En un giro del destino, Susan se reencuentra con Alan, el amor de su juventud que la dejó con el corazón roto. Pero esta vez, Alan regresa con un secreto que podría cambiar todo: una confesión de amor que nunca murió.
A medida que Susan se sumerge en el pasado y enfrenta los errores del presente, se encuentra atrapada en una red de mentiras, secretos y pasiones que amenazan con destruir todo lo que ha construido.
Con la ayuda de su amigo Héctor, Susan debe navegar por un laberinto de emociones y tomar una decisión que podría cambiar el curso de su vida para siempre: perdonar a Alan y darle una segunda oportunidad, o rechazarlo y seguir adelante sin él.
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Decisiones que marcan caminos
Capítulo 4
La noche había sido intensa, pero el amanecer trajo consigo un aire de incomodidad y algo inesperado. Un rayo de sol entró por la ventana, iluminando la habitación. Susan despertó con una mezcla de emociones y un ligero peso sobre ella: el brazo de Alan, fuerte y protector. Aunque parecía una escena perfecta, la expresión de Susan decía lo contrario.
—Alan, hijo de tu... santa madre —dijo, apretando los dientes mientras se sentaba en la cama y apartaba su brazo.
Alan, aún somnoliento, la miró confundido.
—Amor, todavía es temprano. ¿Por qué estás tan enojada?
Susan lo miró con furia contenida, pero también con lágrimas en los ojos.
—Eres un idiota, Alan.
Se levantó rápidamente, buscó su ropa y se vistió en cuestión de segundos. Alan, aún sin comprender del todo, la observó mientras se dirigía hacia la puerta. Pero algo en la cama llamó su atención: una mancha roja sobre las sábanas. Su rostro cambió.
"¿Era posible?", pensó. Vicky siempre había sido tan libre, tan desinhibida, que nunca habría imaginado que era...
—¡Susan, espera! —exclamó, poniéndose de pie de un salto.
Ella no respondió. Las lágrimas corrían por su rostro mientras bajaba apresuradamente las escaleras y salía de la casa. Alan intentó seguirla, pero se detuvo un instante al cruzarse con su madre en el pasillo.
—¿Qué pasa, hijo? —preguntó su madre, pero Alan la ignoró. Su prioridad era alcanzar a Susan.
Mientras tanto, su madre entró a la habitación para buscar respuestas. Al ver la cama desarreglada y la mancha en las sábanas, esbozó una sonrisa de satisfacción. Sin decir nada, recogió las sábanas y las llevó a lavar.
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Susan, por su parte, no volvió a casa. Aprovechó para intercambiar sus vacaciones y pidió un cambio de rol en el trabajo que la llevaría a vuelos internacionales, manteniéndose lejos durante las siguientes semanas. Quería tiempo para pensar, para entender qué había pasado y cómo se sentía al respecto.
Alan no dejó de intentar comunicarse con ella. Durante quince días la llamó constantemente, pero Susan no contestó ninguna de las llamadas. Finalmente, una tarde, decidió responder.
—Eres un tonto, Alan —dijo, su voz cargada de cansancio—. ¿Qué haces afuera de mi casa si sabes que no estoy ahí?
—Porque sé que vas a regresar, amor. Y cuando lo hagas, quiero verte y arreglar esto.
Hubo un silencio. Finalmente, Susan cedió.
—Acabo de aterrizar. Mi próximo vuelo es mañana en la noche. Hablamos cuando llegue.
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Esa noche, Alan fue a su casa. La conversación fue tranquila, casi tímida. Alan se disculpó por lo sucedido, admitiendo que no esperaba ser el primero, y Susan lo escuchó con calma. Al final, decidieron dejar atrás lo ocurrido y seguir adelante.
Durante los siguientes días, las cosas entre ellos mejoraron. Susan invitó a Alan a quedarse en su casa, y el tiempo juntos fue suficiente para reconectar. Pedían comida, veían películas y se quedaban dormidos abrazados. A pesar del cansancio acumulado de sus trabajos, encontraban consuelo el uno en el otro.
Con el tiempo, su relación creció. Cinco meses después, Alan le propuso matrimonio de una manera sencilla pero significativa, y en solo dos meses más se casaron. La boda fue íntima y hermosa. Alan, con su familia acomodada, y Susan, con sus ingresos estables, decidieron empezar una nueva etapa en una casa cerca del aeropuerto, algo práctico para ambos.
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Aunque la vida parecía perfecta, había temas que no podían evitar. Uno de ellos era el de los hijos.
—Amor, creo que sería bonito empezar a pensar en tener un bebé —dijo Susan una noche, mientras se acurrucaban en la cama—. Ya casi cumplo 22 años, y tú vas camino a los 30. ¿No crees que es buen momento?
Alan suspiró y le dio un beso en la frente antes de levantarse.
—No lo creo, Susan Así estamos bien. Ahora, discúlpame, tengo que mandar un documento al ingeniero.
Susan lo vio alejarse hacia el escritorio y se quedó pensativa. Quizás no era el momento adecuado, pero esa idea seguía rondándole en la cabeza.
Pasaron dos meses, y Susan volvió a tocar el tema. Sin embargo, Alan nuevamente se negó. Aunque trató de entenderlo, su paciencia comenzó a agotarse. Con el tiempo, Susan dejó de cuidarse, pensando que, si quedaba embarazada, Alan no tendría otra opción más que aceptarlo.
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La vida de casados continuó con altibajos, pero el amor entre ellos parecía fuerte. A veces cuidaban a los hijos de sus vecinos, y Susan notaba cómo Alan tenía un instinto natural con los niños. Eso solo reforzaba su deseo de ser madre.
Aunque Susan sabía que su decisión de dejar de cuidarse podía cambiarlo todo, en el fondo esperaba que, cuando el momento llegara, Alan compartiera su emoción por construir una familia juntos. Lo que no sabía era cómo esa decisión marcaría el futuro de ambos de maneras inesperadas.