Un Omega miembro de una manada de lobos de las nieves, huye con su hijo Alfa tras haber asesinado al Alfa de la manada en defensa.
En su huída por tierras nevadas, encuentran a un Alfa exiliado que vive en los bosques, y que cambiará sus destinos.
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Sin manada
La nieve que lograba pasar entre los árboles, cubría la rocosa y a veces esporádica vegetación de los suelos del bosque.
Había animales pequeños, sin embargo insuficientes para reponer todo el desgaste que su viaje iba a suponer, así que tenían que ocultarse dentro de lo posible, la distancia que lograban abarcar era mínima así.
No tenían muchas alternativas en el invierno cada vez más crudo. Los árboles les daban un poco de cubierta, pero su esencia, en particular la dulce de Fausto, era un problema.
Vieron una saliente rocosa entre unos árboles, decidieron juntar follaje para colocar en la tierra húmeda debajo de esta.
— ¿Qué haremos? —cuestionó preocupado Kotine. La caza sin ayuda de la manada era infructuosa, y apenas podían mantener el ritmo así—. También pueden olfatear nuestro rastro.
Fausto trago en su garganta seca, y se quitó un poco de tierra de su rostro, intentó sonreír con sus labios partidos para calmar a su hijo.
—Nuestra esencia como lobos es fácil, queda incluso en nuestras pisadas —reflexionó—. Como humanos, somos presa fácil, y al mismo tiempo poco detectable: como hombre, no tenemos esencia.
—Estoy de acuerdo, madre —opinó el joven Alfa—. Que tendremos que cuidar más nuestras ropas, pero... ¿A dónde iremos después?
El Omega hundió su cabeza en sus brazos, que estaban cruzados sobre sus rodillas.
—No lo sé —se sentía cansado, muy cansado.
—Madre, yo escuche... —inició el joven lobo—, escuche una historia extraña, de las tierras bajas.
Fausto alzó su rostro con una sonrisa amable. Pensaba que Konstantine quería animarlo.
— ¿Y cómo era? —murmuró curioso el Omega.
—Qué en las tierras bajas, viven los hombres que no pueden ser lobos... Como no he visto ninguno, ¿existen?
Fausto iba a contestar, sin embargo, la historia que contaba Kotine podía darles una oportunidad.
—Existen Kotine —contestó emocionado, agitando con fuerza el hombro del chico—, tal vez, podemos buscar donde están... Por la influencia de la manada, buscar a otros lobos...
No necesitaba terminar la frase, los lobos árticos tenían demasiado poder en otras manadas. Podrían ir a los enemigos en todo caso, algo que era una apuesta.
Fausto cabeceó un poco, y agitó su cabeza.
No habían dormido en los días que llevaban moviéndose, si bien habían bajado el ritmo, estaban en su límite, en especial Fausto: un Omega, sin el vigor de la juventud, y con un cachorro aprendiendo a ser un Alfa.
Konstantine había tomado ya dos días de guardia, y él no podía permitir que su hijo cargará con toda la responsabilidad.
—Está bien madre, aún tengo energía —aseguró ante la insistencia de Fausto de tomar esa noche la guardia.
Kotine todavía era un cachorro, al menos para él; no obstante, era obvio que un Alfa estaba curtido para enfrentar la adversidad. La resistencia de un Omega se veía drásticamente mermada después de su celo, del cual Fausto apenas salió oficialmente hacia un par de días—usando las hierbas que le ayudaban para suprimirlo—, se sentía como una carga.
De entre todas las cosas que pudieron pasar en su vida, tenía que haber arrastrado a su hijo en el asesinato de su líder, y conocía a Ekaterina, la pareja del Alfa, no los dejaría hasta encontrarlos; siempre había demostrado ser muy apegada a Bastián, como al orgullo que representaba tenerlo como pareja.
Aquello no era un panorama alentador.
Normalmente los dejarían a morir, esperando que la crudeza del invierno, como de los bosques nevados, terminarán por consumirlos; en resumen: los exiliarían, abandonándolos a la deriva sin manada, ni un lugar donde regresar.
Un lobo sin manada era condenarse en esas tierras. Todo eso apenas le dejaba poder dormir en los escasos momentos que podía dormir; las circunstancias indicaban que ni para tener la certeza de una condena amable eran afortunados.
La mañana llegó, y la necesidad de alimento estaba presente nuevamente, como cada día, aunque sus cuerpos pedían más por las raciones tan esporádicas de los días anteriores. Como humanos gastaban menos energía, y avanzaban con mucha más lentitud.
—Tenemos que cazar —dijo Kotine cuando se detuvieron en un pequeño claro del bosque, cubierto de follaje, y un par de troncos de bien tamaño de viejos árboles muertos—, podemos esconder nuestras pocas provisiones en uno de los troncos, y cubrirlas con nieve para dispersar el olor.
Ambos caminaron entre los altos pinos, despojándose de sus ropas para poder tomar sus formas de lobos. Su pelaje blanco brillaba entre los árboles, y acercaron sus hocicos al suelo húmedo, para detectar el aroma de alguna presa, bien podía ser un conejo o algo similar.
La caza era difícil con sólo ellos dos; acostumbrados a buscar presas grandes en grupo, saben que les será muy difícil conseguir algo del tamaño de un alce; Kotine era fuerte y ágil, sin embargo bastante inexperto con presas de mayor tamaño, y Fausto tenía nula experiencia en esas actividades.
Los Omegas por sus características, estaban fuera de la cacería, por lo cual sus habilidades, y experiencia son, en realidad, inexistentes: Fausto iba a aprender, tenía que adquirir esas habilidades sino quería morir, o arrastrar a Konstantine con él en una futura miseria.
Su cuerpo pequeño, aunque su fisonomía le permitía ser veloz, no dispone de la suficiente fuerza para soportar la pelea que a veces se debía tener con las presas grandes; es absolutamente deprimente tener que depender de su inexperto hijo, para el rastreo y derribar a presas más grande que un que los conejos que abundaban en los bosques.
Fausto ayuda en lo que puede, dada la resistencia de los Omegas, a veces lanza mordidas al animal que estén persiguiendo, guiándolo a una barricada donde pueda caer donde Konstantine espera, para asegurar la caída.
El joven Alfa no se sentía molesto por tener que encargarse de la mayor parte de la caza, disfrutaba el viento en su pelaje, y el gozo de saberse principal aportador al alimentan que los saciaría en su viaje, y creía que posiblemente estaba desarrollando más sus habilidades en esas circunstancias tan complicadas.
Ese día su madre había asustado aun aterrado cervatillo hacia donde estaba, el oculto en la nieve, y con su pelaje del color de esta, esperó a saltarle de frente para emboscarlo, y aferrarse a su cuello para terminar la presa.
Le daba un poco de pena las crías perdidas, o a veces curiosas, que se separaban de su manada, sin embargo con su condición un poco deteriorada por el agotamiento, no tenían muchas opciones. Enfrentarse a un macho de la especie era una labor bastante complicada para ellos dos, quizás podrían conseguir cazar a la madre, y una vez llegarán a un lugar donde pudieran descansar, pensar en su forma de conseguir alimento.
Una vez se vistieron, y Fausto preparó buena parte de la carne para conservarla, se sentaron a comer; prendieron una fogata sólo lo suficiente para asar sus alimentos, no podían permitir su visibilidad de ninguna forma.
—Escuche que los humanos también cazan, los otros chicos de la manada contaban historias —comentó Kotine, mordiendo un trozo de carne en sus manos.
—Todos debemos poder conseguir comida, así que quizás también debemos poner en practica la fabricación de herramientas, que fue dejada un poco de lado...pero si siendo hombres es más conveniente, tenemos que dominar esa parte de nosotros —reflexionó muy serio su madre, haciendo levantar una ceja algo sorprendido al joven.
—Recuerdo que hacían cosas con madera y piedra, pero...—Kotine no recordaba haber visto nada de eso terminado—, arcos con flecha. Tu cara es muy seria con esto madre, suena a como si pensaras que dejaron eso de lado.
—Con eso, hasta los Omegas hubiéramos sido de ayuda al cazar —suspiró triste—. Al final, es como si el lobo hubiese tomada el control de todo lo que somos, y olvidamos esa parte humana, que consideramos débil.
Kotine siempre escuchaba fascinado las conjeturas de Fausto. Su padre llegó a decirlo—él era muy pequeño, pero recordaba—: que su Omega era posiblemente el más inteligente de la manada.
El Omega no había sobrevivido solo tantos años, ni lo hubiera podido criar sin pericia mental. Las hierbas fueron también cosa de Fausto, quien probó con los hierbajos que encontraba al recolectar madera, en especial los aromáticos.
— ¿Crees que los humanos podrán recibirnos? —Kotine no los conocía, pero creía que carecían de cosas en común, más que compartir su apariencia en una parte.
—Si actuamos como ellos: se temé a lo diferente, no a quien nos recuerda a nosotros —concluyó el Omega con una sonrisa.
A Konstantine no le hacía gracia tener que ocultar su forma de lobo—por lo que entendía de las palabras de su padre—, no obstante, si esa era su única oportunidad, tendría que sacrificar un poco de su libertad.
Era un viaje muy largo, en el que podría pensar con calma lo que le inquietaba.
Ambos lobos, tenían que aprender a ser humanos.