Cuando Légolas, un alma humilde del siglo XVII, muere tras ser brutalmente torturado, jamás imaginó despertar en el cuerpo de Rubí, un modelo famoso, rico, caprichoso… y recién suicidado. Con recuerdos fragmentados y un mundo moderno que le resulta ajeno, Légolas lucha por entender su nueva vida, marcada por escándalos, lujos y un pasado que no le pertenece.
Pero todo cambia cuando conoce a Leo Yueshen Sang, un letal y enigmático mafioso chino de cabello dorado y ojos verdes que lo observa como si pudiera ver más allá de su nueva piel. Herido tras un enfrentamiento, Leo se siente peligrosamente atraído por la belleza frágil y la dulzura que esconde Rubí bajo su máscara.
Entre balas, secretos, pasados rotos y deseo contenido, una historia de redención, amor prohibido y segundas oportunidades comienza a florecer. Porque a veces, para brillar
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Ciencia del deseo desprevenido.
Lina, que reportaba fielmente cada detalle a Leo.
Kimberly, que miraba desde la cocina con el corazón en silencio.
Jhon, que comenzaba a sospechar que algo no estaba bien.
Y Leo, que ya se veía instalado en la casa vecina… esperando el momento de revelarse.
El dueño de la propiedad vecina a la de Rubí, el señor Conrad, llevaba viviendo allí más de veinte años. No era un hombre ambicioso, pero sí terco, y se negaba a venderle su casa a cualquiera, sin importar el precio.
Hasta que apareció Leo.
No mandó intermediarios. No envió más abogados ni agentes inmobiliarios. Fue él mismo quien llegó en un auto negro de lujo, bajó con un abrigo largo, un maletín en mano, una pistola y gafas oscuras, y tocó la puerta como si supiera que Conrad estaría allí, solo, desprevenido.
—¿Usted es el dueño de esta casa? —pregunta con voz suave, aunque cada palabra llevaba el peso de la amenaza.
—¿Y usted quién es?
Leo no respondió de inmediato. Dejó que el silencio hablara por él. Luego, con lentitud calculada, sacó de su maletín un contrato de compraventa y un cheque por el doble del valor de mercado de la propiedad.
—Le estoy ofreciendo una salida elegante. Solo tiene que firmar —dijo con una sonrisa helada.
Conrad entrecerró los ojos.
—No está en venta, hijo de puta.
Leo lo miró, luego miró la casa, luego al contrato. Finalmente, volvió su mirada al anciano con una frialdad que erizaba la piel.
—Entonces tal vez no ha entendido. No estoy pidiendo. Estoy ofreciendo una oportunidad de seguir con vida. Firme... o siga aferrado a esta casa y atrévase a averiguar cuántas cosas pueden salir mal en una semana.
La amenaza no era directa, pero era clara. Cuando Conrad vio los ojos de ese hombre, supo que no era un loco cualquiera. Era alguien que cumplía lo que prometía. Está vez se fijó en el hombre de traje. Reloj de oro, traje de diseñador y cuatro guardaespaldas, además de un chofer afuera del carro. Y aunque el miedo le temblaba en las manos, terminó firmando.
La casa cambió de dueño esa misma tarde. Todo por el poder del dinero y la intimidación.
El apartamento de Rubí tenía un pequeño balcón en el primer piso, con una mesita redonda donde solía tomar café por las mañanas, aún con bata, con el cabello recogido, descalzo, leyendo un libro antiguo o mirando el cielo.
Desde su nueva ventana, Leo podía verlo todo. Mando a entintar todos los ventanales de cristales para que se vea todo de afuera para adentro y que no se vea nada de adentro para afuera.
Cada rutina, cada paso, cada sonrisa distraída o suspiro nostálgico le parecían fascinantes. Rubí no era solo hermoso, era distinto. Había una forma en la que se movía, como si su alma tuviera siglos, como si caminara con recuerdos que nadie más podía ver.
Y Leo... Leo se enamoraba más con cada detalle.
—¿Qué eres, Rubí...? —susurraba a la ventana, con la copa de vino en la mano, como si esperara una respuesta mágica cuando se instalo en la casa varios días después.
Entonces llegó el desfile.
Una importante casa de moda italiana organizaba su evento semestral en Nueva York, y Rubí fue invitado como una de las nuevas promesas. Lina lo acompañó como siempre, maquillándolo con perfección, pero sin sospechar que ese evento estaba controlado desde los hilos de Leo.
Leo había comprado el patrocinio principal de la pasarela. Nadie lo sabía, ni siquiera la marca. Solo él y unos pocos allegados manejaban las transacciones.
Se presentó con otro sobrenombre, con una sonrisa encantadora y un traje perfecto.
Cuando Rubí apareció en la tarima, sintió el estallido de flashes, la música vibrante, la atención sobre su piel, sobre su andar... Y entonces lo vio.
Sentado en primera fila. Leo.
El tiempo pareció detenerse.
Rubí tembló, un escalofrío le recorrió la espalda. No podía ser una coincidencia. No debía serlo. Pero allí estaba, con las piernas cruzadas, viéndolo con esos ojos oscuros e intensos que siempre parecían mirar más allá de la carne.
Rubí titubeó por un instante en plena pasarela, pero recuperó la compostura. Sabía desfilar, sabía moverse. No podía mostrar debilidad.
Leo le dió un diez de diez a la hora de los puntajes.
Cuando la pasarela terminó y volvió tras bambalinas, su respiración era agitada. Jhon le hablaba pero él apenas escuchaba.
—¿Viste lo mismo que yo? —pregunta al fin.
Jhon asintió lentamente.
—Sí. Está aquí. Te encontró, Rubí.
Rubí cerró los ojos.
—¿Coincidencia?
—Tú y yo sabemos que con Leo no existen las coincidencias.
Rubí apretó los dientes. Le llega esa sensación, tal vez de las memorias profundas del dueño de ese cuerpo. El pasado volvía, disfrazado de gala, pero con las mismas intenciones: poseerlo, protegerlo… y nunca dejarlo ir.
Rubí se escabulló tras bastidores, evitando las cámaras y las preguntas. Apretaba los dientes mientras cruzaba los pasillos como un vendaval, ignorando a Lina, a los técnicos, a los otros modelos. Se dirigía a un solo lugar: el baño privado del recinto, donde sabía que nadie lo molestaría… o eso creía.
Cuando abrió la puerta, Leo ya estaba allí. Como si lo hubiera estado esperando.
—¿Qué haces aquí? —espetó Rubí, cerrando la puerta tras de sí, con furia contenida.
Leo alzó la mirada desde el espejo. Su rostro estaba sereno, pero en sus ojos ardía esa chispa oscura, posesiva, que siempre lo delataba.
—Estoy aquí por mi hermana —dijo con naturalidad—. Ella está encargada de la parte financiera del desfile.
Rubí entrecerró los ojos. Su mandíbula se tensó en un instante.
—¿Y también es coincidencia que seas parte del elenco de jueces?
Leo giró para encararlo por completo, con las manos en los bolsillos del pantalón perfectamente ceñido a su cuerpo escultural. Parecía tranquilo, incluso elegante, pero el aire entre ambos era eléctrico.
—No lo pedí —dijo—. Me lo ofrecieron, acepté. Este mundo es muy pequeño. Aunque... debo admitir que me alegró verte.
Rubí rió, una risa amarga, cargada de sarcasmo.
—¿Me vas a decir que no me estabas observando desde la primera fila? ¿Que no moviste tus hilos para meterte otra vez en mi vida?
Leo dio un paso al frente.
—No tienes idea de cuánto me costó mantenerme lejos —murmura.
Rubí retrocedió, pero no lo suficiente. Leo lo alcanzó. Lo miró a los ojos. Y entonces, sin pedir permiso, lo besó.
Fue un beso robado. Arrebatado sin permiso. Ardiente. Profundo. Sin cautela.
Leo se hundió en su boca como si ese contacto fuera un ancla, como si hubiera estado esperándolo desde otra vida. Sus labios se movieron con deseo contenido, desesperado. Sus manos lo sujetaron con firmeza, una en el brazo, otra en la cintura. Rubí debería haberlo empujado… pero no lo hizo.
Por un instante, respondió. Su cuerpo vibró, su alma se estremeció por primera vez en su nueva vida. Algo que no entendía despertó en su pecho, una atracción feroz, primitiva.
Pero el momento se rompió cuando dos hombres entraron al baño hablando entre risas.
Leo se separó al instante. Su rostro cambió: volvió la máscara controlada, el juicio, la estrategia. No quería meter a Rubí en escándalos, ni dañar su imagen naciente como modelo.
Rubí dio un paso atrás, respirando agitado, con la mirada en llamas.
—¡No vuelvas a hacer eso! —le susurra con furia, llevándose una mano a los labios—No soy quien piensas que soy.
Leo lo mira en silencio, con algo que parecía... culpa.
Rubí salió del baño como si escapara del infierno. El corazón le latía tan fuerte que dolía.
—¿Qué fue eso...? —se repetía.
Apenas cruza una de las puertas laterales, se topó con Jhon, que lo buscaba con el ceño fruncido y el celular en la mano.
—¡Ah, por fin! ¿Dónde estabas? Lina está buscándote —dijo. Luego lo miró mejor—. ¿Estás bien? Estás... pálido. ¿Qué pasó?
Rubí sacudió la cabeza, aún sin poder ordenar lo que sentía.
—No pasó nada —murmura—. Solo... necesito aire.
Pero en el fondo, sabía que todo estaba comenzando a desmoronarse.
Porque Leo había vuelto a cruzar la línea. Y él, Rubí... por primera vez, no había querido detenerlo.