Leda jamás imaginó que su luna de miel terminaría en una pesadilla.
Ella y su esposo Ángel caminaban por un sendero solitario en el bosque de Blacksire, riendo, tomados de la mano, cuando un gruñido profundo quebró la calma. Un hedor nauseabundo los envolvió. De pronto, el sendero desapareció; sólo quedaba la inmensidad oscura y una luna blanca, enorme, que parecía observarlos.
—¿Oíste eso? —susurró Leda, el corazón desbocado.
Ángel apretó su mano.
—Debe ser un animal. Vamos, no te asustes.
Pero el gruñido volvió, más cerca. El depredador jugaba con ellos, acechándolos. Un crujido a su derecha. Otro, detrás. Los gruñidos iban y venían, como si se burlara.
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CURAR A LA BESTIA
De a poco, el lobo se deshizo entre crujidos y espasmos. Pelaje que se retraía, huesos que volvían a su forma humana. Ikki quedó tendido en el suelo, desnudo, ensangrentado, irreconocible.
Su brazo izquierdo era un amasijo de carne desgarrada, el muslo chorreaba sangre, las costillas parecían hundidas. El alfa que había enfrentado a la muerte con garras ahora yacía vulnerable, apenas respirando.
Leda lo miró con horror. Por un instante, no supo qué hacer. Su mirada se desvió hacia el tronco donde traían el cuerpo de Ángel. Su esposo. Su esposo muerto.
Un nudo le oprimió la garganta. ¿Correr hacia Ángel? ¿O ayudar al salvaje que la había traído hasta aquí?
La verdad era cruel: Ikki no le importaba. No después de haberla arrastrado como un animal, de orinar sobre el cadáver del hombre que amaba. Pero entonces lo sintió. Decenas de miradas sobre ella.
Ojos dorados. Ojos negros. Expectantes. Juzgándola. Como si aguardaran que hiciera algo. Y lo entendió: si daba un paso en falso, sería comida para lobos.
Respiró hondo, tragó el odio, y caminó hacia él.
Estaba cubierto de tierra, sangre coagulada, astillas clavadas en la carne. No tenían vendas, ni gasas, nada. Todo era primitivo.
—Ayúdenme a llevarlo al lago —ordenó, con una voz que no parecía suya.
Un lobo robusto dio un paso adelante.
—Yo lo llevo, luna —dijo con respeto.
Leda asintió, sin tiempo para sorprenderse por cómo la llamaban.
—Gracias. Necesito jabón… o algo para desinfectar.
Los lobos se miraron entre sí, confundidos. Rina fue quien respondió:
—Mí luna… eso que pide no existe aquí. Solo lave las heridas. Luego le daré el ungüento.
Leda apretó los labios. Tenía que improvisar.
Llegaron al lago. El lobo —robusto— sostenía el cuerpo como si no pesara nada. Leda rasgó su remera y se metió al agua helada.
—Sosténlo derecho —ordenó—. Que no se hunda. Necesito limpiarlo.
El lobo obedeció. Su mirada era fija, casi desafiante. Vigilaba cada movimiento, como un guardián. Leda temía que si hacía algo mal, él la destrozaría.
Mojo el pedazo de tela y comenzó a limpiar. Quitaba barro, sangre seca, trozos de pasto pegados a las heridas. Cada movimiento hacía estremecerse el cuerpo de Ikki.
Leda trabajaba en silencio, concentrada, sin darse cuenta de que en su interior algo cambiaba. Ya no era solo odio. Era instinto. Compasión.
Cuando llegó a sus caderas, dudó. Bajó la mirada y… (¡Dios!). Era enorme, lo limpio.Sintió que el calor le subía a las mejillas.
—¿Luna, está bien? —preguntó el lobo robusto, arqueando una ceja.
—¡Sí! Sí, estoy bien —mintió, apartando el pensamiento como podía.
El pudor era lo de menos comparado con lo que vino después. Cuando llegó al brazo izquierdo, se quedó paralizada. La herida era espantosa. Podía ver el hueso.
Enjuagó la tela y limpió con todo el cuidado del que fue capaz. Encontró una astilla clavada en la carne. Cuando tiró de ella, Ikki se arqueó con un gruñido gutural que le heló la sangre.
—Tranquilo… —susurró, sin saber por qué le hablaba como a un niño herido.
(¿Por qué me duele a mí?) pensó, sintiendo un nudo extraño en el pecho.
Cuando terminó, exhaló un suspiro tembloroso.
—Llévalo a su tienda —dijo, agotada.
—Como ordene, luna —respondió, - soy tom...,respondió, orgulloso, y se lo echó al hombro.
—Gracias… Tom —susurró ella.
Ikki fue recostado entre pieles. Leda, por un instante, miró el tronco donde estaba Ángel. Un dolor le desgarró el alma, pero no pudo acercarse. Ikki tiritaba. Tenía fiebre.
Rina entró con un cuenco humeante y un puñado de hierbas.
—Aquí, luna. Coloque esta pasta en sus heridas.
Leda obedeció hasta que llegó al brazo. Allí se detuvo, horrorizada, cuando la anciana puso en su mano un punzón y una tira vegetal.
—Haga los agujeros. Pase la hoja y apriete. Debe cerrar la herida.
Leda palideció.
—¡Está loca! No hay anestesia. Se infectará. Tendrán que amputar…
—Eso no pasará. Nosotros sanamos rápido. Confíe, luna. Hágalo ya.
Temblando, clavó el punzón. La carne cedió con un chasquido húmedo. Las náuseas la golpearon, el sudor frío le bajó por la frente. Pero no se detuvo. Punto tras punto, cerró la herida.
Cuando terminó, no pudo evitar mirarlo: había quedado perfecto.
—Páseme el ungüento —ordenó, casi sin pensar.
Rina sonrió. Su luna era más fuerte de lo que parecía.
Leda salió corriendo al lago, lavó el trapo, lo empapó en agua fría y volvió para colocarlo sobre la frente ardiente de Ikki.
Entonces él abrió los ojos.
Grises. Intensos. Fijos en ella.
Leda sintió que algo en su interior se rompía. O se encendía.
Ikki intentó hablar, pero solo exhaló un suspiro. Se durmió.
Y ella se quedó allí, sentada junto a él, con la mirada perdida, cuidando a la bestia que había destrozado su vida.