“Mi niña. Una guerrera. Renaciendo.”
Esta no es solo una novela.
Es un grito ahogado convertido en palabras.
Es la historia de una mujer que fue rota…
Charrill no es solo un personaje.
Es cada mujer que ha callado.
Que ha llorado en silencio.
Que ha sentido que no vale nada…
Que ha perdido las esperanzas…
Esta historia duele.
Esta historia también sana.
Es para ti, que alguna vez pensaste rendirte.
Es para ti, que aún luchas por levantarte.
Acompáñame en este renacer.
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5. Es mi culpa.
Tía Marla entra al baño y lo único que hago es intentar desaparecer.
Me acurruco contra la pared, deseando ser invisible. Pero ella no me da ese permiso. Se agacha a mi altura, me toma el rostro entre las manos y me obliga a mirarla.
—Levántate. Enjuágate el rostro… tenemos que hablar —dice, con esa voz firme que no admite excusas ni rechazos.
Y como el ser roto, obediente y temeroso en el que me convertí, lo hago.
Me levanto como una autómata. Camino tambaleante hasta el lavamanos. Abro la llave. El agua cae… pero no me limpia. Nada puede hacerlo.
Me lanzo el líquido al rostro como si pudiera borrar el dolor, las cicatrices, la suciedad que llevo adherida al alma.
Ella me observa a través del cristal, inmóvil, como si supiera que un movimiento brusco bastaría para que me haga añicos.
Me pasa una toalla desechable. Seco mi cara con torpeza, bajando la mirada, deseando hundirme en el suelo.
No puedo mirarla.
No tengo derecho a mirar a nadie.
Marla me gira con una ternura que duele. Me trata como si valiera algo. Como si no estuviera hecha de escombros.
—Mírame… por favor, dime qué está pasando. Estamos aquí para ayudarte.
Yo solo niego con la cabeza. Trago saliva. El nudo en mi garganta me ahoga.
—No… no es nada. Solo que… tenemos unas deudas que pagar, y por eso decidí reclamar lo que es mío —balbuceo, como si pudiera disfrazar mi ruina de decisión.
Su expresión cambia.
Ahora hay rabia.
Hay desesperación.
Me toma de los brazos, conteniendo su fuerza para no hacerme daño y, sin pedirme permiso, sube las mangas de mi suéter. Luego baja el cuello alto que tanto esfuerzo pongo en mantener en su sitio.
—¿Y ante esto… qué mentira vas a inventar ahora?
Mis muñecas… llenas de cicatrices recientes. Los moretones que tiñen mi piel de púrpura enfermo. Las marcas en mi cuello, aún ardientes, aún con su forma impresa.
Todo está ahí.
Todo al descubierto.
Todo lo que oculto bajo ropa larga, bajo sonrisas forzadas.
Bajo el silencio.
Y entonces… el silencio me traga. Me encierro en él como si fuera una celda... una que conozco demasiado bien... una que ya me es familiar...
Trago saliva. Quiero hablar, pero no puedo. Lo pienso… lo grito por dentro.
"Es mi culpa."
"Soy yo la que no sirve."
"Una mujer que no reacciona, que no siente, que no responde en la cama."
"Una frígida."
"Una carga."
"Una sombra sin alma que solo sabe obedecer."
Y eso… eso lo enfurece.
Martín no hace más que castigarme por mi inutilidad. Aunque… incluso antes de los videos, ya lo hacía.
Siempre me ganaba una bofetada… un puño… una patada. Por torpe. Por levantarle la voz. Por esa rebeldía que él aplacó hasta dejarla en sumisión muda.
Ahora, cada golpe tiene otro motivo. Cada castigo es porque no sirvo para sus videos.
Porque soy patética fingiendo placer.
Porque cada vez que falla una toma, que no gimo lo suficiente, que no sonrío como quiere… él deja su marca.
Porque soy suya.
Su mujer...
Su esclava...
Su perra....
"Así es como se enseña a una perra a portarse bien", dice.
Y mamá… mamá no puede saberlo. No podría. No quiero ver en sus ojos el mismo asco que yo siento por mí.
Bajo la cabeza. No puedo mirar a mi tía. No puedo decirle nada.
Porque si lo hago… si abro la boca… voy a quebrarme.
Y no estoy segura de poder volver a armarme.
Ella entiende mi silencio. Suspira largo, y con decisión:
—¿Tienes tus documentos aquí?
Asiento con un leve movimiento.
—Te voy a sacar de ese infierno… aunque no quieras.
Niego. No puedo. No puedo exponer a mi sobrino. Además… no sabría vivir en el mundo.
No podría con las miradas.
Soy una puta.
Una cualquiera.
Una basura. Como Martín me lo repite cada día.
—Yo no me puedo ir… —jadeo desesperada—, el hijo de Adrián corre peligro...
No puedo contener el temblor de mis manos... de mi cuerpo entero. Pensar en que seré la culpable de más sufrimiento....
—Afuera hay dos hombres siguiéndome —apenas logro señalar por la ventana—. Y aquí dentro están las arpías a las que Martín les paga para que le informen cada uno de mis pasos —no sé de dónde saco la voz… quizá de ese último resto de dignidad o desesperación.
Quizá de saber que ya no me queda nada por perder.
—Eso déjamelo a mí —responde mi tía mirando su reloj—. Pronto será hora del almuerzo. Iremos por tus papeles. Mientras tanto, idearé la forma de sacarte de aquí.
Toma su teléfono, teclea algo. Treinta minutos después, el tío Roqui está en la puerta con un par de bolsas en la mano.
—Hola, chicas. Perdonen la tardanza, pero tuve que llamar a mi hombre para que me trajera estas cositas —dice con su tono ligero, como si no acabara de entrar en un campo minado.
La tía recibe las bolsas, saca ropa de hombre.
—Entra al baño. Cámbiate. ¿Dónde queda tu oficina?
—En el octavo piso, al fondo —respondo, obediente, casi como una niña.
—Roqui, ve por su bolso. Hoy la sacaremos del país. Supe de buena fuente que Gerónimo está aquí. Puede llevársela con él.
Yo… no digo nada. Como siempre. Solo escucho. O finjo escuchar. Soy una veleta sin dirección. Sin decisión. Sin fuerzas.
—¿Estás segura, Rubia, de que quieres pedírselo a él? Yo tengo amigos en Miami que me deben favores.
—Debemos actuar rápido. Antes de que se arrepienta. Antes de que pierda el poco valor que aún le queda. Hay que poner millas de distancia —mi tía no se preocupa por disimular la desesperación en su voz—. Ella necesita tratamiento psicológico. Está muy mal… y lo peor es que no se da cuenta. Se culpa hasta si hace sol o si llueve.
Oigo… pero no escucho.
Porque no lo entienden… sí es mi culpa.
Salgo del baño vestida con el traje de hombre. El tío ya no está. La tía me ayuda a ponerme una peluca. Toma mi ropa y la tira en la cesta de basura. Me pasa unos lentes oscuros y salimos al pasillo rumbo al ascensor.
Todo está sincronizado. Todo parece un escape planeado con precisión.
El ascensor se detiene en el octavo piso. Allí sube mi tío, trae mi billetera en la mano. La tía la toma y la guarda en su bolso.
Salimos del edificio.
Y entonces lo veo.
El auto.
Ese maldito auto.
El mismo que me sigue.
Los mismos ojos clavados en mí desde la distancia.
Mis pies tiemblan.
Me paralizo.
No soy capaz de avanzar…