Cuando Légolas, un alma humilde del siglo XVII, muere tras ser brutalmente torturado, jamás imaginó despertar en el cuerpo de Rubí, un modelo famoso, rico, caprichoso… y recién suicidado. Con recuerdos fragmentados y un mundo moderno que le resulta ajeno, Légolas lucha por entender su nueva vida, marcada por escándalos, lujos y un pasado que no le pertenece.
Pero todo cambia cuando conoce a Leo Yueshen Sang, un letal y enigmático mafioso chino de cabello dorado y ojos verdes que lo observa como si pudiera ver más allá de su nueva piel. Herido tras un enfrentamiento, Leo se siente peligrosamente atraído por la belleza frágil y la dulzura que esconde Rubí bajo su máscara.
Entre balas, secretos, pasados rotos y deseo contenido, una historia de redención, amor prohibido y segundas oportunidades comienza a florecer. Porque a veces, para brillar
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Una noche lluviosa.
Las luces de Londres titilaban como si la ciudad también respirara con dificultad. El cigarrillo se había apagado hacía rato, pero él aún sostenía la colilla entre los dedos, inmóvil, como si eso lo mantuviera anclado a ese momento exacto.
—¿Está bien? —pregunta una voz detrás de él.
Era Sheng, su guardaespaldas más antiguo y fiel, el mismo que había estado siguiendo a Rubí desde el incidente en el desfile en Milán, el que le había informado, con fría eficiencia, que Rubí estaba en emergencias por una herida en las muñecas.
Leo cerró los ojos.
—¿Quién lo encontró?
—El representante. Jhon algo. Llamó a emergencias. Lo estabilizaron rápido, no fue tan profundo, pero… no fue accidental.
Leo asintió lentamente.
—¿Y qué hay del otro? —pregunta con tono gélido.
Sheng no necesitó que especificara. Sabía a quién se refería.
—Federico. Salió en todos los medios. Fue visto besándose con un diseñador en Barcelona tres días antes del intento de suicidio. Antes de eso los paparazzi lo encontraron en un antro teniendo relaciones con dos modelos. Nadie relacionó el escándalo con Rubí, pero… usted lo sabía.
Leo apretó los dientes. Su mandíbula temblaba, pero no de rabia, sino de impotencia. Había mandado hombres a protegerlo discretamente desde que Rubí le dijo que no lo quería en su vida. Lo había respetado. O al menos eso se decía a sí mismo.
—Cuando lo vi en esa habitación del hospital… tan blanco, tan quieto. Fue como si el mundo se me apagara. Era totalmente diferente. No me gritó que me largaran. Parecía un cachorro.
Sheng se mantuvo en silencio.
—Y sin embargo —continua Leo, amargo—, lo único que quería era abrazarlo. Aunque me odiara. Pero no me atreví.
—¿Por qué no lo hizo?
—Porque ya lo había perdido. Me ha rechazado innumerables veces en privado y en público.
Un rayo cortó el cielo a lo lejos. Leo se dirige al coche despacio, como si cada músculo le pesara toneladas. Abrió la puerta y se sentó detrás del auto. Saca una una pequeña fotografía en blanco y negro de su bolsillo, arrugada en los bordes.
Era Rubí. Sonriendo en una estación de tren, con la cara despeinada y el sol reflejado en los pómulos. Ningún maquillaje, ninguna pose. Solo él. Real.
—Delante de todos fue arrogante, no quiso devolver el collar y yo solo pensé que lo hizo para llamar la atención.
—Recuerdo que sus padres lo iban a demandar por robo.
—¿Sabes qué me dijo cuando le di ese collar mientras estábamos a solas?
Sheng negó con la cabeza.
—Que no merecía algo tan valioso. Que tenía miedo de perderlo. Que solo era una rabieta. Y yo le respondí que el collar solo brillaba cuando estaba con él.
Leo sonrió con melancolía.
—Y ahora está de nuevo guardado. Frío. Como yo.
Sheng lo observó en silencio. Sabía que su jefe no era un hombre fácil de leer, pero esa noche estaba roto. O más bien, cansado de fingir que no lo estaba.
—¿Qué haremos, señor? No creo que se quede en la ciudad.
Leo dejó la foto sobre el asiento a su lado, donde Rubí se sentó una vez.
—Nada. Por ahora.
Sheng parpadea.
—¿Nada?
—Sí. Él quiere alejarse. Quiere escribir su propia historia. Y esta vez… no seré el villano.
—¿Y si va a París o más lejos?
—Entonces iré a donde vaya. Pero no para verlo. Solo para asegurarme de que, si tropieza, alguien lo levante. Aunque no me vea.
Sheng asintió, sabiendo que discutir con Leo sobre Rubí era como intentar apagar fuego con alcohol. Debía tomar la presidencia, la misma que había estado postergando por andar detrás de ese modelo que lo trae de los cocos.
Leo apoyó la frente contra el vidrio de la ventana, como si desde ahí pudiera ver la suite donde Rubí dormía.
—La próxima vez que me vea —murmura, con una voz casi quebrada—, no seré una sombra para Rolando Tai Long.
Media hora después, portón negro se abre tras el rugido del motor. Bryan el chofer, aparca sin decir palabra. Sheng baja primero, revisando los alrededores como siempre. Leo no espera, sale del auto golpeando la puerta con rabia.
—¡Idiota! —murmura entre dientes, caminando hacia la entrada principal—. ¿Cómo se atreve a quedarse ahí en ese hotel donde lo pueden localizar? ¿Después de cómo lo vi? Debió irse a Korea.
—No se enoje, jefe—dice Bryan desde la entrada del garaje—. Tal vez solo necesitaba espacio. Lo bueno es que no pasó a mayores.
—¿Espacio? —Leo se ríe con amargura—. No necesito que se quite la vida, necesito que entienda que conmigo está seguro.
Sheng lo sigue de cerca.
—Lo estás apretando demasiado, Leo. Y él no está hecho para jaulas. No estaba enojado ni te echó hace horas porque es muy bipolar.
—Y tú no estás hecho para opinar —gruñe Leo sin mirarlo.
—Pero opino igual —responde Sheng con firmeza, y cierra la puerta tras él—. Lo estás perdiendo por culpa de tu lentitud.
Leo camina directo a su estudio. Se sirve un whisky sin hielo, de un trago. Mira el fuego de la chimenea con el ceño fruncido.
—No lo voy a perder. No mientras respire. Si tengo que amarrarlo con mis propias manos para que entienda cuánto lo amo… lo haré.
Sheng suspira.
—¿Y si solo necesitas dejarlo ir?
—¡No! —grita Leo, tirando el vaso contra la pared—. ¡Yo no lo dejo! Nadie lo va a tocar, nadie lo va a dañar, nadie lo va a llevar lejos de mí.
El silencio vuelve a llenar el estudio.
—Hay dos hombres afuera del hotel. Si se mueve lo sabré. Lo mantendré informado.
Sin decir más su guarda espalda salió del despacho.
Leo queda solo. El silencio lo envuelve, salvo por el crujido del fuego en la chimenea y el eco lejano de la puerta cerrándose tras Sheng.
Respira con dificultad. Va hacia la mesa, se sirve otro whisky. Esta vez no lo bebe de un trago. Lo sostiene entre los dedos con fuerza, mientras camina lentamente hacia el segundo piso. Cada escalón le pesa como si cargara una condena invisible.
Al llegar al pasillo principal, gira a la izquierda. Abre la puerta de su habitación.
En la penumbra, solo iluminado por la luz cálida de las lámparas bajas, lo espera lo único que no ha cambiado en años: el retrato.
Un cuadro grande, colgado justo sobre la cabecera de su cama. Una foto de Rolando.
Su Rubí, con su sonrisa dulce, el cabello despeinado por el viento, y esa mirada que parecía conocer todos los secretos de Leo.
Leo se acerca, dejando el vaso en la mesa de noche. Se sienta al borde de la cama, mirando el retrato.
—¿Qué harías tú, Yohan?
Susurra la pregunta sin esperar respuesta. Mira en su mesita de noche donde está una foto de su ex novio, muerto. Yohan, un chico muy similar en apariencia a Rubí.
—Yohan...¿Me dirías que lo deje ir? ¿Que lo suelte? —se ríe con amargura—. Como te solté a ti, cuando te arrancaron de mí sin preguntar.
Levanta el vaso y lo vacía con un solo movimiento.
—No voy a perder a Rubí como te perdí a ti. No voy a quedarme solo otra vez.
Se pone de pie de golpe. Camina hasta el retrato, lo mira de frente, casi desafiándolo.
—Él no es tú. Rubí está vivo. Respira. Me odia, pero me escucha. Y mientras me escuche, mientras tenga una rendija por donde meterme en su mundo... no me rendiré.
Se da la vuelta bruscamente, camina hasta su armario. Saca una camisa nueva, la lanza sobre la cama. Luego un pantalón negro.
—Si no vuelve, iré por él. Si se esconde, lo encontraré. Si me olvida... le recordaré por qué no puede.
De pronto, su teléfono vibra.
Un mensaje de Sheng:
“Se movió. Está pidiendo un taxi. Va solo.”
Los ojos de Leo brillan con furia.
—Perfecto.
Toma su chaqueta. Sale del cuarto sin mirar atrás, dejando el retrato de Rubí y de Yohan observándolo en silencio. La sonrisa inmortalizada parece más triste que antes.