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Aurora: Una Belleza Eterna

Aurora: Una Belleza Eterna

Status: En proceso
Genre:Dejar escapar al amor / Amor-odio / Amor eterno / Demonios / Brujas / Leyendas de fantasmas
Popularitas:626
Nilai: 5
nombre de autor: Sebastián Suarez

En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.

Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.

Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.

NovelToon tiene autorización de Sebastián Suarez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 20: "El Encuentro"

Otro día igual. El camino, el sol en lo alto, las canastas llenas y el polvo pegado a los tobillos. Todo se repetía con una exactitud que rozaba la calma. Los campos parecían los mismos de ayer —mismo olor a hierba cortada, mismo zumbido de insectos, mismo silencio tibio entre palabra y palabra—, y aun así, había en el aire una especie de sosiego que los tres aceptaban sin pensarlo.

Florence caminaba unos metros adelante, con el paso ligero y el cabello suelto, tarareando una melodía que el viento deshacía en trozos antes de que llegara a los demás. Aurora y James la seguían más despacio, envueltos en ese tipo de silencio que no incomoda, pero que deja espacio para pensar demasiado.

Aurora miraba el horizonte, sin verlo. Desde el encuentro con Lucifer, algo se había removido en lo más hondo de su pecho, una punzada constante, mitad miedo, mitad culpa. Todo en ella parecía funcionar todavía —sus pasos, su respiración, sus manos que sostenían la canasta—, pero dentro había un temblor sordo, una tensión invisible que la mantenía lejos del presente.

James, notando el cansancio en su rostro, se adelantó un poco y, sin decir nada, tomó la canasta que ella llevaba.

—Déjame ayudarte, Anna —dijo al fin, con una sonrisa fácil—. Ya llevas demasiado.

Aurora parpadeó, sorprendida.

—No hacía falta, de verdad.

—Claro que sí —respondió él—. Si Florence me ve cargando menos que tú, no me deja entrar a casa esta noche.

Ella sonrió, apenas, una curva breve en los labios.

—Entonces lo haces por miedo, no por cortesía.

—Exactamente —bromeó James, guiñándole un ojo—. El amor es eso: instinto de supervivencia.

Aurora soltó una risa suave, que se perdió entre el rumor del viento.

Florence, más adelante, se volvió y los miró de reojo.

—¡James! —le gritó, fingiendo severidad—. Si fueras tan fuerte como charlatán, ya habrías llegado al mercado.

—Y si tú hablaras menos, quizás el campo florecería más rápido —replicó él, divertido.

—¡Cállate! —respondió Florence, pero la sonrisa le temblaba en la comisura de los labios.

El sol filtraba su luz entre los árboles, tiñendo el camino de parpadeos dorados. Fue entonces cuando se oyó el sonido: un rumor que creció desde la distancia, el ritmo de cascos golpeando la tierra con una cadencia segura, profunda, que hizo vibrar el aire.

Florence se detuvo y se giró.

James entrecerró los ojos.

Aurora levantó la vista con el corazón latiéndole en las sienes.

El galope se acercaba, envolviendo el sendero en una nube dorada. Y entre esa bruma de polvo y luz, apareció la figura del jinete.

El caballo —de pelaje crema, casi blanco— avanzaba con una elegancia que no parecía de este mundo. El hombre que lo montaba se fundía con el resplandor: la camisa abierta al cuello, las mangas arremangadas, el rostro manchado de tierra, el cabello revuelto por el viento. En su porte había una calma que imponía sin buscarlo, una dignidad que no necesitaba palabras.

Aurora se detuvo.

El aire se le atascó en los pulmones.

Su cuerpo lo reconoció antes que su mente.

Lyonel.

El nombre resonó en su interior como una campana rota. El corazón le dio un golpe tan fuerte que tuvo que bajar la mirada. Bastó un segundo para que el pasado se abriera de nuevo, como una herida que nunca cicatrizó del todo. Las palabras que no dijo, la culpa que aún ardía bajo la piel.

Florence, ajena a esa tempestad muda, lo observó con una mezcla de sorpresa y admiración.

Nunca había visto algo así: un hombre joven, con la mirada de alguien que ha conocido demasiados inviernos.

—Por Dios… —murmuró, apenas un suspiro—. ¿Quién es ese?

James frunció el ceño, medio divertido.

—Parece que a alguien le impresionó el jinete.

—Cállate, tonto —dijo Florence, dándole un codazo sin apartar la vista del jinete.

El caballo se detuvo frente a ellos y, en un movimiento repentino, se irguió sobre las patas traseras. El sol se quebró en sus crines, el aire se llenó de polvo dorado, y por un instante los tres sintieron que el tiempo se detenía: una imagen suspendida entre la realidad y el sueño.

Lyonel tiró suavemente de las riendas. El animal volvió a apoyarse sobre la tierra, resoplando, y el silencio que siguió tuvo un peso casi físico.

Su mirada recorrió a los tres, hasta detenerse en Aurora.

No sonrió. Solo la miró.

Y en esa mirada había algo antiguo, algo que dolía.

—Anna… —dijo al fin, con voz baja, cargada de incredulidad—. No te había visto hace tiempo.

El mundo pareció contener la respiración.

Ni un pájaro cantó.

Ni una hoja se movió.

Florence miró a Aurora, confundida por el cambio en su rostro. James bajó la cabeza, incómodo. Ella, en cambio, no podía moverse.

El aire pareció cerrarse de golpe entre ellos, espeso, inmóvil, como si el propio campo se negara a respirar.

Lyonel desmontó del caballo con un movimiento seguro; el cuero del sillín crujió, las riendas golpearon contra su muslo, y el animal soltó un resoplido breve, inquieto. El silencio que siguió fue tan intenso que hasta el zumbido de los insectos pareció alejarse.

Dio unos pasos hacia ella.

Aurora retrocedió un poco, apenas lo suficiente para que el gesto no se notara demasiado. Cada paso de él tenía un peso distinto, como si el suelo reconociera su presencia. Y sin embargo, cuando estuvieron frente a frente, todo pareció detenerse: el sol, el viento, incluso el sonido de las hojas.

Lyonel levantó una mano, vaciló un instante, y de pronto la abrazó. Fue un abrazo fuerte, desbordado, más un impulso que una decisión.

Aurora sintió el golpe de su pecho contra el suyo, el olor a tierra y sudor, el calor que le subía desde la piel. Durante un segundo no supo cómo reaccionar; se quedó quieta, los brazos caídos, la respiración atrapada entre sorpresa y miedo. Pero el temblor de Lyonel —esa vibración leve, casi contenida— la devolvió al cuerpo.

Entonces lo abrazó también.

Florence y James se miraron, desconcertados. Florence levantó las cejas, James apretó los labios como si fuera a decir algo, pero ninguno se atrevió. El aire alrededor del grupo se había vuelto tan espeso que parecía ajeno al mundo.

Lyonel se apartó despacio, lo justo para mirarla. Tenía el rostro enrojecido por el sol, el cabello húmedo pegado a la frente y los ojos… los ojos llenos de algo que dolía mirar.

—Anna —dijo por fin, en voz baja, áspera—. Me dijeron que te habías ido. Que te marchabas a estudiar fuera del país.

Hizo una pausa, buscándole los ojos.

—¿Qué haces aquí?

Aurora se quedó en silencio, con las palabras golpeándole el paladar sin salir.

Florence y James intercambiaron miradas, sin entender del todo, pero supieron —por instinto— que era mejor no decir nada.

Ella intentó sonreír.

—Eh… estoy de visita —balbuceó, esforzándose por parecer tranquila—. De vacaciones… ayudando a unos amigos.

Su voz le sonó extraña, ajena, como si perteneciera a otra persona.

Lyonel la observó un instante, con esa expresión suya que no juzgaba pero lo entendía todo.

Luego esbozó una sonrisa breve, esa sonrisa que, por un momento, hacía parecer que el mundo no pesaba tanto.

—¿Hace cuánto llegaste?

—Hace poco —respondió ella, bajando la vista—. Unos días.

—¿Unos días? —repitió él, arqueando una ceja, medio divertido—. Y ni una visita. Empiezo a pensar que ya no somos amigos.

Aurora se apresuró a negar con la cabeza.

—Claro que sí… solo he estado ocupada desde que llegué.

Lyonel soltó una leve risa, y el sonido la atravesó como un recuerdo.

—Entonces hoy no tendrás excusa. Esta noche vienes a casa. Eliza también te ha echado de menos… fuiste la única amiga que hizo aquí.

Aurora tragó saliva, fingiendo una naturalidad que no sentía.

—Sí… claro, veré si puedo.

Él la miró como quien sabe que miente, pero no la delata.

—Haz lo posible —dijo simplemente.

Fue entonces cuando reparó en los otros dos.

Se giró hacia ellos con educación, una sonrisa amable que equilibraba la fuerza de su presencia.

—Perdón, no me he presentado —dijo—. Soy Lyonel. ¿Ustedes son amigos de Anna?

Florence reaccionó primero, algo nerviosa.

—Sí, eso parece —contestó, y se apresuró a añadir—. Florence, y él es James.

—Un placer —respondió Lyonel, con un leve gesto de cabeza—. Están invitados también, si quieren acompañarla esta noche.

James alzó una ceja, sorprendido. Florence sonrió, encantada con la cortesía.

—Qué amable —dijo—. Sí, claro, nos encantaría.

Lyonel asintió, satisfecho.

—Entonces está decidido. Tengo que seguir mi camino, pero los espero al atardecer.

Montó en el caballo con un movimiento fluido, natural, y antes de marcharse volvió a mirarla.

Esa mirada. Ni una palabra, pero todo estaba dicho ahí: el desconcierto, el cariño, el reproche, el hilo invisible que seguía uniéndolos.

Se inclinó un poco y rozó su mejilla con los labios. Fue un gesto breve, contenido, pero en Aurora el mundo se detuvo. Sintió el olor del cuero, del polvo, del sol pegado a su piel, y una oleada de calor le subió al rostro.

—Me alegra verte de nuevo, Anna —murmuró—. Te espero esta noche.

Y partió.

El caballo se alejó entre una nube de polvo que el sol convirtió en oro, hasta perderse por el camino.

Florence lo siguió con la mirada, todavía boquiabierta.

—¿Qué fue eso? —dijo, sin poder contener la sonrisa—. ¿Quién es ese hombre?

James bufó, cruzándose de brazos.

—No es para tanto —dijo—. He visto herreros con más encanto.

—Sí, claro —replicó Florence con burla—. Se te nota el ataque de celos desde aquí.

James fingió no escucharla, pero su gesto lo delataba.

Aurora no respondió.

Se quedó mirando el punto donde el caballo había desaparecido entre los árboles.

Su sonrisa era leve, apenas un rastro… pero en ella se adivinaba la sombra de quien sabe que algo —alguien— acaba de volver, y que el destino, cuando insiste, no deja segundas oportunidades.

Florence caminaba unos pasos detrás de Aurora, jugando distraídamente con una ramita que había arrancado del borde del camino. Tenía el ceño fruncido, los labios apretados y esa chispa de curiosidad que no sabía esconder aunque lo intentara. Había estado callada un buen rato, mirando de reojo a su amiga, hasta que la intriga le pudo más.

—Anna… —dijo, con un tono que fingía ser despreocupado, pero la delataba—. Cuéntame algo… ¿quién era ese hombre?

Aurora no respondió al principio. Miraba el suelo, los pétalos aplastados bajo sus zapatos, el polvo que el viento levantaba con cada paso. Todavía sentía en la piel el calor del abrazo de Lyonel, el peso de sus manos, la voz que le había devuelto un nombre que ya no le pertenecía.

—Es… —murmuró al fin, apenas audible—. Es un amigo. Nada más.

Florence soltó una risa breve, incrédula, ladeando la cabeza.

—¿Un amigo? Por favor. Ese hombre no miraba como un amigo.

Aurora se detuvo, sin mirarla. Abrió la boca, pero no salió nada. El silencio fue su respuesta.

James, que venía detrás, la observó con una ceja arqueada.

—“Viaje de estudios”, ¿no? —dijo, medio en broma, medio en serio—. ¿Qué es esa mentira?

El paso de Aurora se frenó de golpe. El viento agitó su falda y un mechón de cabello le cruzó el rostro. Nadie habló por un instante. El campo entero parecía en pausa, escuchando.

Florence se detuvo también, y al verla tan quieta, bajó la voz.

—Anna… —susurró, más suave—. ¿Por qué le dijiste eso?

Aurora tragó saliva. Sentía el corazón retumbándole en la garganta. Buscó aire, pero las palabras no querían salir.

James avanzó un poco, incómodo.

—Ya, déjala, Florence —dijo en voz baja—. No tenemos por qué meternos.

—¿Y tú no fuiste el primero en hablar? —replicó ella, sin mirarlo.

—Sí, pero no pensé que… —James calló, incómodo, rascándose la nuca—. No pensé que sería algo serio.

Aurora los miró a ambos. Su expresión se suavizó, y por fin habló.

—Le dije eso… porque estaba enamorada de él.

Las palabras cayeron como una piedra en el agua. Florence abrió un poco los ojos, desconcertada. James bajó la mirada, en silencio.

Aurora respiró hondo, casi temblando.

—Y sabía que no podía ser —continuó—. No había manera. Así que mentí. Era más fácil decir adiós con una mentira que con el corazón roto.

Florence se quedó quieta. Su rostro perdió la picardía de antes. Dio un paso más cerca, con voz baja:

—Anna… perdóname. No quería hacerte hablar de eso. Pensé que…

—No pasa nada —interrumpió Aurora, intentando sonreír—. En serio. Estoy bien.

James la miró con cierta tristeza y asintió.

—Perdóname también. No era asunto mío.

Aurora bajó la vista.

—Está bien, de verdad —repitió, aunque la voz le tembló al final.

Durante unos segundos solo se oyó el canto de las cigarras, un sonido agudo, persistente, que llenaba el aire pesado del mediodía.

Florence suspiró y se apartó un poco, recogiendo el cesto que había dejado en el suelo.

—Si no quieres verlo, no vayas esta noche —dijo con suavidad—. Podemos decir que te sentías mal o… no sé, inventamos algo.

Aurora negó con un leve movimiento de cabeza.

—No. —Su voz salió firme, aunque los ojos la traicionaban—. No puedo seguir huyendo. Voy a ir.

Florence la observó unos segundos, con un nudo de preocupación que no se atrevió a soltar. James, sin decir nada, recogió las canastas y echó a andar de nuevo, dejando que el ruido de sus pasos marcara el final de la conversación.

El camino hasta la casa de Florence transcurrió sin apuro, bajo un sol que parecía querer dormirse sobre los tejados.

El pueblo respiraba esa calma tibia del mediodía: los golpes de un martillo a lo lejos, el rumor de una fuente, el murmullo de las mujeres que colgaban ropa en los balcones.

A medida que avanzaban, el aire se llenaba de olores familiares: pan horneado, jazmín, tierra tibia. Era la misma rutina de siempre, pero aquella tarde todo parecía un poco más denso, más lento, como si el mundo sospechara algo que ellos aún no sabían.

Al llegar, Florence empujó la puerta de su casa con el hombro. La madera respondió con su crujido habitual, y una corriente de aire fresco, perfumado de lavanda seca, los envolvió.

—Ya llegamos, mamá —anunció en voz alta, dejando las canastas sobre la mesa del recibidor.

Algunas flores todavía goteaban rocío; otras se habían doblado por el calor. James las acomodó con un suspiro exagerado, fingiendo cansancio. Florence le dio un codazo sin mirarlo, conteniendo una risa. Aurora, en cambio, se sentó despacio junto a la ventana. No era el cuerpo lo que le pesaba, sino algo más profundo: esa fatiga que deja el miedo cuando no se atreve a mostrarse.

Una jarra de agua descansaba sobre la mesa. Vertió un vaso y lo bebió con lentitud, mirando cómo la luz se fragmentaba en la superficie del líquido. Por un instante, el simple reflejo del sol le pareció un presagio.

Entonces apareció Mary, la madre de Florence: una mujer de manos firmes y ojos despiertos, el cabello recogido sin cuidado, el delantal cubierto de harina.

—Buenos días, Anna —dijo con una sonrisa que iluminaba el cuarto—. Qué gusto verte, hija. ¿Cómo has estado?

Aurora levantó la mirada y esbozó una sonrisa cortés.

—Bien, señora, gracias por preguntar.

Mary la miró de arriba abajo con ternura.

—Eres más bonita cada vez que te veo, niña —dijo, y luego giró hacia James con una ceja arqueada—. Y tú, muchacho, sigues metido aquí todos los días. No sé si ayudas o estorbas.

James se rascó la cabeza, sonriendo con esa calma que usaba para esquivar las pullas.

—También es un gusto verla, Mary….

—¡Mamá! —gritó Florence desde el fondo de la casa—. Deja de molestar a mi novio.

Mary suspiró teatralmente.

—Yo no empiezo nada, solo digo lo que veo —replicó, aunque la comisura de su boca temblaba de risa—. Y lo que veo no me convence.

Florence apareció secándose las manos con una toalla.

—Es mi vida, mamá —dijo con paciencia—. Ya tuvimos esta conversación.

—Y la volveremos a tener mientras vivas bajo este techo —respondió Mary, sin alzar la voz, como quien recita una costumbre más que una advertencia.

James se giró hacia Aurora, murmurando por lo bajo:

—Esto pasa todos los días a la misma hora. Te acostumbras.

Aurora sonrió apenas, pero no lo escuchaba del todo. Las voces, los gestos, el olor del pan recién hecho… todo se desvanecía detrás del recuerdo de Lyonel.

Lo veía con una claridad dolorosa. La manera en que la luz le tocaba el rostro, ese azul imposible de sus ojos, la calma aparente bajo la que siempre había una corriente de tormenta.

Recordó su abrazo, el temblor leve de sus manos, y sintió que el aire se le volvía más pesado.

Nada en él parecía completamente humano: ni su voz, ni su presencia, ni esa manera de mirarla como si aún recordara algo que ella había olvidado.

Aurora apretó el vaso entre las manos hasta que el vidrio le dolió contra los dedos. Sabía que Lucifer la observaba desde algún rincón invisible, esperando que cumpliera lo prometido.

El pacto aún ardía bajo su piel, silencioso, pero vivo.

Y, sin embargo, una parte de ella se negaba a obedecer.

Tenía que encontrar la forma.

Salvarlo, antes de perderse del todo.

“Hasta que encuentre una salida”, pensó.

Y ese pensamiento, tan pequeño, le dio fuerza.

En ese momento la voz de Florence rompió el hilo de sus ideas.

—Anna, ¿me estás escuchando? —dijo, entrando otra vez en la habitación—. Mamá ya terminó su sermón, puedes respirar tranquila.

Sonreía, pero sus ojos la examinaban con un dejo de inquietud.

—Estás callada. ¿Te pasa algo?

Aurora parpadeó, como quien vuelve de muy lejos.

Respiró hondo, buscó su mejor sonrisa y respondió con calma:

—No, nada. Solo pensaba en lo hermosa que está la tarde.

Florence asintió, aunque no pareció convencida.

—Sí… hermosa —repitió, mientras tomaba una flor del cesto y la giraba entre los dedos—. Pero huele a tormenta.

Aurora la miró por un momento, y esa frase le quedó resonando, como si el aire se hubiese detenido a escucharla también.

Florence seguía recogiendo las flores que quedaban sobre la mesa, separando las que aún podían venderse de las que ya empezaban a marchitarse. Tenía la mirada perdida en los pétalos, pero de pronto levantó la cabeza con un destello de emoción, como si acabara de recordar algo importante.

—¡Dios mío, Anna! —exclamó, dejando caer un manojo de lirios sobre el mantel—. Tenemos que ver qué nos vamos a poner para esta noche. No pienso presentarme en la casa de tu amigo con esta pinta de campesina.

Aurora levantó la vista, algo desorientada, como si la frase la hubiera arrancado de un pensamiento lejano.

—¿Qué? —preguntó, todavía con la voz baja.

—Tu amigo —repitió Florence, ya encendida en entusiasmo—. El de esta mañana, el del caballo. No podemos ir así como estamos, ¿no? Hay que causar buena impresión.

Aurora abrió la boca, pero no alcanzó a responder. Desde la cocina, la voz de Mary atravesó el aire con su tono de mando, tan natural como el aroma a pan recién horneado.

—¿Qué es eso de una casa? —preguntó—. ¿Tienen una fiesta o me estoy perdiendo algo?

Florence soltó un suspiro resignado.

—No es una fiesta, mamá —respondió, levantando un poco la voz—. Es solo una visita a la casa del amigo de Anna. Y deja de escuchar detrás de las paredes, por favor.

Mary apareció en el marco de la puerta, con el delantal arrugado y una sonrisa que era pura picardía.

—Ah, “una visita”, claro —dijo—. Y seguro ese amigo es un chico guapo, ¿verdad?

Florence rodó los ojos.

—Mamá, por favor…

Mary se encogió de hombros, disfrutando del efecto que causaba.

—¿Y dónde vive tu amigo, Anna? —preguntó, mirando directamente a Aurora.

Florence también la observó, expectante.

Aurora titubeó apenas un segundo antes de contestar:

—Vive por el este, un poco más allá de las colinas.

Florence parpadeó, confundida.

—¿El este? Pero… ahí solo hay una casa.

Mary frunció el ceño, como si la respuesta ya le pesara en la lengua.

—La mansión Sinclair —dijo.

Aurora asintió despacio.

—Sí. Es ahí.

Mary dejó el trapo de cocina que tenía entre las manos, casi se le cayó.

—¿A qué te refieres? —preguntó, incrédula—. ¿Trabaja en la mansión de los Sinclair?

Aurora la miró sin comprender al principio, luego negó con suavidad.

—No. Él es el dueño. Lyonel Sinclair.

Las dos mujeres exclamaron al mismo tiempo:

—¿¡Quéee!?

Florence casi dio un salto, los ojos abiertos de par en par.

—¿El Lyonel Sinclair? ¿El joven más codiciado de Inglaterra? ¿Ese Lyonel Sinclair?

Aurora soltó una risa nerviosa, apenas un murmullo.

—Sí… ese mismo.

Florence se llevó las manos a la cabeza.

—No lo puedo creer —dijo, con el rostro encendido—. ¡Voy a ir a esa mansión! ¡La mansión Sinclair! ¡Voy a ser la envidia de todas las chicas de este pueblo!

Mary, con el trapo de cocina colgando en la mano, la observó con una mezcla de respeto y asombro.

—Los Sinclair… vaya familia. —Hizo una pausa, como si recordara algo—. Tu abuelo siempre decía que los Sinclair tenían la elegancia en la sangre.

—Y los secretos también —murmuró James desde la esquina, sin levantar del todo la vista.

Florence lo miró de reojo.

—No empieces, James. —Pero en el tono había una sonrisa—. No todos los hombres pueden darse el lujo de tener una mansión.

James se encogió de hombros, intentando disimular la sombra de celos que le cruzó el rostro.

—Tampoco todos necesitan una para hacerse notar.

Florence bufó, divertida.

—Qué romántico estás.

Antes de que la conversación se calentara más, tiró del brazo de Aurora con una energía casi infantil.

—Vamos arriba, Anna. No pienso ir vestida como una florista cualquiera a conocer al mismísimo Lyonel Sinclair.

Aurora dejó escapar una risa débil, pero su corazón latía con fuerza, demasiado. Mientras subían las escaleras, el murmullo de Mary y James se fue apagando detrás de ellas, y el aire del segundo piso olía a madera vieja y jabón de lavanda.

Florence seguía hablando, entusiasmada:

—Tengo un vestido color blanco que podría quedarte precioso. O uno crema, aunque creo que resalta más en mí. Bueno, ya veremos cuál eliges tú, si es que me dejas ayudar.

Aurora la oía apenas. Sus pensamientos se deslizaban hacia otro sitio, hacia la mansión que la esperaba al caer la tarde. Cada escalón le pesaba como si subiera hacia su propio destino. Sabía que, una vez cruzara esas puertas, no solo vería a Lyonel. Vería también el reflejo de todo lo que había intentado olvidar: el amor, la culpa y el pacto que seguía ardiendo bajo su piel.

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Anna
Ariadne tenía razón 😢
Anna
Q linda es Ariadne 🥰
sebastian
Pobre Ariadne
sebastian
Pobre Ariadne
Lector de vida
me parece muy interesante la trama, continua así 👌
Carla Vannucci
WOW, me encanto el segundo capítulo, publica el proximo pleaseee
Carla Vannucci
WOW, me encanto el segundo capítulo, publica el proximo pleaseee
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