Tres reinos fueron la creación perfecta para mantener el equilibrio entre el bien y el mal.
Cielo, Tierra e Infierno vivieron en una armonía unánime durante millones de años resguardando la paz.
Pero una muerte inocente, fue suficiente para desatar el verdadero caos que amenazara por completo el equilibrio y, la existencia de todos los seres en el planeta.
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Crepúsculo
El crepúsculo vespertino cubría con un tinte rojizo los cielos. Finas gotas caían desde las nubes como señal de luto, y el tumulto de gente que había irrumpido en el palacio se desplazaba en silencio sepulcral por los pasillos majestuosos de aquel lugar.
Los pasillos resonaban con los lamentos insoportables de un hombre que había perdido al amor de su vida. Aquella vida arrebatada por sus propias manos, que aún se manchaban de rojo y parecían sumergirse, aludiendo al recién partido.
Sus ojos nublados y sus manos temblorosas no podían separarse del frío cuerpo blanco. Su Alteza real yacía inerte en los brazos del único ser con quien anheló compartir su solitario corazón en la más cercana intimidad...
—General Liú, general... Debe soltar el cuerpo de su Alteza. El rey solicita su presencia, y los médicos necesitan atender el cuerpo —dijo una voz.
Escuchaba las palabras como un eco lejano, escuchaba el bullicio de los soldados que sacaban a los aldeanos y una mano firme que sacudía su hombro. Aunque quería responder, aunque quería actuar ante aquellos actos, su cuerpo permanecía congelado. Cuanto más le pedían que soltara, más apretaba sus brazos ante el terror de sentir cómo la piel se enfriaba con el paso de los segundos.
Por más absurdo que pareciera, tenía la sensación de que el cuerpo inerte entre sus brazos se sentía solo. Lo abrazó con fuerza, esperando consolar su alma. Pero ya no había respuesta, no había nada más que un silencio aterrador y un cuerpo gélido que perdía color segundo a segundo. —General...
El hombre detrás de él guardó un silencio absoluto al ver cómo el general Liú Xin se levantaba tambaleante con el cuerpo inerte de su Alteza entre sus brazos. Se abrió paso entre la multitud que aún llenaba los aposentos del príncipe. Nadie hizo un solo ruido ante la mirada devastada de aquel hombre. Cualquiera que amenazara cuestionar los actos de tan noble general era silenciado por las imponentes figuras del ejército real. Los leales soldados, en respeto y en duelo, inclinaban la cabeza en despedida, mostrando su respeto hacia quien yacía muerto y aquel a quien admiraron grandemente.
El general Liú caminó lentamente, paso a paso, dejando un fino rastro de sangre carmesí esparcida por el palacio. "Este es su palacio, Alteza. No importa quién pase, quien pise estos caminos, su sangre siempre manchará la conciencia de la nación que lo traicionó", dijo en voz baja, cargada de resentimiento.
Las puertas del patio que daban a la corte real se abrieron. El general Liú agarró con suma delicadeza el cuerpo de su Alteza y avanzó con paso firme, desafiando las miradas avergonzadas de muchos. Cuando finalmente estuvo frente a las puertas del salón real, sin siquiera dar tiempo a un anunciamiento, las abrió de una estruendosa patada, rompiendo aquel obstáculo que le impedía ver la cara de aquel que se hacía llamar su emperador.
Caminó lentamente entre miradas molestas y petulantes de todos los presentes. Y justo frente a él, a tres escalones de distancia, yacía la impotente figura del ser que lo había llevado a cometer el peor de los actos, el ser al que había admirado durante tantos años. En silencio, sin emitir un solo ruido, depositó con suavidad el cuerpo del príncipe heredero a los pies de aquel falso emperador. Lo miró con puro rencor y en silencio se marchó, dejando caer su espada y despojándose lentamente de su armadura, como una clara señal de repudio hacia el imperio que lo había fallado.
Desde aquel día, la nación de WūYā quedó sumida en un luto unánime. El emperador, con su corazón desolado y su conciencia herida, siguió las últimas voluntades de su difunto hijo. No culpó a nadie, ni siquiera ordenó buscar al insolente general. Dos días después de la muerte de su Alteza, se llevó a cabo un gran funeral en su honor.
Las calles de WūYā se tiñeron de blanco. Cientos, miles de linternas en forma de lotos fueron lanzadas hacia el cielo, como despedidas, como una guía para su Alteza hacia los reinos celestiales. Rogaban a los dioses que resguardaran el noble alma que se desvaneció en medio de la paz de su pueblo. Rezaban para que en su próxima vida, aquella Alteza encontrara la felicidad, recompensado en exceso por su inmensa valentía. Bajo la máscara de la hipocresía, suplicaban fervientemente.
Pero ¿quién hubiera dicho que los cielos son sordos y ciegos cuando el favor no les conviene?...
...~○~...
La existencia de un Loto Blanco en los cielos tiene lugar hace billones de años. Junto a muchas razas que, con el pasar del tiempo y la codicia de los seres que habitan la existencia, fueron mermando hasta convertirse en un milagro que solo nace cada mil años, llegando eventualmente a su simple extinción.
Estos seres de gloria, o como se llamaban a sí mismos, "Lotos Blancos", representaban la pureza más sagrada entre los cielos. Eran los únicos merecedores del poder divino y los únicos que podían mantener el equilibrio y la paz entre los reinos. Sin embargo, con el tiempo, se convirtieron en un gran símbolo de estatus, un simple trofeo que se sentaría al lado del dueño del trono de jade.
Esta tirana costumbre dio paso a miles de profecías que condenaban las vidas de estos seres, amenazando al gran emperador jade. La codicia y el poder inundaron el corazón de quien gobernaba los cielos y condenaron por completo la existencia de estos seres, incluso cuando su más grande amor era la sangre que querían derramar...
Un Loto Blanco no nace más que cada mil años; es un signo de grandeza, paz y prosperidad, pero también un signo de poder, y el poder es extremadamente codiciado incluso en lo más alto. Y en el nacimiento de aquel ser magistral, solo significa un posible rival, un ser que amenaza el puesto del más supremo en los cielos, una amenaza por la cual Yù Huáng Dà Dì no estaba dispuesto a permitir.
Y ante esa profecía, donde incluso el corazón más glorioso fue contaminado, es donde se amerita poner atención. Los mortales son débiles de corazón y mentalidad, sus ambiciones son más que abismales y el miedo es una parte irracional de su ser. Solo hace falta un pequeño empujón y son capaces de la más grande destrucción, acabándose unos contra otros, convirtiéndose en presas y cazadores de su misma especie. Y con ese repulsivo instinto, no era necesario siquiera ensuciarse las manos, solo un susurro en los sueños de una anciana embustera, una canción desconocida, un rumor sin raíces, y toda la vida de ese ser magistral se vería contaminada por la codicia de su propia gente.
Es por ello que la paz anhelada de WūYā fue tan efímera como el susurro de los dioses. Luego de aquel día en el que lo que había sido una gran nación se convirtió en una cuchilla venenosa y dio muerte al príncipe heredero, esos actos deplorables marcaron su propia perdición en esta existencia.
Y solo hacía falta ver las mermas de los insumos básicos, aquellas fueron la eclosión evidente que dio paso a la desgracia. El hambre y la sed en la gente pueden convertir al ser más digno en un cruel y despiadado asesino, en un propio animal sin raciocinio. Fue así mismo que WūYā, incluso antes de la "Gran Guerra", se convirtió en una nación totalmente perdida a los ojos de aquellos dioses desdeñosos que les dieron la espalda por completo.
Los recursos escaseaban, y con ellos se desvanecía la esperanza. La tierra reseca y los cultivos marchitos eran el testimonio silencioso de la devastación que se cernía sobre la nación. Los estómagos vacíos y las gargantas secas desencadenaron una lucha despiadada por la supervivencia. Hermanos se volvieron enemigos, vecinos se traicionaron mutuamente en un frenesí de desesperación.
WūYā, alguna vez próspera y floreciente, se sumió en la oscuridad de la desolación. Los dioses, antes benevolentes, parecían haber abandonado a su suerte a aquellos que tanto los habían venerado. Sus oraciones se perdían en el viento, sin encontrar eco ni respuesta. El destino de la nación estaba sellado, condenado a una decadencia irremediable.
Y así, mientras la Gran Guerra se avecinaba, WūYā se encontraba sumida en un abismo de desesperanza. Sus habitantes, una vez orgullosos y valientes, se debatían en la desesperación y el caos. La promesa de un futuro próspero se desvanecía, reemplazada por un horizonte desolado y desolador.
Los dioses, con su indiferencia altiva, sellaron el destino de WūYā. Las llamas de la guerra consumieron la nación, dejando a su paso ruinas y cenizas. Los gritos de dolor y la agonía de los caídos se mezclaron con los lamentos de aquellos que sobrevivieron. La grandeza de WūYā quedó enterrada bajo el peso de la desgracia y la tragedia.
...
WūYā fue lentamente pereciendo, de la gran nación únicamente había un cascarón, ya ni siquiera mostraba recuerdos de lo que hace únicamente unos años fue. El general Liú Xin desapareció sin dejar rastros, solamente rumores de la gran crueldad que nació en su corazón luego de la muerte de su Alteza. No fue hasta que la guerra se desató completamente entre los tres más grandes reinos, que aquel general mostró su cara en los territorios de aquel lugar que llamo hogar. A tres años de la muerte del príncipe heredero, el joven general ya era todo un hombre, su contextura demostraba que aquellos tres infernales años, no habían pasado en vano ¿quién sabrá que caminos recorrió? Su rostro mostraba sufrimiento, dolor palpable en aquellos ojos, pero por sobre todo una ira incontrolable. Aquel muchacho que lloro la pérdida de su señor ya no existían en aquella abrazadora mirada, era simplemente los resto de un alma desquebrajada. Pero, aun así, ante la llamada de su nación, él se presentó imponente, nadie sabe cómo le contacto el emperador, Se había vuelto un tabú hablar de él después de aquel día. Ni un solo comentario fue permitido en el palacio sobre la muerte de su Alteza y de aquel general y, como un secreto sepulcral, solo susurros perspicaces se oían de aquel lamentable hombre.
Pero ante el llamado, justo a los pies de la infernal guerra, yacía parado de una forma totalmente imponente frente a las tropas reales, proclamándose como el general que siempre fue.
Desde su llegada, procuro entrenar arduamente las tropas al mandato del mismo emperador, quien le dio total libertad de dirigir cada regimiento como si se tratase de su propia voz. Nadie se dignó a preguntar el porqué, ¿Por qué aquel emperador, permitía tales libertades?, ¿Por qué aquel emperador, permitía tal insolencia? No hacía falta preguntar, en los corazones de todos estaba la respuesta.
Y aquellos soldados, con quien ya había hace muchos años formado una hermandad en el norte, seguirían leales ante aquel hombre de gélida mirada.
Cada orden, cada mandato despiadado de aquel, todos sabían que en el fondo era un acto causado por su maltrecho corazón. Si alguien había sufrido la pérdida de su Alteza en sumo dolor, fue el General Liú Xin. Solo hacía falta recordar el grito tan desgarrador que soltó aquel día, su mirada perdida dando pasos pesados mientras cargaba delicadamente el cuerpo inerte de su Alteza real. Sus manos tintadas de sangre decoraban la ropa del ser entre sus brazos y las finas líneas carmesís que se impregnaban en los pasillos del palacio. Aquellas finas manchas que jamás se lograron limpiar, quedando como testigos de tal repudiable hazaña de toda la nación.
Es por ello por lo que todos los presentes, sabían de ante mano, que el general Liú, exclusivamente se encontraba comandando aquellas tropas, en busca de defender lo que con muerte, pago su amado. Jamás iba a dejar que WūYā se consumiera, no luego de tal sacrificio y si llegase el día de que el imperio moría, él moriría para ir a sus brazos y por fin. Luego de tanto, rogaría por su perdón, dando el amor desmedido que alguna vez se negó por la ignorancia infantil de su juventud.
Y aunque que arduamente luchaba para evitar la ruina de la nación, también suplicaba a los cielos que le guiaran a su Alteza luego de servir fielmente con su misión. No creía merecerlo, pero no podía evitar tener un ápice de egoísmo cuando de sus brazos fue arrebatada la vida que más le importo. Solo por ello se atrevió a rogar en esperanzas vanas de cuando su vida se extinguiera, pudiese seguir a lado de su Alteza y esta vez jurando servirle fielmente, entregando un amor inconmensurable que iría más haya de la muerte.
...
Caminando por los sombríos pasillos del palacio, Liú Xin llegó a los pies de un descuidado cerezo. Viejos recuerdos vagaron por su mente, y la nostalgia se hizo presente. —He vuelto, su Alteza... —murmuró con palabras temblorosas, mientras su corazón se apretaba de tristeza. —Yo defenderé su nación, incluso si mi vida es cobrada en el proceso. Pero, por favor, si muero en la batalla, déjame servirte en los cielos...
Una lágrima traicionera abandonó sus ojos, y apoyó su cabeza en el tronco viejo. Después de un momento, recorrió con la mirada el lugar. Todo estaba tal y como lo recordaba, nada había sido tocado. Se notaba que alguien cuidaba de aquel ala, manteniéndola como en sus recuerdos. Las flores estaban llenas de vida, los peces del estanque tan coloridos como la última vez que pisó aquel sitio, y ni siquiera una mota de polvo se acumulaba en la entrada.
Caminó lentamente hacia el interior de la habitación, reviviendo recuerdos, aquellos que eran tan vívidos y tortuosos como un viaje en el tiempo. Podía escuchar la suave risa de su alteza hablando con aquella dama que solía acompañarlo, o los profundos regaños acentuados hacia aquel soldado que ahora estaba a su cargo. Pero el peor de todos los recuerdos fue aquel en el que se encontraba parado frente a una cama tan blanca como el rostro de su ser amado aquel día.
Justo bajo sus pies, yacía una gran mancha carmesí en el suelo, como un recordatorio ingrato de lo que ocurrió aquel día. Parecía gritar a quien entrara en aquel lugar que en aquel suelo yacía la sangre derramada del príncipe heredero. Y así fue como una y otra vez vio pasar frente a sus ojos la imagen de sus manos atravesando la suave piel de aquel ser que no supo apreciar en su momento. La cobardía de sus confusos sentimientos fue lo que lo impidió. La cobardía que emanaba de su ser mismo.
Luego de un buen rato atormentándose a sí mismo con los dolorosos recuerdos, decidió continuar su camino hacia su deber, en espera de un descanso eterno que aún parecía distante. Simplemente, anhelaba revivir en su memoria el recuerdo de aquel ser que lo mantenía con vida, en medio de un castigo autoimpuesto como recordatorio de su grave falta hacia su señor. Fue él, en toda su aberrante situación, quien puso fin a la vida de aquel a quien amaba. A pesar de todas las justificaciones que pudiera haber, morir sin padecer tormentos era un regalo demasiado anhelado que no estaba dispuesto a concederse. Dado que había fallado, no encontraría la muerte hasta que pudiera enfrentar a su señor con el poder de servirle y serle verdaderamente fiel.
De igual manera, se apresuraría hacia los brazos de su amado y nunca permitiría que nadie volviera a lastimarlo. Lo protegería en las próximas vidas, sin importar el costo, incluso si eso significaba entregar su vida mil veces en un infierno agónico, compartiendo la misma agonía que había experimentado cada día desde que su Alteza real se había ido entre sus propios brazos.
Crepúsculo: El periodo del día al amanecer o al atardecer, cuando el cielo no está completamente oscuro ni completamente iluminado.
Vespertino: Relativo a la tarde.
Luto: Manifestación de tristeza y dolor por la muerte de alguien.
Tumulto: Desorden, confusión o agitación causada por una multitud.
Sepulcral: Relativo o similar a un sepulcro, que evoca la muerte o el entierro.
Inerte: Sin vida o movimiento.
Anheló: Deseó intensamente o ansió