Emma ha pasado casi toda su vida encerrada en un orfanato, convencida de que nadie jamás la querría. Insegura, tímida y acostumbrada a vivir sola, no esperaba que su destino cambiara de la noche a la mañana…
Un investigador aparece para darle la noticia de que no fue abandonada: es la hija biológica de una influyente y amorosa pareja londinense, que lleva años buscándola.
El mundo de lujos y cariño que ahora la rodea le resulta desconocido y abrumador, pero lo más difícil no son las puertas de la enorme mansión ni las miradas orgullosas de sus padres… sino la forma en que Alexander la mira.
El ahijado de la familia, un joven arrogante y encantador, parece decidido a hacerla sentir como si no perteneciera allí. Pero a pesar de sus palabras frías y su desconfianza, hay algo en sus ojos que Emma no entiende… y que él tampoco sabe cómo controlar.
Porque a veces, las miradas dicen lo que las palabras no se atreven.
Y cuando él la mira así, el mundo entero parece detenerse.
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capitulo 6
El fin de semana pasó más rápido de lo que esperaba. La casa estuvo llena de risas, voces, juegos y tantas personas a mi alrededor que apenas podía creer que todo aquello tenía algo que ver conmigo.
Las mellizas, Nadia y Navila, no se separaron de mí ni un minuto. Siempre estaban encontrando una excusa para llevarme con ellas: a caminar por el jardín, a ver una película, a enseñarme a hacer trenzas o a contarme secretos. En cuanto a Wily, era un encanto. Me hacía bromas suaves y me ayudaba cuando notaba que me sentía incómoda o perdida entre tanta gente.
—Prometemos venir a verte todas las semanas —dijo Nadia el domingo antes de irse—. Te vamos a sacar a pasear, al cine, a comer helado… a todo.
—Sí, nada de encerrarte aquí como una muñeca de porcelana —añadió Navila con una sonrisa pícara.
—Y yo también —intervino Wily—. No se librarán de mí tan fácil.
Yo solo podía mirarlos, con la sonrisa más sincera que había tenido en años, y asentir.
—Me haría muy feliz… —murmuré.
—Pues ya está —dijo Wily—. Ahora eres nuestra prima favorita.
Me reí un poco, con las mejillas ardiendo, y por un momento se me olvidó que yo no era como ellos, que no sabía nada de la vida, que todo esto era tan nuevo para mí.
Cuando finalmente todos se despidieron el lunes temprano y la casa se quedó en silencio, sentí un pequeño vacío en el pecho. Los extrañaba ya.
—Hija —dijo papá esa misma tarde, cuando me encontró leyendo en la sala—, quiero comentarte algo.
—¿Sí? —pregunté, cerrando el libro y poniéndome derecha.
—Hemos pensado —empezó, mirando a mamá que asentía con una sonrisa— que lo mejor para ti sería que tengas clases particulares aquí en casa. Un par de maestros vendrán todos los días a enseñarte las materias principales. Así no tendrás que adaptarte de golpe a una escuela enorme, y podrás ponerte al día a tu ritmo.
—¿En serio? —pregunté, sorprendida.
—Claro —respondió mamá, sentándose a mi lado—. Ya hemos contratado a los profesores. Empiezas el lunes próximo.
—Yo… gracias —dije, bajito, aunque por dentro sentía miedo y emoción a la vez.
—Y mañana —añadió papá con una sonrisa— vas a ir al centro comercial a comprar todo lo que necesites para tus clases. Todo. Cuadernos, colores, mochilas, ropa… lo que quieras.
—¿Mañana? —pregunté, abriendo los ojos.
—Sí —confirmó mamá—. Y Alexander te llevará.
Ahí mismo se me encogió el estómago.
[...]
La mañana siguiente, ya estaban los dos listos. Yo llevaba un vestido sencillo y una chaqueta porque estaba fresco, mientras que Alexander parecía un modelo salido de una revista: jeans oscuros, camiseta blanca y una chaqueta de cuero que le daba ese aire serio que siempre tiene.
—¿Lista? —preguntó él, sin mirarme demasiado.
—Sí —contesté, bajando la cabeza.
—Recuerda, hijo —dijo mamá a Alexander mientras nos acompañaba a la puerta—, no escatimes. Si Emma quiere algo, se lo compras. Todo lo que pida.
—Sí, madrina —respondió él con voz neutra.
—Y nada de prisas, eh —intervino papá, guiñándome un ojo—. Tómense su tiempo.
Alexander asintió y me hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera.
—Vamos.
El viaje en el coche fue en silencio. Yo me limitaba a mirar por la ventana y jugar con las mangas de mi chaqueta. Cada vez que lo miraba de reojo, él estaba concentrado en la carretera, con una mano en el volante y la otra apoyada en su pierna.
Cuando llegamos al centro comercial, quedé deslumbrada. Era enorme, con escaparates brillantes y pasillos llenos de gente. Me quedé quieta en la entrada, un poco abrumada.
—¿Por dónde quieres empezar? —preguntó él, con esa voz fría suya.
—Ehh… no sé… —admití.
Alexander suspiró y se pasó una mano por el cabello.
—Está bien —dijo—. Empecemos por las mochilas y cuadernos. Después vemos lo demás.
Asentí rápidamente y caminé detrás de él, tratando de no perderme entre la multitud.
En la tienda de útiles, él se cruzó de brazos mientras yo recorría los pasillos, sin saber muy bien qué elegir. Había tantas cosas, tan bonitas, que no sabía por dónde empezar.
—Puedes escoger la que quieras —dijo él finalmente, cuando me vio parada frente a una estantería llena de mochilas.
—Es que… son muy lindas… —murmuré.
—Entonces llévate las que te gusten —contestó con indiferencia.
—Pero… —empecé a protestar.
Él rodó los ojos y agarró una canasta.
—No vamos a estar aquí todo el día, así que elige las que quieras y ponlas aquí.
Yo tomé una mochila celeste con flores, un estuche a juego, varios cuadernos de colores y un montón de lápices y marcadores. Cuando terminé, la canasta estaba llena y él apenas levantó una ceja.
—¿Ya? —preguntó.
—Sí… —dije, aunque todavía miraba de reojo los estantes.
—Si quieres más, tómalo —añadió, serio—. Ya te lo dijeron: todo lo que necesites.
Sentí un calor en las mejillas y tomé un par de cosas más, con timidez.
Luego fuimos a la sección de ropa. Allí sí que me sentí completamente fuera de lugar. Mientras yo dudaba entre dos suéteres, él se apoyó en la pared y sacó el teléfono, claramente aburrido.
Pero no se quejaba. Solo estaba… distante.
—¿Qué opinas? —pregunté al final, levantando un vestido azul.
Él levantó la vista, me miró de arriba abajo y dijo:
—Te queda bien. Llévalo.
—Oh… gracias… —murmuré.
Seguimos así por un par de horas, con él cargando las bolsas sin inmutarse y yo intentando no mirarlo demasiado. Por dentro, no podía evitar pensar que las mellizas y Wily hablaban de otro Alexander. Uno que yo no conocía.
Pero, aun así, de vez en cuando lo miraba por el rabillo del ojo y me preguntaba si, algún día, él también podría mirarme con una de esas sonrisas que le dedicaba a los demás.
Cuando por fin volvimos a la mansión, yo estaba cargada de bolsas y con la cabeza hecha un lío. Jamás en mi vida había visto tantas cosas bonitas juntas… y ahora, todas eran mías.
Caminé detrás de Alexander por el largo pasillo, agarrando la mochila celeste contra mi pecho como si fuera un peluche. Las bolsas él las traía en una sola mano, como si no pesaran nada. Yo tenía miedo hasta de respirar de más y romper algo.
Él no dijo nada en todo el camino, y yo tampoco. La única vez que intenté hablar fue para decir:
—Gracias… por… acompañarme.
Él se limitó a mirarme de reojo y a murmurar algo que no entendí, con ese tono suyo que siempre parece molesto.
Cuando llegamos al salón principal, mis padres ya estaban allí, sentados en los sofás. En cuanto me vieron, sus rostros se iluminaron.
—¡Ahí está mi princesa! —exclamó papá, poniéndose de pie y acercándose a recibirme.
—¡Pero cuántas bolsas! —dijo mamá, con una sonrisa enorme—. Déjame ver, cariño, ¿qué compraste?
Alexander dejó las bolsas en el suelo con un leve suspiro y dijo:
—Está todo lo que pidió. Mochilas, útiles, ropa… y más.
—Muy bien —dijo papá, dándole una palmada en el hombro—. Gracias, hijo.
Alexander asintió, se guardó las manos en los bolsillos y se marchó sin más, con pasos tranquilos y esa misma expresión fría.
Yo lo seguí con la mirada hasta que desapareció por el pasillo, con un nudo en la garganta que no sabía explicar.
—No le hagas caso —dijo mamá, acariciándome la mejilla—. Él es así. Tiene su carácter, pero es un buen muchacho.
Yo asentí, aunque no estaba segura de entender.
—¿Quieres que veamos qué compraste? —preguntó papá, inclinándose sobre las bolsas como si fueran cofres del tesoro.
—Sí… —dije, apenas audible.
Y mientras ellos revisaban las libretas, los lápices de colores, los vestidos, las medias y hasta los borradores que había elegido, no dejaban de elogiarme.
—¡Qué buen gusto! —decía mamá, levantando un suéter azul pastel—. Este color te quedará precioso.
—Y esto está perfecto para las clases —añadía papá, hojeando un cuaderno con tapas de flores—. Muy bien, hija. Muy bien.
Mi corazón latía rápido. Tenía miedo de que pensaran que había gastado demasiado, o que elegí cosas feas… pero sus sonrisas y sus palabras me tranquilizaron un poco.
—Estoy orgulloso de ti, ¿sabes? —dijo papá, y yo bajé la mirada, porque no sabía qué hacer con tanto amor junto.
Después de cenar, me retiré temprano a mi habitación. Dejé las bolsas ordenadas junto al escritorio y me senté en la cama abrazando mi nueva mochila, todavía con la chaqueta puesta.
Me sentía… feliz. Pero también cansada. Era como si mi cabeza no pudiera procesar tantas emociones en un solo día.
Me quité los zapatos y me metí bajo las sábanas sin siquiera cambiarme de ropa. Antes de cerrar los ojos, me pregunté si algún día Alexander también sonreiría al verme. Aunque… en el fondo sabía que probablemente no.
Y eso me hizo apretar la mochila un poquito más fuerte.
A la mañana siguiente, desperté con el suave golpeteo en la puerta.
—Adelante —murmuré, todavía con la voz dormida.
Era mamá. Entró radiante, con una taza de leche caliente en las manos.
—Buenos días, amor mío —canturreó, sentándose a mi lado—. Hoy tenemos un día tranquilo, pero queríamos contarte algo importante antes de salir.
—¿Sí? —pregunté, incorporándome de inmediato.
—ya casi terminan los trámites para ponerte oficialmente el apellido Cavendish —explicó con una sonrisa dulce—. Tu padre y yo ya hablamos con los abogados y todo está en marcha.
Abrí la boca, sorprendida.
—¿De… verdad? —pregunté en un susurro.
Pues hace pocos dias hablamos de eso con la familia.
—Claro, princesa —dijo papá, que acababa de entrar con una carpeta en la mano—. Queremos que lleves nuestro nombre con orgullo. Porque eres nuestra hija. Y nada cambiará eso.
Las lágrimas me picaban en los ojos, pero traté de contenerlas.
—Gracias… —murmuré, sin atreverme a mirarla demasiado.
—No tienes que darnos las gracias, preciosa —rió papá, revolviéndome el cabello—. Es lo justo.