Desde que tengo memoria, he sido repudiada por mi padre y por todo el imperio, señalada como "la princesa demonio", "la hija maldita", "la oscuridad entre la luz". Me acusan de intentar asesinar a mi hermana, la hija de la Diosa Mística. Incluso mi ex prometido me odia por querer acabar con su princesa. Estoy sola, y me espera una muerte miserable. En el cielo, mi madre y mi hermano, quienes murieron en un incendio cuando yo tenía 14 años, aguardan. Desearía haber muerto ese día también, pero pronto cumpliré mi sueño. Adiós, hermana. Nunca te odié. No sé por qué creen que intenté quitarte la vida, yo no fui. Cumple tu deber y salva al imperio de la guerra; esos fueron mis deseos antes de morir.
Sin embargo, para mi sorpresa, desperté nuevamente a los 14 años. Mi madre y mi hermano están vivos. No dejaré que mueran de nuevo.
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5
No sabía mucho sobre la familia de Damián Agreste, pero sentí que podía confiar en él. Esa tranquilidad mía pareció alterar a mi hermana Pricilla, quien no soportaba verme en calma junto a alguien como él. Al despedirme, un grito desgarrador cortó el aire y, al girarme, vi a Pricilla tendida en el suelo, con una daga enterrada en el brazo. Corrí hacia ella.
—¡Pricilla, por favor, no cierres los ojos! —le rogué, aterrada.
Pero ella cerró los ojos. Mi padre llegó en ese momento y me empujó lejos, apartándome de su preciada hija. Con furia, ordenó a los guardias que atraparan al responsable. Sin entender por qué, supe que era mejor retirarme, aunque sabía que no me extrañarían. Horas después, los guardias irrumpieron en mi habitación, me arrastraron sin miramientos y me acusaron de intento de asesinato. Las palabras "asesina" resonaban en mis oídos como golpes. Asesina. Asesina. Esa era la palabra que todos parecían tener en mente.
Me llevaron ante todos en la gran sala del palacio. Las miradas de desprecio eran como cuchillos, pero el golpe de Sebastián me hizo ver estrellas. Escupió en mi rostro con asco.
—¡Maldita asesina! Esta vez no escaparás. Vas a pagar por todo el daño que has causado.
Le dio paso a mi padre, quien me propinó una patada en el estómago y siguió golpeándome sin descanso.
—Eres una vergüenza —gritaba—. Casi matas a tu propia hermana, y todo por celos. Te envenena saber que ella es la mujer completa que tú nunca serás, que Sebastián la ama y que tú no significas nada. No mereces vivir.
Tras el escarmiento, ordenó que me encerraran en un calabozo. Allí, en la oscuridad, me sentí sola y derrotada. Pasaron tres días sin que me dieran comida o agua. Mi cuerpo estaba tan débil que ver algo de luz al cuarto día me hizo doler los ojos. Me arrastraron fuera de mi prisión, llevándome hasta una plaza llena de gente que gritaba y lanzaba piedras, comida podrida y otros objetos. Entre la multitud, pude ver a Damián, observándome con tristeza. ¿Por qué? Apenas me conocía. Los guardias me amarraron a un grueso tronco y mi padre, junto a un sacerdote, empezó a hablar ante todos.
—Hoy es un día lamentable. La mujer que una vez llamé hija ha intentado cometer el peor de los crímenes: matar a su propia hermana. Y todo porque no soporta verla feliz. Esta maldición que lleva desde su nacimiento solo se puede expiar con fuego.
Al oír eso, el pueblo comenzó a gritar:
—¡Fuego! ¡Queremos fuego! ¡Quemen al demonio!
Pricilla se acercó y, con voz fingida, dijo:
—Hermana, de todo corazón, te perdono.
—Yo no lo hice… —intenté explicar, pero fue inútil. Nadie me escuchaba.
Se alejaron, y los guardias comenzaron a colocar leña a mis pies. Rociaron el montón con un líquido que rápidamente se impregnó en mi ropa. Al encender las llamas, el fuego subió con rapidez, envolviendo mi cuerpo. El dolor era indescriptible; sentía cómo mi piel se quemaba y mis gritos se ahogaban entre el rugir de las llamas y los festejos de quienes me consideraban un mal que debía erradicarse.
El cielo, oscuro y pesado, parecía empatizar con mi tormento. Entre el humo y la desesperación, recordé a mi madre y a mi hermano. Y entonces, aquella voz misteriosa volvió a resonar en mi mente: "Hija, ven…"
—¿Quién eres? —murmuré en un hilo de voz, entre el dolor y la angustia.
La voz se hizo más clara y autoritaria: "Hija, ven a mí". Todo se volvió negro y el sufrimiento desapareció. Me vi en un vacío oscuro, y en medio de la nada, un portal de luz se abrió. Al asomarme, vi a mi madre y a mi hermano. Él había crecido, fuerte y hermoso. Había alguien más con ellos, una mujer con cuernos retorcidos y presencia imponente.
Corrí hacia mi madre y mi hermano, abrazándolos con todo el amor que no pude expresar en vida. La mujer de los cuernos habló con la misma voz que había escuchado antes.
—Ven, hija. Abraza a tu verdadera madre.
—¿Quién eres tú?
—¿No reconoces a tu madre cuando la ves?
—¿Tú… eres mi madre? ¿La Diosa Mística?
—Así es. Esa a la que veneran no es la elegida. Pricilla es una impostora, y ha jugado contigo. Pero ya no estás sola. Nadie se atreverá a tocar a los míos otra vez.
En ese momento, comprendí que toda mi vida había sido una mentira, y que finalmente estaba en el lugar al que realmente pertenecía, al lado de mi verdadera madre, la Diosa Mística. El mundo terrenal quedó atrás, junto con los falsos rostros y las crueles acusaciones.
el debería de pagar ante el mago por todo los pecados de la familia real