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El Hijo Del Narco

El Hijo Del Narco

Status: Terminada
Genre:Maltrato Emocional / Elección equivocada / Traiciones y engaños / Completas
Popularitas:4.7k
Nilai: 5
nombre de autor: Joél Caceres

Adrían lo tenía todo lo que un muchacho de 19 años pudiera tener, belleza, protección y un futuro prometedor. Pero, sus hermanos lo traicionaron revelando que es gay a sus padres, sin contemplación lo expulsaron de la casa. No esperaban,sin embargo, que todo rastro de él desaparecería, como si nunca hubiera existido, sintiendo la culpa aplastarlos.

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Quédate un poco más

Adrián desayunaba tranquilo en la cocina de la granja cuando, de pronto, un coro de mugidos rompió el silencio. No era una vaca. Eran todas.

Ese alboroto solo podía significar una cosa: alguna había roto el cerco o saltado el alambrado. Las vacas siempre avisaban cuando uno de los suyos se escapaba al patio o a la chacra. ¿Envidia? Tal vez. Como si el que lograba escapar se llevara el premio que las demás no podían alcanzar.

Fuera cual fuera la razón, Adrián se levantó y salió a ver. Y sí: el toro negro, el más grande y testarudo del rebaño, había saltado el alambrado y ahora se zampaba las hojas tiernas del maíz, justo cuando estaban a punto de florecer.

Corrió hacia él, furioso. En su apuro, no vio un árbol bajo al costado del sendero. Su pelo largo se enredó en una rama, deteniéndolo de golpe.

Mientras el toro masticaba con calma, girando la cabeza para mirarlo con ojos tranquilos, a Adrián le hervía la sangre.

—¡Maldito animal! —gritó entre dientes.

Tiró con fuerza, rompió unas ramas y se liberó. Agarró un palo del suelo y lo golpeó varias veces, hasta que el toro, más por fastidio que por miedo, retrocedió y volvió a saltar el alambrado.

En su huida, derribó varios postes —esos troncos cilíndricos de madera que sostienen el alambre— y se lastimó las patas en el proceso.

Adrián sabía que no tenía ni idea de cómo arreglar un cerco. Buscó a Florencia. Ella, sin decir palabra, fue a buscar ayuda. Y no tardó en aparecer un hombre mayor, de piel curtida y mirada tranquila, que asintió con la cabeza al ver el desastre.

—Este lo sabe arreglar —dijo Florencia, segura.

El viejo llegó con pala, machete, hacha y un rollo de alambre nuevo. Sin perder tiempo, se fueron al bosque. Le dio el hacha a Adrián.

—Probá vos —dijo.

El joven no conocía la técnica. Apretó el mango con fuerza, movió el hacha con torpeza y, al golpear, el golpe mal dado le rebotó en la mano. La piel se le peló, el ardor fue inmediato.

El hombre lo miró, negó con la cabeza y le mostró cómo sostenerla: firme, pero sin tensión, y con un leve ángulo para que el filo entrara limpio.

—Estos árboles —dijo, señalando unos troncos delgados—, son buenos para postes. Los grandes, no. Se pudren por dentro. Y esos otros —señaló unos con corteza clara—, están protegidos. Ni tocarlos.

Le dio los postes más livianos. Él se llevó los pesados. A pesar de su edad, el viejo cargaba como si no pesaran nada.

Regresaron al lugar del desastre. El hombre le enseñó a hacer los hoyos: profundos, estrechos, con un poco de piedra en el fondo para que el poste no se hundiera con la lluvia.

—El alambrado que yo hago —dijo, orgulloso— es el mejor de la región. Los otros son unos perezosos. En dos días ya se les cae.

Terminaron el trabajo al atardecer. El hombre se despidió. Florencia le pagó con una gallina viva, un par de huevos y un tarro de leche.

Cuando Adrián volvió, la anciana vio sus manos lastimadas.

—En el campo hay que estar preparado pra’ esto —dijo, mientras abría su botiquín—. Por eso nunca debe faltar un botiquín.

Lavó las heridas, le puso un cicatrizante y lo vendó con cuidado.

—Gracias por tanto cuidado —dijo él, con una mueca de dolor—. Lamento no ser más útil en estas cosas.

—Para servir estamos —respondió ella, cerrando el botiquín.

Luego, dudó. Lo miró fijo, como si midiera cada palabra.

—Veo que tu piel es muy delicada —dijo—. Tuviste un buen pasar, se nota a leguas. Pero… ¿qué pasó?

Adrián apretó el puño. Arrugó la frente. No quería hablar. Temía que, si lo hacía, Florencia lo echara. Este lugar le estaba gustando. El trabajo duro lo mantenía ocupado, y eso era lo único que evitaba que su mente se desbordara.

—Me corrieron de casa —dijo al fin—. Por un malentendido.

No era toda la verdad. Pero era suficiente.

Florencia lo observó. Vio el dolor en sus ojos. No insistió. Sabía cuándo callar. Y supo, en ese instante, que era un buen muchacho.

Para cambiar el rumbo, señaló al toro, que pastaba tranquilo al otro lado del cerco.

—Mañana tenemos que ponerle una cangalla —dijo—. Un palo en forma de “Y” en el cuello. Así no puede saltar.

—¿Cómo lo haremos? —preguntó Adrián—. No es precisamente un animal manso.

—Cuando todos los animales estén en el corral, él no podrá moverse mucho. Lo atamos y le ponemos la cangalla.

—Ojalá salga bien —dijo Adrián, frunciendo el ceño—. No quiero terminar corneado.

—No te preocupes —dijo ella—. Ahora voy a poner el poroto. Para que te dé rapidez mental. O por lo menos eso decía mi abuela, la finada.

Adrián se metió al baño a arreglarse el pelo. Estaba enredado, lleno de hojas secas. Tomó unas tijeras y, de un impulso, se lo cortó. El resultado fue un desastre: desparejo, con mechones más cortos que otros.

Cuando Florencia lo vio, se quedó helada.

—¡Está horrible tu pelo! —exclamó—. Andá a Don José después de comer. Él te lo arregla. Me debe favores.

—Está bien, abuela —dijo—. Pero… ¿qué le digo? No puedo llegar y decirle: “corteme el pelo”.

—Decile que te manda Florencia. Ahí quedamos a mano. Él me debe unos favores. Pero primero comé. Estás muy flaco.

Pasaron las horas. La comida —una sopa espesa con mandioca, acompañada de jugo de pomelo— estuvo lista. Comieron en silencio. Luego, Adrián ayudó a limpiar y salió hacia la casa de Don José.

El hombre lo recibió sin preguntas. Sabía quién lo enviaba.

—Tu pelo es de un hermoso color, muchacho —dijo, mirándolo con sorpresa—. ¿Qué te pasó para hacerle esto?

—Me enredé con unas ramas —respondió Adrián—. Me frustré. Y lo corté.

Don José asintió, sin juzgar. Tomó las tijeras y empezó a trabajar con maestría. Sus manos, callosas y firmes, rozaban el cuero cabelludo del joven. El contacto fue tan suave, tan rítmico, que Adrián sintió cómo su cuerpo se relajaba. Casi se queda dormido.

—Listo —dijo el hombre al fin—. ¿Qué te parece?

Adrián movió la cabeza, mirándose desde todos los ángulos.

—Bien —dijo—. Muy bien.

Volvió a la casa de Florencia. Iba a descansar cuando recordó algo: ella le había dicho que ese día tocaba llevar provisiones a Daniel, el viudo.

—Rayos —pensó—. Hoy fue un día de locos.

Preparó la bolsa. Le pidió a Florencia incluir también mandarinas y naranjas. Había visto frutas pudriéndose en el suelo. No podían consumirlas todas.

—Buena idea —dijo ella—. La niña necesita vitaminas.

Descansó un rato bajo la sombra del mango, hasta que el calor bajó. Luego, tomó las provisiones y emprendió el camino con paso lento, observando el entorno.

Esta vez se sentía más relajado. Ya no era el forastero perdido. Notó casas coloniales, viejas, con techos hundidos y paredes descascaradas. Nadie las mantenía. Daban una sensación de abandono, como fantasmas del pasado.

Pero también vio casas nuevas: de vidrio, cemento, techos planos. Modernas. Frías. Y entre medias, otras que mezclaban ambos mundos: una puerta de hierro forjado junto a una ventana de aluminio.

Le intrigaba cómo lo antiguo y lo nuevo convivían sin mezclarse del todo. Como si el pueblo respirara con dos tiempos distintos.

Pensando en eso, el camino se le hizo corto. Llegó sin darse cuenta.

Desde lejos, vio a Daniel y a su hija en el patio. La niña lloraba, desconsolada, corriendo en círculos. Daniel le hablaba, desesperado:

—¿Qué te pasa, Ana? ¡Por favor, hablá!

Pero ella no respondía.

—Disculpá que llegue en un momento así —dijo Adrián, acercándose.

Daniel intentó mantener la calma.

—Pasá —dijo, con la voz cargada—. No es problema.

Adrián entró, le entregó la bolsa. Los ojos de Daniel brillaron al ver las mandarinas. Su hija las adoraba.

Señaló dos sillas. Adrián pasó. Desde allí, observó cómo Daniel intentaba calmar a la niña. Poco a poco, el llanto fue bajando. Hasta que, como si nada hubiera pasado, Ana volvió a jugar con la arena.

Daniel se dejó caer en el sillón, agotado. Luego, al mirar bien a Adrián, se detuvo.

—Te cortaste el pelo —dijo, con un tono de culpa.

Adrián lo miró, sorprendido.

—¿Por qué lo dices?

—Por lo que te dije antes… Pensé que… que te había espantado.

—Nada que ver —dijo Adrián, con una sonrisa suave—. Fue por el campo. Me enredé con unas ramas. Me dio rabia.

Daniel asintió, aliviado. Pero el cansancio seguía en sus ojos.

—Lamento lo de mi niña —dijo—. Trato de que se integre… pero después se pone así. El ruido la perturba, o no sé… A esta altura, ya no entiendo nada.

—No te preocupes —respondió Adrián—. Debe ser difícil criarla solo.

—No es solo eso —dijo Daniel, bajando la voz—. Es extraña esta niña. La amo, pero… tiene algo. Reconoce números, colores, pero no habla. Y en una foto… es capaz de ver un objeto que nadie más nota. Es como si viera más que nosotros.

Hizo una pausa. Miró a su hija.

—Es una contradicción constante. Te lo juro, no entiendo.

Adrián no supo qué decir. No sabía nada de niños. Pero señaló la mandarina.

—Estas frutas le van a encantar. Ya verás.

Daniel peló una tajada, le lavó las manos a Ana y se la dio. Ella la comió con gusto, como si nunca hubiera estado llorando.

Adrián se alegró. Había hecho algo bueno. Se levantó para irse.

Pero Daniel lo detuvo, suavemente.

—Por favor… quedate un rato más, Adrián —dijo, con una voz casi suplicante. En sus ojos se leía que estaba al límite.

—Claro —respondió—. Pero no mucho. No quiero que la abuela se preocupe.

Se sentaron. Daniel le ofreció un tereré helado. Y hablaron. O más bien, él habló. Descargó años de frustración, de miedo, de culpa. Sus familiares esperaban perfección. Nadie entendía que no todo se arregla con un “ánimo” o un “ya se le pasará”.

Adrián escuchó en silencio. Cuando se despidió, sintió un nudo en el estómago.

Caminó de regreso, pensando en ese hombre. En su soledad. En su amor roto. Y se vio a sí mismo. También había sido rechazado. También conocía ese vacío. Vaya que lo conocía.

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Ferchx
Gracias por comentar, ayuda a que el algoritmo recomiende la historia :)
Ferchx
Las apariencias engañan /Casual/
Ferchx
Las apariencias engañan /Casual/
Luci🥰
ami me gusto mucho la historia gcs x compartirla 😍
Luci🥰
wooo jajaja y yo creía q Dani seria el de arriba🤭jeje pero bien q me encanta 😍🫦
Luci🥰
jajaj esq se lo quería devorar riko riko🤭😍sl q tu interrumpiste 🤦‍♀️
Luci🥰
ahhh me encanta😍❤️
Luci🥰
jejej esta bien flechadito x mi bb 🤭😍
Sofia Muriel villegas
/Cry/se me metió algo al ojo
Ana Castellon
me gusta mucho tu historia la amoooo
Ferchx: Gracias
total 1 replies
nahomi sofia rodriguez castañeda
ahora con la cabeza fria si pienza
nahomi sofia rodriguez castañeda
incomodo
Turul
se ve muy interesante
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