Amaris creció en la ciudad capital del magnífico reino de Wikos. Como mujer loba, fue entrenada para proteger su reino por sobre todas las cosas ya que su existencia era protegida por la corona
Pero su fuerza flanquea cuando conoce a Griffin, aquel que la Luna le destino. Su mate que es... un cazanova, para decirlo de esa manera
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El apóstol
Griffin empujó la puerta de su casa, una sencilla construcción de madera y adobe que se asentaba en las afueras del pueblo de Amanecer. Era un hogar humilde, común entre los campesinos, pero para él era un santuario, un lugar donde podía encontrar refugio después de sus cacerías. El sonido de sus botas resonó sobre el suelo de madera, marcado por el paso de los años y el desgaste de sus idas y venidas.
Griffin dejó su espada, un arma aparentemente ordinaria, contra la pared cerca de la puerta. A simple vista, era una espada común, de buen peso y forjada con precisión, pero pocos sabían que esa arma estaba consagrada por Herodio, el dios de la luz y el fuego. No era solo una herramienta de guerra, era un símbolo de la fe que Griffin llevaba consigo, una extensión de la voluntad divina de su dios. El acero, aunque común en apariencia, contenía un poder oculto, que solo se manifestaba cuando era necesario.
Griffin se quitó el abrigo de cuero y lo colgó en un gancho cerca de la puerta, mientras su mirada recorrió la estancia, iluminada apenas por el último rayo de sol que se colaba por la ventana. Caminó hacia el centro de la estancia principal, sus botas resonando sobre el suelo de madera desgastada. La casa era austera, sin adornos ni lujos, solo lo esencial para un hombre acostumbrado a una vida de combate. Una mesa de roble tosco, algunas sillas y una chimenea eran los únicos muebles que adornaban el espacio. Unas brasas agonizantes en la chimenea proyectaban sombras danzantes sobre las paredes de adobe.
Griffin se dejó caer pesadamente en una de las sillas, cerrando los ojos por un momento. El pueblo de Amanecer, su hogar, había sido devastada por los rebeldes años atrás, cuando él solo era un niño. Ellos se llevaron todo, y su mundo, en un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en cenizas. Recordaba el olor a humo, la sangre cubriendo las calles, y los gritos desesperados de aquellos que intentaban huir. Su familia no sobrevivió. Los rebeldes no mostraron misericordia.
Cuando finalmente quedó solo entre las ruinas, Herodio lo encontró. En el momento más oscuro de su vida, el dios de la luz y el fuego le habló. No con palabras, sino con una presencia que llenó su ser, dándole un propósito. Griffin fue rescatado del borde de la muerte y del abismo de la desesperación. Desde ese día, había sido más que un hombre. Se había convertido en el Apóstol de Herodio, guiado por su luz para llevar justicia a aquellos que traían la oscuridad al mundo. Vampiros, muertos vivientes, y todo tipo de criaturas malditas habían caído ante su espada, porque cada golpe que daba era con la voluntad de su dios. Su espada no era solo un arma, sino una extensión de esa misión divina: destruir a los muertos vivientes, a los vampiros y a cualquier ser que amenazara el equilibrio entre la vida y la muerte.
Se levantó, dejando la mesa atrás, y caminó hacia una trampilla oculta bajo una alfombra vieja. La levantó, revelando una escalera de piedra que descendía hacia el sótano. Griffin encendió una antorcha y descendió por los escalones, el aire se volvía más pesado y frío a medida que bajaba. El sótano era donde guardaba sus secretos, donde mantenía su conexión con su dios.
Griffin se arrodilló frente al brasero, dejando que el calor sobrenatural envolviera su rostro. Siempre que se sentía perdido o en busca de dirección, venía aquí. Era a través de este fuego que recibía sus misiones, las sagradas tareas que Herodio le encomendaba para limpiar el mundo de la oscuridad que lo corrompía. Los vampiros, los no muertos, y los demonios deambulaban por las tierras, y solo aquellos como Griffin, los Apóstoles de Herodio, podían enfrentarlos.
Las llamas purpúreas danzaron ante él, susurros sagrados comenzaron a surgir de las profundidades del fuego. Era un lenguaje que ningún hombre mortal podría entender, pero Griffin, como Apóstol, había aprendido a escucharlo. La misión siempre llegaba como una sensación, una certeza que se grababa en su mente, clara como el día.
Cerró los ojos, dejando que el crepitar del fuego llenara sus sentidos. En la oscuridad detrás de sus párpados, comenzó a ver imágenes: figuras difusas que se movían entre sombras. Vampiros. Espectros que infestaban los caminos más allá de Amanecer. Eran las próximas víctimas de su espada y de la ira divina de Herodio. Sabía que pronto tendría que partir de nuevo.
Griffin abrió los ojos, observando el fuego morado. El calor era reconfortante, pero también le recordaba el peso de la responsabilidad que cargaba. Cada misión que Herodio le asignaba estaba impregnada de peligro, pero siempre había una recompensa esperando en los lugares donde el mal se escondía. Tesoros antiguos, reliquias perdidas, artefactos de poder: todo aquello que había sido abandonado en las tierras infestadas de oscuridad. Griffin era más que un cazador de recompensas. Era el brazo de la justicia divina, el instrumento a través del cual Herodio purgaba el mal del mundo.
Recordar su propósito le llenó de una determinación renovada. Amanecer era su hogar, y aunque los recuerdos de la tragedia aún le atormentaban, no permitiría que la oscuridad se apoderara de su ciudad natal. Los rebeldes habían sido los responsables de su sufrimiento, y ahora había otros enemigos esperando ser erradicados. La misión que se avecinaba sería peligrosa, como siempre, pero Griffin sabía que no estaría solo. Herodio le guiaba, y su espada, aunque oculta a los ojos del mundo, estaba lista para desatar su verdadero poder cuando llegara el momento.
Apagó la antorcha y subió de nuevo las escaleras, dejando el brasero encendido como un recordatorio constante de su vínculo con Herodio. Al volver a la superficie, respiró hondo, llenando sus pulmones con el aire fresco de la noche. El viento traía consigo el olor a tierra y lluvia reciente. Afuera, bajo las estrellas, Amanecer parecía tranquila, pero Griffin sabía que la paz era frágil.
Cerró la trampilla detrás de él, asegurándose de que su conexión con su dios permaneciera oculta a los ojos de los curiosos. Aunque la gente del pueblo sabía que era un cazador, nadie sospechaba la verdadera naturaleza de sus misiones ni el alcance de su poder. Griffin prefería mantenerlo de esa manera. El silencio y el misterio eran su escudo.
Se sentó frente a la chimenea, dejando que el calor de las brasas lo envolviera. Mañana partiría de nuevo, hacia los caminos infestados de sombras, donde la luz de Herodio brillaría más intensamente contra la oscuridad. Pero por esta noche, Amanecer seguía siendo su refugio, su punto de partida y, algún día, su lugar de descanso final.
Griffin cerró los ojos una vez más, permitiéndose un breve respiro antes de que el deber lo llamara nuevamente. Sabía que mientras el fuego sagrado ardiera en el sótano, Herodio seguiría guiando su espada. Y mientras él tuviera la fuerza para seguir, no permitiría que la oscuridad se adueñara de su ciudad natal.
Se sacudió la cabeza y se levantó buscando la espada y la dejo en su habitación, una sencilla habitación separada de su sala, con una cama grande y un cofre donde guardaba sus tesoros mas importantes, objetos encantados y joyas sumamente valiosas. La cerradura estaba encantada y ni un experto ladrón lograría abrirla sin su sangre
Encendió la chimenea y la luz invadió su hogar. No tenia mucho a pesar de las monedas de oro que guardaba celosamente. El sueldo de los granjeros era de 1 moneda de plata al mes, lo suficiente como para que una pareja viviera. Los guardias ganaban 5 que valía para vivir cómodamente, no de manera excesiva, pero si lo suficiente para mantener a una familia de 4 o 5 sin tener el miedo de morir de hambre o frio
¿Él? Ganaba hasta 21 monedas de oro al mes, mucho mas que los nobles, que solían ganar 15 monedas de oro para considerarse nobles y vivir en la zona amurallada. Pero él guardaba todo y se negaba a gastarla en estupideces como una casa mas grande. Aquí estaba su dios y él solo necesitaba tener a su dios cerca para ser feliz
Además, las mujeres nobles buscaban un marido fiel o que al menos escondiera sus infidelidades, él no era así, es libre por sobre todo y habia muchas mujeres para amar
Hablando de mujeres, su puerta sonó y él sonrió. Se acerco campante a la puerta y al abrirla, vio los ojos lujuriosos de María, una vendedora que esta tarde le habia estado haciendo ojitos. Una parte de él pensó en la cazadora que habia visto también, aquella que se movía con agilidad entre la gente y le miraba calculadora, pero lo dejo de lado cuando las manos de María se aferraron a su cuello y sus labios chocaron. Cerro la puerta de una patada buscando el placer de todas las noches