A Marian se le fue arrebatado todo lo que tenía, incluso su libertad. Fue encerrada y maltratada durante un año en el que no pudo ver la luz del sol, su padre le ofrece un trato para salvarla del infierno en el que está, casarse con el duque Lion a cambio de sacarla de aquel maldito lugar, ella acepta sin dudar.
Cuando piensa que por fin podrá ser feliz, se entera que sobre su matrimonio hay una maldición, ella morirá al cabo de un año. Ella decide que un año en libertad era mejor que muchos presa en una pequeña habitación y decide disfrutar su tiempo junto a su dulce y tierno esposo, quien termina enamorándose locamente de ella.
Una maldición que amenaza un apasionante amor y la bendición de un hada que quizás sea lo que los libere, pero siempre con un precio alto por pagar.
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Capítulo 7. Sin dolor
Marian y Luis permanecieron un largo rato sentados en el jardín, hablando de cosas pequeñas, casi insignificantes, como si ambos necesitaran ese respiro antes de volver a la realidad. El sol comenzaba a descender cuando una sirvienta se acercó para avisar a Marian de que la comida estaba servida.
Luis se levantó primero y le ofreció la mano. Marian la aceptó sin pensarlo, apoyándose en él con una confianza silenciosa.
—¿Quieres quedarte a comer? —preguntó ella, casi con timidez.
Luis había pensado regresar a la torre, a la distancia segura que siempre mantenía con los nobles. Sin embargo, Marian había alterado ese plan sin proponérselo. No se parecía a nadie que hubiera conocido: no había arrogancia en ella, ni exigencia, solo una calma extraña, nacida del sufrimiento. No sabía si lo que sentía era compasión o algo más profundo, pero marcharse en ese momento le parecía casi una traición.
—Sí —respondió al fin—. Tengo hambre.
Marian sonrió, una sonrisa breve pero sincera.
—Genial.
Se giró hacia la sirvienta.
—Añadan un puesto más en la mesa.
La mujer pareció sorprendida. No tenía noticia de visitas, pero la seguridad con la que Marian habló disipó cualquier duda. Asintió y los condujo hasta el comedor.
Se sentaron uno junto al otro. Marian parecía más tranquila cerca de Luis, como si su presencia aligerara el peso invisible que siempre llevaba encima. Esperaron en silencio hasta que el duque entró. Al ver al mago sentado junto a Marian, se detuvo en seco.
—Creí que te habías ido.
—Al final decidí quedarme —respondió Luis con naturalidad.
El duque no entendía cómo Marian había logrado lo que él no: que el mago no huyera. Al principio se había mostrado hostil, casi temeroso, y luego había desaparecido sin mirar atrás. Él mismo había intentado seguirlo, sin éxito.
Las sirvientas sirvieron la comida. A Marian le llevaron un plato ligero; su cuerpo aún no toleraba comidas pesadas. Frente a Luis y al duque colocaron carne con castañas, humeante y fragante. Marian la miró sin disimular su interés.
Luis lo notó.
—¿Quieres probar? —le preguntó en voz baja.
Ella dudó.
—¿Puedo?
Luis tomó un pequeño trozo con el cubierto y se lo acercó. Marian lo probó con cuidado, como si fuera un pequeño lujo prohibido. El duque frunció el ceño.
—Si quieres comer carne, puedes pedir que te sirvan un plato.
—No —respondió ella sin mirarlo—. Aún me resulta pesada. Solo tenía curiosidad.
Volvió a su plato, cerrando la conversación. El duque guardó silencio.
Cuando terminaron de comer, Luis habló con la seriedad de quien sabe que no hay forma delicada de decir ciertas cosas.
—Necesito examinar todas tus heridas antes de curarte.
El duque reaccionó de inmediato.
—¿Todas?
—Sí. No puedo tratar lo que no conozco.
La tensión se instaló en la mesa. El duque pensó en las cicatrices, en el cuerpo marcado de Marian, y una punzada de incomodidad lo atravesó. Marian, en cambio, asintió sin vacilar.
—Está bien.
Subieron a la habitación. El aire parecía más pesado allí arriba. Marian se detuvo frente a su cama y trató de desatar el lazo del vestido, pero sus manos no llegaban bien.
—¿Me ayudas? —le pidió al duque, sin mirarlo.
Él lo hizo con cuidado, como si temiera romper algo frágil. Marian dejó que el vestido cayera y se quedó de pie, cubierta por las vendas y su propia postura, como si su cuerpo fuera algo secundario, casi ajeno.
Luis examinó sus brazos y piernas con atención clínica, sin morbo, sin prisa. Cuando llegó el momento de revisar su espalda, Marian retiró las vendas y se volvió ligeramente, cubriéndose instintivamente.
—¿Te duelen? —preguntó Luis al ver las heridas.
—No mucho —respondió ella—. Ya casi no.
Aquella respuesta le dolió más que cualquier herida visible. Presionó con cuidado una de ellas.
—¿Y ahora?
—Un poco.
Luis apartó la mano. Comprendió entonces que Marian no era fuerte porque resistiera el dolor, sino porque había aprendido a vivir con él. Sus nervios, como su corazón, habían sido obligados a endurecerse demasiado pronto.
Sacó un frasco de pomada, pero antes de que pudiera aplicarla, el duque se adelantó y se lo quitó.
—Yo lo haré.
Luis lo observó unos segundos y asintió.
—Asegúrate de no dejar ninguna herida sin tratar.
Mientras el duque aplicaba la pomada con manos tensas, Luis mezcló varios líquidos hasta obtener uno de color violeta. Cuando terminaron de vendarla, Marian volvió a vestirse.
Luis le entregó el frasco.
—Bebe esto.
Ella obedeció. Apenas el líquido tocó su lengua, hizo una mueca.
—Es horrible.
—Todas las medicinas lo son —respondió él—. Pero lo necesitas. Estás desnutrida, anémica… y hay huesos que no sanaron bien. Eso llevará tiempo.
Marian observó sus brazos, como si esperara ver algún cambio inmediato.
—No veo nada distinto.
—No desaparecerán las cicatrices —dijo Luis con suavidad—. Pero tu cuerpo estará más fuerte. Eso es lo importante.
Guardó sus cosas y se colgó la bolsa al hombro.
—Volveré mañana. Necesito traer más materiales de la torre.
—No te preocupes —respondió Marian—. No tengo prisa.
Luis se giró hacia el duque.
—Necesitaré un carruaje. Y luego hablaremos de los gastos. No hago esto gratis.
El duque asintió, serio. Pero mientras Luis se marchaba, no pudo evitar mirar a Marian y pensar que, por primera vez, alguien había decidido quedarse… no por deber, sino por ella.
soy Maria...