Un relato donde el tiempo se convierte en el puente entre dos almas, Horacio y Damián, jóvenes de épocas dispares, que encuentran su conexión a través de un reloj antiguo, adornado con una inscripción en un idioma desconocido. Horacio, un dedicado aprendiz de relojero, vive en el año 1984, mientras que Damián, un estudiante universitario, habita en el 2024. Sus sueños se transforman en el medio de comunicación, y el reloj, en el portal que los une. Juntos, buscarán la forma de desafiar las barreras temporales para consumar su amor eterno.
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CAPÍTULO 8: MEMORIAS ENTRELAZADAS
El día martes 19 de marzo de 2024 se convirtió en una fecha imborrable para Damián, pues fue precisamente la noche de ese día cuando sus sueños, hasta entonces etéreos, adquirieron un rostro tangible. Desde la conversación con el Dr. Hernández en la universidad, sus noches habían tomado un giro distinto, como si una calma aparente hubiera vuelto a su vida. Durante varias noches, la angustia que solía atormentarlo se desvaneció, dejándolo en un estado de serenidad que no había conocido en mucho tiempo.
Aquel día, Damián regresó a su apartamento cuando el reloj marcaba las ocho de la noche. Había compartido una cena con Gustavo, pero la urgencia de concluir una tarea universitaria lo había llevado a despedirse temprano. La noche se cernía sobre la ciudad, y el silencio del apartamento lo recibió con una calma casi palpable.
A eso de las ocho y media, Marcos cruzó el umbral del apartamento, encontrando a Damián absorto en sus estudios, sentado en la mesa del comedor. La luz tenue de la lámpara iluminaba sus apuntes, creando un halo de concentración a su alrededor.
—¿Qué ha pasado con esos sueños extraños que tenías? —preguntó Marcos, rompiendo el silencio con una mezcla de curiosidad y preocupación.
Damián levantó la vista, sus ojos reflejaban una serenidad recién descubierta y con una sonrisa que denotaba alivio, respondió:
—Parece que se han esfumado. Desde que hablé con el Dr. Hernández, todo ha vuelto a la normalidad.
Marcos asintió, dejando escapar un suspiro de alivio. Seguidamente, con una sonrisa de despedida, se dirigió a su habitación. Cerró la puerta tras de sí, dejando a Damián solo con sus pensamientos y sus apuntes, en una noche que prometía ser tranquila y productiva.
A las 10:30 de la noche, Damián decidió que era hora de concluir su jornada de estudio. Se levantó de la mesa, se dio una ducha tibia y, tras comer algo de fruta, se dirigió a la nevera para servirse un vaso de agua bien fría. Apagó las luces del apartamento y se encaminó a su habitación.
Se tumbó en la cama, pero la curiosidad lo venció. Abrió la gaveta de su mesita de noche y sacó el antiguo reloj de bolsillo que había comprado unos días atrás. Lo sostuvo en sus manos, observándolo con detenimiento, y comenzó a hablarle en voz baja, como si el reloj pudiera escuchar sus pensamientos.
—¿Qué secretos guardas, pequeño reloj? —murmuró Damián, acariciando la superficie metálica con sus dedos—. ¿De dónde vienes y por qué siento esta conexión contigo?
Suspiró, dejando que sus pensamientos fluyeran libremente.
—Si pudieras hablar, ¿qué me dirías? ¿Qué historias contarías de tus antiguos dueños? —Damián cerró los ojos por un momento, imaginando las vidas que el reloj podría haber tocado—. Espero que algún día me reveles tus misterios.
Con una última mirada al reloj, Damián lo colocó sobre la mesa de noche, justo al lado de su teléfono portátil y apagó la lámpara. Se acomodó en la cama, dejando que el sueño lo envolviera.
...🕰️🕰️🕰️...
Horacio cerraba el taller de Irvin, como era su costumbre, aquel lunes 19 de marzo de 1984. El crepúsculo ya había teñido el cielo de tonos anaranjados y las agujas del reloj superaban las seis de la tarde. Don Irvin y Sofía se habían retirado temprano, sumidos en la melancolía del aniversario de la trágica partida de su amada hija Irina. Quince años habían transcurrido desde aquel fatídico accidente, pero para Irvin, el dolor seguía siendo tan punzante como el primer día. En su memoria, la pareja había ofrecido una misa. Aquel lunes, el taller había estado desbordado de clientes y trabajo, dejando a Horacio más exhausto de lo habitual, con el peso de la jornada reflejado en cada uno de sus movimientos.
Mientras recogía sus pertenencias y se alistaba para retirarse a casa, un sonido inesperado resonó en la puerta del taller. Horacio, con una mezcla de curiosidad y cautela, abrió la puerta del taller. Frente a él se encontraba un hombre de mediana edad, con el rostro marcado por la preocupación. Era Ricardo, un viejo amigo de Irvin, a quien Horacio recordaba vagamente de algunas visitas anteriores.
—Buenas noches —dijo Ricardo, con voz apremiante—. ¿Hay alguien aquí?
—Buenas noches —respondió Horacio, abriendo la puerta de par en par—. ¿Don Ricardo, verdad? ¿Qué le trae por aquí a esta hora?
—Sí, soy yo. Disculpa la hora, Horacio. Intenté llamar a Irvin, pero no obtuve respuesta. Vine a buscar una herramienta que me prometió prestar.
Horacio asintió, comprendiendo la situación.
—Entiendo. Hoy es un día difícil para él y Sofía. Están conmemorando el aniversario de la muerte de su hija.
Ricardo bajó la mirada, asintiendo con tristeza.
—Sí, lo sé. No quería molestarlos en casa. Pensé que sería mejor pasar por el taller. ¿Te importaría ayudarme a buscar la herramienta?
—Claro, no hay problema. Pase, vamos a buscarla. ¿Recuerda cuál era?
—Sí, era una llave inglesa grande, la que usa para los trabajos más pesados.
Horacio lo guió hacia el estante de herramientas grandes, mientras conversaban.
—Ah, ya sé cuál dice. Debe estar en el estante de herramientas grandes —dijo Horacio, señalando el rincón del taller—. ¿Cómo ha estado, Don Ricardo?
—He estado bien, gracias. Aunque estos días siempre me hacen recordar a Irina. Era una chica maravillosa.
Horacio asintió, sacando la herramienta del estante.
—Así parece, yo no tuve la fortuna de conocerla. Don Irvin y Sofía nunca han superado su pérdida. —Le entregó la llave inglesa a Ricardo—. Aquí está. Espero que le sea útil.
Ricardo tomó la herramienta con gratitud.
—Muchas gracias, Horacio. Y gracias por tu comprensión. Irvin tiene suerte de tener a alguien como tú en el taller.
—Gracias, Don Ricardo.
—Buenas noches, Horacio.
—Buenas noches, Don Ricardo. Cuídese.
Horacio aseguró la puerta del taller con un suspiro de alivio y se dispuso a caminar hacia su hogar. Vivía en un pequeño anexo que había alquilado hacía ya algún tiempo, en una zona cercana al taller de Irvin. Antes de dirigirse a casa, decidió devolver unas cintas de VHS que había alquilado para entretenerse durante el fin de semana. Había elegido una mezcla curiosa de géneros: películas de terror y comedias románticas, reflejando sus gustos a veces contradictorios.
Luego, pasó por la panadería del barrio. El aroma del pan recién horneado lo envolvió, y no pudo resistirse a comprar una hogaza, un poco de queso y una botella de leche. Con sus compras en mano, continuó su camino, ansioso por llegar a casa y descansar después de un día agotador.
Ya en casa, Horacio se permitió el lujo de una ducha reconfortante, dejando que el agua caliente aliviara la tensión acumulada del día. Después, disfrutó de una cena sencilla pero satisfactoria. Con el estómago lleno y el cuerpo relajado, se acomodó en su sillón favorito con el libro del padre de Isabella, el mismo que ella le había prestado un tiempo atrás, en un gesto de amabilidad que aún apreciaba.
El libro era una pieza clave en su búsqueda por desentrañar el origen del enigmático reloj que reposaba en su dormitorio, un objeto que lo intrigaba profundamente. Mientras leía, el tiempo pareció desvanecerse, y pronto el reloj marcó las diez de la noche. El cansancio comenzó a apoderarse de él, y con una última mirada al reloj, se dirigió a su cama.
Al recostarse, la satisfacción se dibujó en su rostro. Cerró los ojos y, justo antes de sucumbir al sueño, se preguntó: “¿Qué nueva experiencia me espera hoy en mi mundo de sueños?” Con esa pregunta en mente, se dejó llevar por el abrazo de la noche.
...🕰️🕰️🕰️...
El reloj que reposaba en su mesa de noche comenzó a emitir una luz tenue, iluminando suavemente la oscuridad de su habitación. Damián yacía recostado en su confortable cama y, con sorpresa, se encontró de repente en la entrada de una ciudad desconocida. Apenas tuvo tiempo de leer un letrero verde con letras blancas que decía: “Bienvenido a la hermosa ciudad de Villa Real”. Sin más preámbulos, Damián comenzó a caminar y, tras recorrer unos pocos kilómetros, se topó con una ciudad sorprendentemente moderna para la época.
Villa Real, se erguía como un testimonio de la armonía entre lo antiguo y lo moderno. La ciudad, con su nombre evocador de tiempos pasados, había abrazado la modernidad sin perder su esencia histórica. Las calles, un entramado de avenidas amplias y callejones serpenteantes, estaban adornadas con edificios de arquitectura contemporánea que se mezclaban con elegantes construcciones de épocas anteriores.
Damián avanzó hasta una zona que parecía ser el centro de la ciudad. Lo asumió por la cantidad de escaparates iluminados que mostraban las últimas tendencias y la presencia de cafés con amplias terrazas.
Sin saber exactamente hacia dónde se dirigía, Damián dejó que sus piernas lo guiaran, como si tuvieran vida propia. Se adentró por una calle transversal y llegó a un rincón sombrío de la ciudad, donde las luminarias, en su mayoría, estaban apagadas o dañadas, sumiendo al lugar en una penumbra inquietante. Ante sus ojos se alzaba un pequeño taller de relojería, un vestigio de tiempos pasados, aparentemente olvidado por el mundo. Aunque las luces en su interior estaban encendidas, el lugar parecía cerrado y desierto.
Impulsado por una fuerza inexplicable, Damián se acercó y tocó la puerta. Golpeó varias veces, pero el silencio fue su única respuesta. Justo cuando decidió darse la vuelta y marcharse, el sonido de la puerta abriéndose lentamente rompió la quietud de la noche.
Al otro lado del umbral se encontraba un joven de cabellos dorados y atractivo deslumbrante, vestido con un atuendo que parecía sacado de otra época. Su presencia, casi etérea, contrastaba con la penumbra del taller. Observando los detalles a su alrededor, Damián se percató de que no estaba en el año 2024. La sensación de estar fuera de su tiempo le resultó profundamente desconcertante.
El joven, con una sonrisa enigmática, dijo:
— Hola, soy Horacio. Entra, te estaba esperando.
Damián, sorprendido y un poco desconcertado, cruzó el umbral del taller. La atmósfera dentro era cálida y acogedora, en contraste con la oscuridad exterior.
—¿Esperándome? —preguntó Damián, tratando de entender la situación—. ¿Cómo sabías que vendría?
Horacio cerró la puerta detrás de él y respondió con un tono tranquilo:
—Hay cosas que no siempre tienen una explicación lógica. A veces, el destino nos guía de maneras misteriosas. —Hizo una pausa, observando la expresión de Damián—. Pero no te preocupes, estás aquí por una razón. Ven, siéntate. Tenemos mucho de qué hablar.
Damián, aún perplejo, se dejó guiar hasta una mesa donde Horacio le ofreció una silla. El taller, lleno de relojes de todas las formas y tamaños, parecía un lugar sacado de un sueño.
—¿Dónde estoy realmente? —preguntó Damián, mirando a su alrededor—. Nada de esto parece real.
Horacio sonrió de nuevo, esta vez con un aire de misterio.
—Estás en un lugar donde el tiempo y el espacio se entrelazan de formas que pocos pueden comprender. Pero no te preocupes, todo se aclarará a su debido tiempo. Ahora, dime, ¿qué te trae aquí?
Damián, con el ceño fruncido y una creciente sensación de desconcierto, preguntó:
—¿Qué día es hoy?
Horacio, con una calma inquebrantable, respondió:
—Es el 19 de marzo del año 1984.
Damián, sorprendido y atónito, exclamó:
—¡No puede ser! Yo vivo en el año 2024. ¿Cómo es posible que esté aquí?
Horacio, con una sonrisa enigmática, respondió:
—En los sueños, todo puede pasar, ¿no te parece?
Damián, aún perplejo, asintió lentamente, tratando de asimilar la extraña realidad en la que se encontraba.
—Supongo que sí —dijo Damián—. Pero esto se siente tan real…
Horacio lo miró con una mezcla de comprensión y misterio.
—A veces, los sueños son más reales de lo que imaginamos. Pero no te preocupes, estás aquí por alguna razón.
Horacio, con una mirada inquisitiva pero amable, preguntó:
—Por cierto, no me has dicho tu nombre. ¿Cómo te llamas?
Damián, aún tratando de procesar la extraña situación, respondió:
—Me llamo Damián.
Horacio asintió, como si ese nombre confirmara algo que ya sospechaba.
—Es un placer conocerte, Damián. —dijo Horacio—. Ahora, cuéntame, ¿qué te trae a este lugar y tiempo tan inusual?
Damián, aún sumido en la perplejidad, respondió:
—No tengo la menor idea. Lo último que recuerdo es haberme recostado en mi cama, y ahora estoy aquí. Lo único que sé es que una energía casi mágica me ha traído hasta tu presencia.
Horacio, con una expresión de sorpresa en su rostro, respondió:
—Quizá fue la misma energía que me insistía en que tú llegarías.
Damián, intrigado por la respuesta, sintió que una conexión invisible los unía en ese momento.
—Es posible —dijo Damián, reflexionando sobre las palabras de Horacio—. Todo esto es tan extraño, pero al mismo tiempo, siento que estoy donde debo estar.
Damián no pudo evitar perderse en el profundo azul de los ojos de Horacio. Con una mezcla de asombro y reconocimiento, murmuró:
—Esos ojos tan azules… He soñado con ellos. ¿Eras tú?
Horacio, con una sonrisa enigmática, sostuvo su mirada.
—Tal vez sí, tal vez no. Los sueños tienen una forma peculiar de conectarnos con lo que aún no comprendemos. Pero si has soñado con estos ojos, entonces quizás el destino nos ha unido por una razón más profunda de lo que imaginamos.
De repente, los ojos de Damián se posaron en el reloj de bolsillo que Horacio sostenía con delicadeza. La sorpresa lo invadió, y casi sin poder contenerse, exclamó:
— ¡Ese reloj! Yo lo adquirí en una tienda de antigüedades. ¿Cómo es posible que esté en tus manos?
Horacio, con una expresión de desconcierto, respondió:
— ¿Este reloj? Lo encontré en el desván de este taller. Era un recuerdo familiar de Don Irvin pero ahora me pertenece, yo lo reparé.
Damián, aún incrédulo, se acercó más para examinar el reloj.
— No puede ser. Es exactamente igual al que dejé en mi mesa de noche.
Horacio frunció el ceño, tratando de comprender.
— ¿Estás seguro?
— Sí, lo estoy — afirmó Damián.
De repente, el sonido resonante de un reloj de pared llenó el taller, interrumpiendo la conversación. Horacio miró el reloj y luego a Damián, con una expresión de urgencia en su rostro.
— Ya es hora, dijo Horacio con firmeza. — Tienes que irte. Pero no te preocupes, nos volveremos a ver muy pronto.
Damián abrió los ojos lentamente, mientras el sonido insistente del despertador llenaba su habitación. Era hora de levantarse, pero su mente seguía atrapada en el sueño que acababa de tener. Solo podía recordar un nombre: “Horacio”, y el vívido recuerdo del hermoso color de sus ojos.
Que emoción