En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.
Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.
Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.
Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,
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Capitulo 4
Eid al-Adha – Amanecer sobre la Alhambra
El día comenzó con la llamada del almuédano rompiendo el silencio del amanecer. Granada entera se despertó con las palabras del “Allahu Akbar” que flotaban en el aire como incienso invisible. En los patios de la Alhambra, los sirvientes comenzaban a moverse como sombras silenciosas, encendiendo braseros, colocando jarras de agua perfumada, alineando las alfombras para el rezo del sultán.
En una estancia elevada, con vistas a los jardines de los Arrayanes, Zoraida ya no dormía. Hacía horas que estaba en pie, vestida con un caftán de lino azul oscuro que contrastaba con la palidez serena de su piel. No era la esposa del sultán, y sin embargo, aquella mañana caminaba con una dignidad que desafiaba a las esposas reales de otros tiempos. Una doncella, Samira, le colocaba con cuidado un velo traslúcido sobre los cabellos, mientras otra le ataba unas sandalias de cuero fino. No llevaba corona, pero cada movimiento de ella hablaba de rango.
—“No olvides que no debes hablar demasiado delante de los ulemas” —susurró Samira.
—“Lo sé.” —respondió Zoraida sin alzar la voz—. “Pero tampoco bajaré la mirada más de lo necesario.”
Bajó acompañada de sus criadas hasta los jardines donde se preparaba el primer sacrificio del día. La presencia de Muley Hassan, vestido de blanco, impuso silencio entre todos los presentes. Zoraida se quedó al margen, pero no oculta. Desde su posición, observaba con atención el desarrollo del ritual, las oraciones del imam, el gesto del sultán al tomar el cuchillo para ofrecer el primer cordero a Allah. Fue entonces cuando, sin que estuviera previsto, el sultán la llamó con un gesto. Los ojos de muchos se volvieron hacia ella.
Zoraida se acercó, acompañada de Samira y dos eunucos. No tocó nada, no rompió ninguna regla, pero entregó con sus manos los primeros pañuelos bordados, hechos por las costureras del harén. En cada uno, el símbolo del granado —emblema de Granada— y un hilo de oro que tejía discretamente la letra “Z”.
Tras el sacrificio, comenzó el recorrido por los patios y corredores. Zoraida caminaba unos pasos detrás del sultán, junto a las damas del harén que se le habían permitido acompañar. Aixa, madre de Boabdil y antigua favorita de Muley, observaba desde las sombras con un gesto duro. Ella entendía mejor que nadie lo que significaba ese gesto: no era solo una caminata, era una legitimación sutil, una forma de decir ante jueces, visires y pueblo: “ella tiene mi favor”.
Más tarde, ya entrada la mañana, comenzó la distribución de las ofrendas. Por orden directa del sultán, Zoraida fue quien encabezó el reparto. No como esposa. No como reina. Como mujer de confianza del soberano. Fue escoltada por soldados, criadas, y dos ulemas que supervisaban el cumplimiento de la caridad obligatoria. La ciudad entera se había congregado en los exteriores del palacio: mendigos, viudas, niños, enfermos, comerciantes humildes y artesanos. Esperaban pan. Esperaban carne. Esperaban un rostro que no los despreciara.
Zoraida caminó descalza sobre las alfombras tendidas, como señal de humildad. Repartió con sus propias manos porciones de cordero, dátiles, pan recién horneado, dulces de miel, y monedas de plata. Cada niño recibía también un dulce de almendra o una piedrita perfumada. A cada mujer le entregaba una bolsita de tela bordada.
Uno de los imames, impresionado por la escena, anunció con voz alta:
—“Que Allah bendiga a la sierva del sultán, Zoraida bint Ishaq, por llevar al pueblo la generosidad de este día. No por rango, sino por piedad.”
Los ojos de la gente no bajaron. Se alzaron hacia ella. Y vieron en su rostro no arrogancia, sino compasión.
Mientras tanto, en el harén, las mujeres murmuraban. Algunas con celos, otras con miedo. Aixa, apartada en su salón privado, fruncía el ceño mientras una criada le informaba.
—“Le permiten repartir las ofrendas… Como si fuera esposa…”
—“Todavía no lo es,” respondió Aixa con tono frío. “Pero ese hombre está ciego. Y ella lo sabe. Se mueve como una reina. Pero no olvides… los sultanes se cansan.”
Pero en las calles de Granada, el pueblo no se cansaba de pronunciar su nombre.
De regreso a los corredores del palacio, Zoraida se detuvo a lavarse las manos en una fuente. El sol estaba alto ya, y su frente sudaba. Entonces sintió que alguien se le acercaba.
—“Has hecho algo grande hoy” —dijo la voz de Muley Hassan, grave, baja.
Zoraida se volvió lentamente. Bajó apenas la cabeza.
—“Solo hice lo que tú me pediste.”
Él la observó durante unos segundos.
—“No. Has hecho más de lo que yo imaginé. Has tocado corazones. Has calmado la murmuración. Hoy muchos te vieron como algo más.”
Ella no respondió de inmediato. Luego murmuró:
—“No soy más que una extranjera que aprendió a amar esta tierra… con la misma fuerza con la que fue arrancada de la suya.”
El sultán, sorprendido por su sinceridad, la miró con atención.
—“Una extranjera... que Granada empieza a llamar suya.”
Y con ese murmullo entre fuentes y mármol, se retiró dejándola sola, con los pies aún húmedos y las manos oliendo a azahar y cordero.
Esa noche, en la Alhambra...
La noche descendió sobre Granada como un manto de terciopelo oscuro bordado en oro. Las luces de las antorchas parpadeaban entre los arcos del patio de los Leones, y el murmullo del agua parecía contar secretos antiguos entre los pilares. La celebración del Eid había terminado en las calles, pero dentro del palacio, el ambiente era distinto. No había ruido, solo una calma espesa, como si todos contuvieran el aliento.
Zoraida no asistió al banquete principal. Había preferido retirarse temprano a sus aposentos, alegando cansancio, aunque sabía que su ausencia sería notada. Después de caminar entre el pueblo, dar ofrendas con sus propias manos, y presentarse a la vista de todos, no necesitaba más pruebas. Había sido suficiente. Demasiado, quizás.
En su habitación, la luz de un candil temblaba contra la pared. Las criadas habían dejado una bandeja con higos, leche tibia y pan con almendras. No comió. Se sentó frente al ventanal que daba a los jardines de la Alhambra y observó la luna reflejada en los estanques.
Detrás de ella, Samira la peinaba en silencio, deshaciendo las trenzas una a una.
—“Hoy no eras solo una concubina,” murmuró la doncella, como quien sabe que su voz no será respondida.
—“Hoy fuiste algo más.”
Zoraida no respondió, pero su reflejo en el vidrio mostraba una expresión que no era de triunfo. Era de incertidumbre.
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Mientras tanto, en el gran salón del banquete, Muley Hassan estaba rodeado de nobles, visires y embajadores. Los músicos tañían sus instrumentos suavemente, sin romper el murmullo que llenaba la sala. El sultán comía poco, bebía aún menos. Sus ojos no estaban en la comida, ni en los cortesanos. Estaban en el espacio vacío a su izquierda. Donde no estaba Zoraida.
Uno de los ministros, un hombre anciano de barba blanca, osó hablar:
—“La ciudad habla de ella. Algunos la llaman ‘la nueva joya de Granada’. Otros dicen que el harén está inquieto.”
El sultán no apartó la vista del vino sin tocar.
—“El pueblo también está inquieto,” respondió. “Y ella supo calmarlos mejor que muchos de mis generales.”
Las palabras quedaron en el aire. Nadie se atrevió a cuestionarlo.
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En el harén, las mujeres observaban la noche como si fuera una amenaza. Aixa, recostada sobre cojines, escuchaba los rumores que traían las esclavas. Zoraida repartiendo carne. Zoraida recibiendo bendiciones. Zoraida al lado del sultán, caminando como esposa.
Su mano apretó el abanico de marfil con tanta fuerza que lo partió.
—“El amor de un sultán es como el agua,” dijo con frialdad. “Toma la forma del recipiente que lo contiene. Hoy es ella. Mañana podría ser otra.”
Pero sus ojos no estaban convencidos.
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Cerca de la medianoche, Zoraida bajó sola a los jardines. Caminó descalza sobre la piedra tibia, envuelta en un manto ligero. Se sentó junto a la fuente donde había lavado sus manos esa misma mañana. Tocó el agua con los dedos.
—“¿Cuánto durará esta calma?” —pensó.
Una rama crujió detrás de ella. Se volvió, sin sobresalto. Era el sultán. No venía escoltado. Solo. Como un hombre común.
—“¿No deberías estar en el salón?” —preguntó ella.
—“No si tú no estás allí.”
El silencio entre ellos fue largo, como si ambos supieran que las palabras eran innecesarias. Luego, él se sentó a su lado.
—“Mañana vendrán los murmullos. Las cartas secretas. Las quejas del harén. El juicio de los ulemas.”
—“¿Y tú qué harás?” —preguntó ella sin mirar.
—“Escucharé, como todo sultán. Pero decidiré como hombre.”
Zoraida cerró los ojos por un momento. En esa noche silenciosa, bajo el cielo andalusí, sabía que la sombra del poder era dulce al principio, pero siempre traía veneno en la copa.
Y sin embargo, por primera vez, no sintió miedo.
Solo una certeza: ya no había vuelta atrás.
Después de todo… estoy aquí.
Después de los cuchicheos, después de los silencios que hablan más que las palabras, después de la sombra de otras mujeres que me miraban como si fuera polvo, como si fuera un error que nunca debió haber subido los escalones del palacio… estoy aquí.
Con él. Con mi Muley.
No necesito títulos. No necesito el aplauso de los cortesanos ni la corona que otras ansían con veneno en los labios.
Él me dio algo más precioso: un lugar en su alma. Un lugar en sus noches.
Fue en el cuarto mes desde que comenzó a llamarme a sus aposentos, cuando me tomó de la mano una tarde de azahar encendido y me condujo por un pasadizo poco transitado que bajaba por la colina. Era un sendero oculto entre cipreses, bordeado de muros de piedra envueltos por la hiedra. El aire tenía esa frescura que sólo huele a comienzo.
Y allí estaba. Una casa blanca, de dos niveles, discreta por fuera, silenciosa como un templo.
—“Este lugar estaba cerrado desde la muerte de mi abuela” —dijo—. “Ella venía aquí cuando quería huir del bullicio de la corte. Nadie entra sin mi permiso. Nadie sabrá que estás aquí, si no lo deseas.”
—“¿Por qué me traes aquí?” —le pregunté.
Él no respondió de inmediato. Abrió la puerta de madera y me invitó a pasar. Dentro, el aire tenía perfume a cedro antiguo. Las paredes estaban cubiertas de tapices bordados con versos de poetas andalusíes. Una fuente de mármol susurraba en el patio central, rodeada de columnas grises como la niebla. Y había una sala con cristales de colores que filtraban la luz del sol como si entrara por vitrales de un sueño.
—“Porque necesitas un lugar que sea solo tuyo. Y porque… algún día, cuando los días sean oscuros, quiero que recuerdes que esto lo hice por ti. No por Zoraida, la mujer que me acompaña. Sino por Zoraida, la única que me entiende.”
Lo llamé Dar al-Layali: “la Casa de las Noches”. Porque lo supe desde el principio… que allí no dormiría muchas veces, pero cada vez que lo hiciera, recordaría por qué existía.
No era un regalo. Era una promesa.
Esa noche, cuando regresamos al palacio, él me llevó nuevamente a sus aposentos. Era ya costumbre. Las otras mujeres del harén lo sabían. Incluso Aixa lo sabía. Y aunque la oficialidad no me reconocía, el corazón de Muley ya me había hecho suya.
Los aposentos del sultán eran austeros pero majestuosos. Había alfombras persas con patrones infinitos, lámparas de aceite colgando como constelaciones invertidas y una gran cama con dosel de gasa color humo. Siempre olía a incienso de clavo, a madera quemada lentamente.
Allí, entre susurros, le hablaba del pueblo, de las mujeres que habían venido por ayuda, de los niños huérfanos que vi esa semana, de lo que vi en los ojos de los soldados que regresaban del norte.
Y él escuchaba. Siempre escuchaba.
Porque cuando yo hablaba, él dejaba de ser sultán. Era hombre. Era amante. Era alguien que buscaba sentido.
A veces le recitaba versos de Ibn Hazm. Otras, simplemente me recostaba sobre su pecho, y juntos escuchábamos el canto lejano de los búhos entre los árboles.
No me preguntaba por mis pensamientos. Los adivinaba.
No me pedía que me quedara. Me hacía querer quedarme.
Y cada noche, al despertar envuelta en sus brazos, antes de que saliera el sol, me miraba sin palabras, como si no pudiera creer que estaba allí. Como si yo fuera un sueño que se repetía.
Como si aún temiera que un día yo desapareciera.
Pero yo no pensaba irme.
Porque aunque no firmara decretos, aunque no encabezara procesiones oficiales, aunque los escribanos no registraran mi nombre en los anales de la dinastía… yo era la mujer que dormía con el sultán.
La que acariciaba su rostro cuando los pensamientos lo asediaban.
La que conocía sus cicatrices, su miedo al fracaso, su necesidad de ser amado por algo más que por el trono.
Aixa me odiaba. No por lo que yo tenía, sino por lo que yo era:
la mujer a la que él elegía sin presión, sin deber, sin alianzas de sangre.
La que, sin una corona, reinaba desde su alma.
Y aun así, cada tanto, sentía la necesidad de volver a Dar al-Layali.
Era allí donde me recordaba a mí misma. Me despojaba del velo, de los perfumes, de las palabras medidas. Me sentaba sola bajo la higuera del jardín y hablaba en voz alta. A veces escribía cartas que nunca enviaba. O recitaba en voz baja los nombres de las mujeres fuertes que me precedieron.
Shajar al-Durr. Zaynab al-Nafzawiyya. Lubna de Córdoba.
Y me decía que yo, una hija de Castilla, una mujer sin más poder que su corazón, podía también quedar en la historia.
No por el título que no tenía.
Sino por la huella que dejaba.
En él.
En el pueblo.
En Granada.
Porque después de todo… estoy aquí. Y esta ciudad ya tiene parte de mi alma.