Una noche ardiente e imprevista. Un matrimonio arreglado. Una promesa entre familias que no se puede romper. Un secreto escondido de la Mafia y de la Ley.
Anne Hill lo único que busca es escapar de su matrimonio con Renzo Mancini, un poderoso CEO y jefe mafioso de Los Ángeles, pero el deseo, el amor y un terrible secreto complicarán su escape.
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#05
Había transcurrido la segunda noche fuera de su casa. Esta vez, Anne encontró otro motel para dormir, pudiendo al fin descansar. Al despertar, se dio cuenta que le quedaban menos de dos horas para dejar la habitación.
Se dio una ducha rápida y comenzó a arreglarse frente al espejo. Se veía pálida; no había comido bien y los nervios la tenían a mal traer.
—Tengo que conseguir trabajo rápido — se propuso a sí misma mientras ataba su cabello lacio en una trenza gruesa —Apenas me queda dinero y ni siquiera me alcanza para hospedarme otra noche…
Su situación era triste. Sin embargo, para Anne era preferible esto a volver a su casa, donde querían condenarla a un matrimonio sin amor. Aún no cumplía los diecinueve años, ¿Cómo podían hacerle algo así? Ni siquiera su propio padre la defendía…
Anne prefirió guardarse esos reproches para otro momento. Si perdía tiempo, no comería. Rápidamente, buscó su ropa y se vistió con una falda sobria, una camisa a lunares y el mismo saco oscuro que le quedaba enorme. A ella le gustaba vestir así; prefería que la tilden de fea o anticuada a llamar la atención. Como toque final para ocultar su bonito rostro, Anne se colocó los anteojos cuadrados de marco oscuro. Se miró por última vez al espejo y salió.
Las calles de Los Ángeles eran inquietas, ruidosas, estrafalarias. Anne deambulaba algo perdida, buscando alguna oportunidad. Quiso mirar la hora en su móvil pero recordó que lo llevaba apagado, pues no quería que su familia la rastreara.
“Apenas consiga algo de dinero…”, pensó Anne, mientras devoraba un sándwich de jamón en la esquina de un local, “cambiaré mi número.”
Siguió caminando, notando que las calles se tornaban más humildes; había vagabundos durmiendo en las veredas y, a lo lejos, se sentía la sirena de la policía.
— Creo que me metí en un sitio algo peligroso… — susurró temerosa. Sin embargo, cuando iba a dar marcha atrás para volver a la avenida principal, descubrió un cartel en la puerta de un club nocturno— “Se solicita camarera” — leyó —. Vaya… Quizás, debería intentar aquí.
La puerta del local tenía un cartel luminoso con la forma de una mujer voluptuosa. No era el trabajo que hubiera pretendido, pero Anne estaba desesperada.
Al entrar, se acercó a la barra.
—El local está cerrado, señora. Abrimos a las siete — le dijo de mala manera un hombre, sin siquiera mirarla.
“Señora”. A Anne a veces le molestaba que la llamen así, pero estaba acostumbrada. De hecho, el tono del hombre fue más molesto.
—Vengo por el empleo de camarera, señor — dijo Anne.
El tipo, al notar que la voz de la chica era de alguien joven, la miró bien, de arriba abajo. Una sonrisa burlona se le escapó.
—No creo que al dueño le interese tenerte de camarera.
Del otro lado había dos mujeres con ropas ajustadas y llamativas almorzando; evidentemente, eran trabajadoras del lugar. La situación de la barra les llamó la atención y se quedaron viendo, compartiendo sonrisas cómplices.
—¿Por qué no? — preguntó Anne, tratando de ser educada —Puedo aprender rápido.
—¡Ja! Y dime, niña ¿Tienes algo que valga la pena mostrar por debajo de esos trapos de anciana que traes puesto?
Al oír eso, las prostitutas estallaron en una carcajada. El tipo de la barra siguió pasando un trapo en la superficie, como si no hubiera dicho nada ofensivo.
—Yo busco trabajo, no vender mi cuerpo — aseguró Anne, muy seria. Ella era bonita y lo sabía, pero no tenía porque estar exhibiéndose como esas mujeres que, del otro lado, se burlaban de ella.
—Mira, niña. Acá funciona “la carne”. Si trabajas como camarera, deberás mostrarte. ¿Sabes la clase de tipos que vienen aquí? Quieren tocar lo que les gusta. No tienes que prostituirte, pero si quieres ganarte un extra mejor que las propinas, puedes preguntarle a esas dos de allá — y señaló con una sonrisa sardónica a las prostitutas. Ellas carcajeaban y gritaban cosas como “¡Ven, Sor Mojigata. Te enseñaremos!”
Anne sintió la piel de gallina. No quería estar a merced de tipos tan asquerosos, mucho menos prostituirse. Trago saliva y, triste, dijo al hombre:
—Lo siento, pero no. Gracias por la información…
Sin más, Anne se retiró. El tipo no le dio la mínima importancia y las prostitutas volvieron a lo suyo. Antes de subir por unas escaleras que daban a la calle, la joven sintió que alguien le chistó por detrás. Entonces, se dió la vuelta.
—Oye, chica — le llamó una mujer cuarentona que traía una escoba entre las manos—, oí que buscas empleo.
Anne afirmó con la cabeza, ansiosa. La mujer siguió hablando:
—Acaban de despedir a una chica de limpia. Se va a abrir un puesto ¿no quieres probar? Puedo llevarte con mi jefe. Nosotras nos encargamos solo de la limpieza, no nos metemos en otros asuntos, ya sabes a qué me refiero…
A Anne se le iluminaron los ojos. Ese podría ser un trabajo perfecto: mantendría su perfil bajo y no tendría que vender su cuerpo. Obviamente, aceptó la propuesta de aquella mujer. Por fortuna, fue contratada en el acto. Le entregaron su uniforme y comenzó a trabajar.
Pasaron algunos días. Anne trabajaba de 5pm a 2am y luego era reemplazada por un muchacho que, además de limpiar, hacía mantenimiento. Aprendió rápido el trabajo y, lo más importante: mantener la boca cerrada. Ella y la otra mujer, cuyo nombre era María, se ocupaban del bar y del salón privado, antes de la llegada de los clientes. Luego de los cuartos que se encontraban en el piso de arriba y de las oficinas del encargado.
—Aunque te suene absurdo, pues el barrio no es de los mejores, aquí vienen tipos importantes —le explicaba María, confidente—, incluso políticos. Por eso, no debemos decir nada. Si sus esposas o algún enemigo se entera, a las primeras que vendrían a buscar es a nosotras o a las prostitutas, ¿comprendes, niña? De hecho, a la chica que estaba antes de tí se le soltó la lengua. Por eso la echaron.
Anne asentía con la cabeza a todo lo que María le decía. De verdad, no quería causar problemas
Todo iba relativamente bien. Anne logró juntar algo de dinero con su paga diaria. Sin embargo, una noche ocurrió algo inesperado.
—Rápido — le dijo María. Eran las nueve de la noche y se oía bullicio en el bar—. Tenemos que meternos en el cuarto de las empleadas.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? — preguntó Anne, llevando un cubo con agua y un trapo. Ambas surcaban un corredor desde donde podía verse lo que ocurría dentro del bar a través de unos paneles de vidrio polarizado.
María le hizo una seña con la cabeza, señalando un sector cercano a la barra.
—Son los hombres de Mancini, ¿que no los conoces? Vinieron con su jefe. Como siempre, han pedido que desalojen el sitio. No les gusta compartir el lugar ni que les vean a la cara.
Anne miró y descubrió a un grupo de hombres con trajes elegantes y oscuros. Pero el alma se le vino abajo al identificar a uno de ellos.
Él miró hacia donde estaba ella. Sus rasgos, su altura… Esos ojos dorados. Anne se atragantó de miedo.
— “No puede ser. No él…”
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