Sr. Y Sra. Claus

Nikolas

Había conocido a muchas mujeres en mi tiempo, pero ella era distinta, interesante en un nivel que las demás no podían alcanzar. Había algo en ella que me mantenía cautivo, algo más allá de su belleza exterior. No era solo su presencia; era su fuerza, su espíritu rebelde, la chispa que brillaba en sus ojos, aunque pareciera quebrada.

Aila caminaba como si llevara el mundo en sus hombros, pero aun así lograba verse imponente. Sus tacones resonaban en el suelo como un recordatorio para todos los hombres que se atrevían a mirarla: inalcanzable. Incluso en su tristeza, había una elegancia indiscutible en ella, algo que hacía que pareciera inquebrantable. Pero yo sabía que no lo era. Lo había visto en las fotos que me dieron: una mujer con cabello largo, radiante. Ahora llevaba el cabello corto, como si al cortarlo hubiese intentado desprenderse de algo más profundo, más doloroso. ¿Qué la había llevado a esto? ¿Qué la hacía verse tan rota?

Había investigado todo sobre ella. Su familia era la típica imagen perfecta para los demás: una hermana menor, felizmente casada, con hijos y una carrera en ascenso, aunque respaldada por un esposo que era un empresario exitoso. Aila, en cambio, era distinta. Su vida parecía un rompecabezas incompleto, con piezas que no encajaban.

La miraba desde la distancia, estudiando cada detalle, intentando entenderla. Ese día, la encontré sentada en el centro comercial, con una malteada entre las manos, observando a sus sobrinos jugar. Podía sentir la calidez en sus movimientos cuando atendía a los niños. Era tierna, entregada, como si en ellos encontrara una pequeña chispa de alegría que su propia vida le negaba. Pero aun así, había algo en su expresión, en la manera en que su mirada se perdía por momentos, que gritaba soledad.

—¿Qué es el amor? —murmuré en voz baja, casi sin darme cuenta, mientras la observaba. No sabía si la pregunta era para mí o para ella, pero no importaba. Lo único que sabía era que tenía que acercarme a esa mujer.

—Señor, recuerde que las personas pueden sentir su frío —la voz de Finn me devolvió a la realidad. Mi asistente, siempre al tanto, me miraba con cautela. Su advertencia era válida. Aunque podía volverme invisible para no ser visto, el frío que me rodeaba era inconfundible. Una marca que nunca desaparecía, un recordatorio de quién era yo.

Asentí, pero no podía apartar los ojos de Aila. Había algo en ella, algo que me intrigaba más de lo que debería. Ese día, la vi reír. Fue un momento breve, pero significativo. Reía con sus sobrinos, y por un instante, su tristeza desapareció, reemplazada por una calidez que iluminaba todo a su alrededor. Era como si se transformara, dejando salir una parte de ella que mantenía escondida del mundo.

Durante los días siguientes, la seguí, observándola desde las sombras. Aila era buena en su trabajo, aunque parecía haber una tensión constante entre ella y su jefe. Era evidente que algo no estaba bien. Lo noté en la manera en que se tocaba el cabello cada vez que él se acercaba, como si ese simple gesto la ayudara a mantener la compostura.

—Pobre Aila, seguir trabajando con tu ex y que sea tu jefe... —la voz de unas mujeres me llegó de lejos, interrumpiendo mis pensamientos.

Me acerqué, invisible, escuchando con atención.

—Total, además de que le fue infiel, gana tan bien que no puede renunciar.

—Dicen que por su culpa se cortó el cabello, que antes era hermoso.

No necesitaba escuchar más. Esas palabras confirmaron lo que ya sospechaba: su dolor tenía un origen claro. Mientras me alejaba, vi cómo el frío que me rodeaba hacía que las mujeres temblaran ligeramente. Era un recordatorio de que no podía permitirme perder el control, no ahora.

Poco después, lo vi: un hombre de traje gris caminando hacia la oficina de Aila. Lo seguí sin dudarlo, sintiendo cómo una tensión creciente se acumulaba en mi pecho.

—Ramírez, necesito hablar contigo —dijo el hombre con un tono que no dejaba lugar a dudas. Era su jefe.

Aila levantó la mirada, sorprendiéndose ligeramente antes de asentir.

—Claro, señor, ¿qué sucede?

—Necesito que te vayas.

La declaración me tomó por sorpresa, tanto como a ella. Su expresión pasó de la sorpresa a la incredulidad en un instante.

—Está bien, si eso es lo que quiere —respondió con una calma que no coincidía con el brillo de rabia en sus ojos.

El hombre se inclinó hacia ella, invadiendo su espacio personal de una manera que me resultó intolerable.

—Pensé que ibas a luchar más, pensé que amabas más a mi hijo.

Aila lo miró de reojo mientras recogía sus cosas.

—Es un niño, ¿no cree? No sabe lo que quiere. Creo que es culpa de mi esposa por permitirle hacer todo —insistió el hombre, acercándose aún más.

—¡Señor! Está congelando la pared —Finn me advirtió, sacándome de mi trance. Mi enojo había empezado a manifestarse de manera tangible, algo que no me ocurría desde hacía años.

En ese instante, nuestras miradas se cruzaron. Fue un momento breve, pero intenso. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía verme? Aila parpadeó dos veces, confusa, y cuando volvió a mirar, ya no estaba allí. Pero algo en su expresión me dijo que había sentido mi presencia.

Se giró hacia el hombre, apartando su mano con firmeza.

—Señor, creo que es más su culpa que su hijo sea una porquería de persona. Un papá que cree que puede tener todo en esta vida, ¿por qué el niño no va a creer lo mismo? Solo son unos imbéciles que piensan que con dinero pueden tenerlo todo —respondió, enfrentándolo con una fuerza que me sorprendió y me llenó de admiración.

Recogió sus cosas rápidamente y salió de la oficina, pero antes de irse, volvió a mirar hacia donde yo había estado. Aunque ya no me veía, algo en sus ojos me dijo que sabía que no estaba sola.

¿Qué había pasado? Y, más importante aún, ¿por qué no podía apartarme de ella?

La vi salir casi huyendo de la oficina, sus pasos resonaban en el piso como el eco de un grito contenido. Los tacones golpeaban con firmeza, cada sonido, una nota de rabia y humillación que ella intentaba disimular. Pero no se detuvo. Su espalda recta y la rapidez de sus movimientos mostraban una mezcla de orgullo herido y una urgencia desesperada por salir de ahí. Sus compañeros la observaban, algunos con curiosidad, otros con indiferencia, pero nadie se atrevió a detenerla. Era como si el ambiente se hubiera congelado, y ella, como una ráfaga de viento helado, rompía la monotonía de la oficina.

Antes de llegar al ascensor, su mirada se encontró con la mía. Fue un instante breve, casi imperceptible, pero lo suficiente para que algo dentro de mí se agitara. Sus ojos, llenos de una mezcla de cansancio y determinación, parecían escanear mi presencia, aunque sabía que no podía verme. Miré mis manos, notando cómo mi forma seguía siendo apenas una sombra, un reflejo tenue de lo que era. Me aseguré de que mi invisibilidad permaneciera intacta, pero algo en esa conexión visual me hizo dudar. ¿Podría ella realmente sentirme? ¿O era solo mi mente jugando con la intensidad de ese momento?

El tintineo de los botones del ascensor al cerrarse me devolvió a la realidad. Ella ya no estaba ahí, pero su presencia seguía impregnando el aire. Sus microsegundos de duda al cruzar nuestras miradas me dejaron inquieto, como si ese breve contacto hubiera traspasado alguna barrera que nunca antes había sido tocada.

—Finn... —mi voz salió baja, pero cargada de una decisión que no podía posponer más—. Necesito asegurarme de algo.

Finn, siempre a mi lado como una sombra leal, levantó una ceja con curiosidad, aunque no dijo nada. Sabía que cuando algo me inquietaba a este nivel, no había más preguntas que hacer. La conexión entre nosotros era silenciosa, efectiva.

—Volvamos al Polo Norte —dije, finalmente, con una firmeza renovada, sintiendo el frío en mi piel como un recordatorio de quién era y de lo que debía hacer.

El mundo a mi alrededor comenzó a desvanecerse mientras las sombras nos envolvían. Sin embargo, la imagen de Aila, su mirada, su tristeza, y esa chispa de lucha que brillaba en sus ojos, permaneció grabada en mi mente como una llama que se rehusaba a apagarse.