La Princesa Y Andrómeda

El tiempo es imparable y su marcha constante no se detiene por nadie ni por nada. Lo inevitable siempre sucederá al final, se esté preparado para ello o no. En el caso del bondadoso rey Arquemio, la situación no era distinta, siendo el único de la familia real que no procedía de ninguna clase de deidad divina, no poseía la opción de aquellos emanados de los dioses supremos, para él la escogencia de la prolongación existencial, simplemente no existía.

La reina Irene, por su parte desistió de esa elección, al enamorarse de un mortal, como lo era el Rey Arquemio, y aunque no perdió sus dotes celestiales, ella determinó llevar una vida con la naturalidad y semejanza a la de su esposo, pero ciertamente, como en el caso de aquellos legatarios que desestimaban la longevidad, quedó a merced de los procesos circunstanciales de la propia vida y en una de esas pesquisas rodeadas por la muerte, Tánatos pasó factura. Desde el preciso día en que el amor de su vida ascendió a las posesiones de la eternidad, el rey Arquemio sintió haber perdido la mitad de su corazón, no solo por la prematura partida de su amada, la reina Irene, ya que a esa trágica novedad se le sumaba también la pérdida de su hijo varón, mejor dicho, su exilio a aposentos donde la nieve era dueña y señora de toda la extensión y un enorme lago congelado rodeaba la majestuosa cabaña hecha de puro cristal donde debía crecer el pequeño Odio.

Hay que recordar que el príncipe pretendió matar a su hermana estando ambos dentro del vientre de su madre y a causa de aquel forcejeo entre los gemelos, Ira fue marcada en su frente e Irene perdió la vida. Los gemelos nacieron de forma inmatura y a raíz del descabellado accionar del príncipe, este fue desterrado al día siguiente, enviado a fríos parajes junto con Kayrus, el devoto primo de Cyrus, el consejero y amigo del monarca. Kayrus y su esposa quienes nunca tuvieron hijos propios, estuvieron a cargo de la crianza del príncipe, el mandato del rey consistía en que procuraran velar por el bienestar de su hijo varón hasta que este cumpliera la mayoría de edad, además de mantenerlo alejado de la ciudad de Atenea, específicamente apartado del palacio donde moraba su hermana la princesa Ira.

El padre de los gemelos temía alguna represalia reflejada en un nuevo atentando en contra de la princesa por parte de su hermano. Kayrus junto con su esposa cuidaban del niño y siguiendo al pie de la letra las indicaciones de su padre, vigilaban que no cruzara los límites establecidos por el rey. Sin embargo, ya siendo un adolescente de quince años, Odio se las ingenió para escapar sin ser visto de la cabaña de cristal y posteriormente escabullirse dentro del castillo de Atenea para encarar a la princesa Ira. Lo que nunca hubiese sospechado el príncipe, fue que al culminar con la inesperada visita en el recinto que lo vio nacer, terminaría por encontrarse cara a cara con su padre al cual no había visto en años, puesto que, aunque el rey pasaba de forma constante por la cabaña de cristal con intenciones firmes de ver a su hijo, Odio resentía de él y se negaba ante las pretensiones de su padre.

Esa tarde mientras se realizaban las exequias del rey en el mausoleo real, ubicado en la parte trasera y no muy lejos del palacio, Odio volvió a evadir la guardia real sin ser notado, ingresó a las inmediaciones y tomó del jardín un girasol. El príncipe Odio se encontraba detrás de los abetos que ornamentaban el panteón familiar, sigiloso y silente observaba de forma discreta el servicio. Inexplicablemente resonaba dentro de su cabeza aquella frase de George McDonald: “La belleza y la tristeza, siempre van de la mano”. El enunciado compitiendo con versiones comunes llenas de significados inherentes sobre el verdadero valor de la existencia. Toda esa angustia y desolación yacente contenía para él un tono sombrío, una inflexión ofreciendo su preciosidad. La complejidad que le proporcionaba la exquisitez y la originalidad de lo particularmente singular. Esa profundidad no simplicista evocaba eventualidades punzantes dentro de su ser, no obstante, a la vez se preguntaba: ¿Qué es el dolor?

Un príncipe proveniente de una de las dinastías más poderosas del Olimpo como lo suponía ser la de Ares con Afrodita. Un heredero con la habilidad de enamorar a quien se lo propusiera, como si hubiese tenido las flechas del mismísimo cupido en sus ojos, siempre apuntando, siempre expectante a la cacería. Ese mismo ser favorecido con el Icor y el don divino del dios de la guerra y la diosa de la belleza y el amor, resultaba siendo incapaz de reconocer el dolor y por supuesto los sentimientos y emociones que le proceden. Perturbado por sus recurrentes pensamientos fue sorprendido por Giordano.

— ¿Qué haces aquí? —preguntó ofuscado el prodigio.

— ¡Calla! —ordenó el príncipe, colocando el dedo índice en su boca en un gesto implícito.

Todos los presentes, incluidos Cyrus, los demás prodigios, Nicolasa y Melancolía voltearon consternados.

— Déjalo. También fue su padre. —la princesa estaba visiblemente afectada, sus ojos mantenían el campo de visión de forma exclusiva en el féretro de su progenitor.

— No tienes que emular condescendencia. —replicó el príncipe Odio, mientras salía de su escondite. —solo vine a despedirme del único ser viviente que mostró algo de empatía para conmigo. No necesito tu beneplácito.

— ¿Ni siquiera en el funeral de nuestro padre puedes tener un poco de consideración? —lo miró fríamente, sus ojos se veían opacos como si el quebranto les hubiera desprendido el brillo. —Al menos una vez en tu vida, muestra algo de respeto.

— No se peleen. No es el momento —intercedió Nicky. —Deben estar más unidos que nunca, así lo hubiese preferido él. —echó una ojeada al ataúd.

— No te metas, Nicky. —replicó Giordano.

— Sean prudentes. —susurró Mel.

— Vamos chicos. —les dijo Cyrus con la intención de otorgar algo de privacidad a los hermanos.

En efecto todos ingresaron al palacio e Ira y Odio quedaron con los restos de su padre que estaba a punto se ser sepultado, el ataúd había tocado la base de la fosa a la espera que la tierra lo cubriera.

— Debes marcharte también. —solicitó Ira. —Cometiste un error y esa es tu condena.

— El único error que cometí fue haber fallado en mi intento. —tiró dentro de la fosa que aguardaba el féretro, el girasol que sostenía en su mano. Hecho esto, se marchó.