Rosella Cárdenas es una joven que solo tiene un sueño en la vida, salir de la miserable pobreza en que vive.
Su plan es ir a la universidad y convertirse en alguien.
Pero, sus sueños se ven frustrados debido a su mala fama en el pueblo.
Cuando su padrastro se quiere aprovechar de ella, termina siendo expulsada de casa por su propia madre.
Lo que la lleva a terminar en la hacienda Sanroman y conocer a la señora Julieta, quien en secreto de su marido está muriendo en la última etapa de cáncer.
Julieta no quiere que su familia sufra con su enfermedad. En su desesperación por protegerlos, idea un plan tan insólito como desesperado: busca a una mujer que ocupe su lugar cuando ella ya no esté.
Y en Rosella encuentra lo que cree ser la respuesta. La contrata como niñera, pero en el fondo, esconde su verdadera intención: convertirla en la futura esposa de su marido, Gabriel Sanroman, cuando llegue su final.
¿Podrá Rosella aceptar casarse con el hombre de Julieta?
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Capítulo: No puedes morir de amor
Al día siguiente.
El amanecer llegó silencioso, con un aire melancólico que se filtraba por las cortinas del comedor.
Rosella se levantó antes que el sol, tratando de mantener la rutina para que las niñas no notaran la ausencia que pesaba en el aire.
Preparó el desayuno con manos temblorosas: pan dulce, jugo de naranja y huevos revueltos.
El aroma llenó la cocina, pero el ambiente seguía vacío, frío, diferente.
Las niñas bajaron con sus trenzas aún deshechas y los ojos llenos de sueño.
Se sentaron en la mesa como cada mañana, pero esta vez, el asiento de su madre estaba vacío.
—¿Dónde está mami? —preguntó una de las pequeñas gemelas, con la voz quebradiza.
Rosella se giró, conteniendo el temblor de sus labios. Por un segundo, pensó en mentir, en decir algo simple, pero sintió la mirada del señor Gabriel clavarse en su espalda.
Él estaba de pie, al final del pasillo, con los ojos enrojecidos por el alcohol y la falta de sueño.
—Mamá… tuvo que ir de viaje —dijo al fin Rosella, intentando sonreír—. Tuvo que salir por unos días, pero volverá, ¿sí? Yo las cuidaré mientras tanto.
Las niñas se miraron entre sí. No entendían del todo, pero confiaban en Rosella.
—¿Y nos llevarás a la fiesta de San Martínez? —preguntó Sarah con un brillo de ilusión.
Rosella forzó una sonrisa, aunque su corazón dolía.
—Intentaré que papá diga que sí.
Ellas gritaron de emoción, riendo entre sí.
Era el tipo de risa que dolía escuchar cuando uno sabía que el mundo se estaba desmoronando.
Gabriel se acercó sin decir palabra.
Besó la frente de sus hijas con un gesto automático, como si fuera una costumbre vacía.
Luego se sentó y Rosella, sin mirarlo demasiado, le sirvió un café negro. Él lo tomó sin azúcar, de un solo trago, como si quisiera que el sabor amargo lo castigara.
Aun así, su cabeza seguía aturdida.
***
Lejos de ahí, en otra ciudad, Julieta descendió del avión sostenida por Enrique. Sus pasos eran lentos, sus labios pálidos.
El aire del hospital olía a desinfectante y a miedo.
Ella lo sabía: el final se acercaba.
El doctor los recibió con rostro serio.
—Debo ser honesto —dijo—. Hay pocas cosas que podamos hacer. En este punto, debemos centrarnos en los cuidados paliativos.
Julieta asintió, sin derramar una sola lágrima.
—¿Cuánto tiempo… me queda? —preguntó, con voz casi inaudible.
El médico respiró hondo.
—Tal vez dos, tres meses. Eso sería mucho, considerando su estado actual.
Julieta cerró los ojos.
El silencio pesó en la habitación.
No era miedo lo que sentía, era resignación.
Había elegido no luchar más. El cuerpo le dolía, pero el alma le dolía mucho más.
Esa misma tarde le hicieron una transfusión. Enrique no se movió de su lado. No comió, no durmió. Solo la observaba, con una impotencia que lo consumía.
Al día siguiente, el doctor pidió hablar con él.
—¿Dónde está el marido de la señora? —preguntó.
—Él… no está en la ciudad —respondió Enrique, bajando la mirada.
—Mire, la señora necesita una cirugía, aunque el pronóstico no cambie. Será importante que su familia esté aquí.
Enrique respiró profundo.
—Su esposo no vendrá. Solo estaré yo.
El médico lo miró confundido, pero no insistió.
Cuando se fue, Enrique quedó solo, mirando el techo blanco del pasillo.
—Julieta… estás cometiendo un error —susurró con dolor—. No puedes rendirte así.
Dos días después, la cirugía quedó programada.
Y mientras los doctores preparaban todo, Julieta dormía, soñando con las voces de sus hijas, tan lejanas, tan vivas en su memoria.
***
En la mansión Delmar, el silencio se había vuelto una costumbre. Gabriel, hundido en su oficina, bebía más de lo usual. Ni el trabajo ni el dinero lograban distraerlo.
El licor se había vuelto su única compañía.
Su aspecto era el de un hombre derrotado.
Rosella golpeó la puerta antes de entrar.
—Señor Gabriel, hay algo que debo decirle. Las niñas tienen un paseo escolar y necesitan que alguien las acompañe. Me gustaría ir con ellas, si usted lo permite.
Él ni siquiera levantó la vista.
—Ahora no, Rosella.
Ella se mordió el labio. Dudó unos segundos, pero al verlo así, tan perdido, la frustración pudo más.
—Con todo respeto, señor… no sea cobarde.
Gabriel alzó la mirada con furia. Rosella siguió, aunque el corazón le latía fuerte.
—No es el único hombre que ha sido abandonado. Sus hijas lo necesitan. Sea un padre antes que un hombre herido. No les robe su infancia.
El silencio se volvió pesado.
Gabriel se puso de pie, caminó hacia ella con los ojos encendidos de rabia y dolor.
—¿Y qué hay de mí, Rosella? —susurró, arrinconándola contra la pared—. ¿Qué hay de lo que yo siento?
Rosella lo miró sin retroceder. Su voz tembló, pero fue firme.
—Usted es fuerte, lo superará. Nadie muere por amor, señor. Y usted no va a morir. Tal vez algún día entienda por qué fue engañado, y encuentre un amor que lo sane. Pero por ahora, solo puede pensar en sus hijas.
Gabriel frunció el ceño. Su respiración era agitada. Levantó la mano, rozó su rostro, y por un instante, el deseo lo dominó. Quería besarla.
Lo supo ella, lo supo él.
Pero Rosella dio un paso atrás, rompiendo el hechizo.
—Está bien —murmuró él, con voz ronca—. Preparen el paseo. Iré con ustedes. Pero vendrás también, ¿verdad? No me dejes solo.
Rosella dudó, y al final asintió.
—Sí, señor.
Salió del despacho con el corazón agitado.
Apenas cruzó el pasillo, se encontró con Mariela, una de las empleadas más antiguas de la casa.
La mujer la observó con una sonrisa maliciosa.
—No pierdes el tiempo, ¿eh? —dijo con tono venenoso—. Tan rápido quieres ocupar el lugar de la señora Julieta. Pero dime, ¿tendrás lo suficiente para llenarlo? ¿O serás solo un deseo momentáneo, Rosella?
Las palabras le cayeron como una bofetada.
Rosella se quedó quieta, mordiéndose el interior de la mejilla.
—No pretendo ocupar el lugar de nadie —respondió con calma—. Solo intento que esta familia no se destruya por completo.
Mariela sonrió, incrédula.
—Eso díselo al señor Gabriel cuando vuelva a buscarte esta noche y te convierta en lo que tanto dices no ser; ¡su puta!
creo que quizo decir Arnoldo.!!!