aquellas figuras sombrías.

Terminé mi desayuno y fui directo a ducharme, tratando de borrar cualquier rastro de lo que me había pasado. Pero incluso en la ducha sentía que algo no estaba bien. Salí, me sequé apresuradamente y decidí hacer una revisión completa de la casa. Cerré todas las ventanas y las puertas, revisando cada una dos veces. Asegurándome de que cada rincón estuviera seguro. Aún después de comprobarlo, la inquietud seguía ahí, pero ya no tenía fuerzas para seguir dando vueltas. Me dejé caer en el sofá, exhausto, y dejé caer la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos un instante, casi queriendo convencerme de que todo había sido solo un mal sueño.

Pasaron unos minutos en los que solo escuchaba el silencio, hasta que, por alguna razón, sentí la presencia de alguien en la sala. Abrí los ojos lentamente, y me quedé helado al ver a Sayuri, sentada en el sillón frente a mí, con la misma expresión imperturbable de siempre, mirándome fijamente.

—¡¿Qué diablos?! —grité, sobresaltado, y en mi intento de alejarme, caí de espaldas detrás del mueble, golpeándome el codo contra el suelo. Sentí el latido de mi corazón descontrolado, como si fuera a salirse del pecho.

Me asomé con cuidado por el borde del sofá, observando a Sayuri, todavía en shock y sin entender cómo había aparecido allí, como si la casa no estuviera cerrada con seguro en cada rincón.

—¿Cómo entraste aquí? —logré preguntar, aunque mi voz temblaba un poco.

Ella ni siquiera parpadeó. En cambio, sin inmutarse, me miró directamente a los ojos y lanzó una pregunta que me desconcertó:

—¿Por qué nadie fue a la escuela hoy?

La miré incrédulo y solté un suspiro, tratando de calmarme.

—Es fin de semana, Sayuri… No hay clases los fines de semana.

Pareció confundida por un momento, como si la idea de un “fin de semana” no existiera para ella. La miré con extrañeza mientras ella procesaba mi respuesta, sus ojos oscuros y profundos observándome como si tratara de leer algo en mi interior.

—Entonces, ¿qué haces en estos días en los que no hay… clases? —preguntó con su tono inexpresivo y serio.

Me encogí de hombros, aún intentando entender qué hacía allí.

—Pues… descansar. No hay nada especial, solo… trato de relajarme y, no sé, olvidarme un poco de la semana. Es como un respiro.

Sayuri no respondió. Solo se quedó en silencio, observándome fijamente, como si la respuesta no la convenciera o como si pensara en algo más. Su mirada, aunque gélida, parecía tener una extraña curiosidad. Algo en ella me hacía sentir nervioso, como si esperara que le dijera algo más.

Me armé de valor y, después de unos segundos de silencio, le pregunté:

—¿Por qué viniste aquí, Sayuri?

—Acaso no escuchaste lo que mi jefe te dijo—murmuró— Alguien como tu solo me traerá más problemas. No me sorprendería que no volvieras a ver otro fin de semana.

Esa última frase hizo que un escalofrío me recorriera la columna vertebral. Algo en su tono me hizo sentir que hablaba en serio, como si fuera una sentencia. Me quedé mirándola, sin atreverme a preguntar más. Fue entonces cuando Sayuri se levantó del sillón, acercándose lentamente hasta mí, y se inclinó un poco, acercándose lo suficiente como para susurrar.

—Si quieres que sigan siendo tus días de descanso… cuida lo que deseas. Ahora vámonos, tengo demasiadas tareas por terminar.