La Manzana Del Pecado.

El silencio que reinaba en su mente no era el de la muerte, sino el de un sueño profundo. Rosana abrió los ojos lentamente, y lo primero que vio no fue el techo de una tienda ni las paredes frías del castillo… sino un cielo blanco y brillante que parecía no tener fin.

Se dio cuenta de que estaba recostada en una cama suave, cubierta por sábanas que olían a flores frescas. Frente a ella, una figura se acercaba con pasos tranquilos. Era joven, de piel clara y cabellos negros como la noche, un vestido blanco puro que ondeaba con el aire inexistente de aquel lugar.

—¿Morí otra vez? —preguntó Rosana, incorporándose un poco. Su voz salió temblorosa, no de miedo, sino de cansancio.

La joven sonrió con ternura.

—No… solo estás agotada. Tu cuerpo necesita descansar después de todo lo que has hecho.

Rosana suspiró, sintiendo un peso invisible en los hombros.

—Entonces… ¿eso quiere decir que ganamos?

—Sí —respondió la muchacha, acercándose hasta sentarse al borde de la cama—. Lo hiciste. Cumpliste la misión que yo no pude.

Al escuchar esas palabras, Rosana sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Bajó la mirada, con miedo de preguntar lo obvio.

—Eso… eso quiere decir que vas a tomar tu lugar nuevamente, ¿no?

La joven negó suavemente con la cabeza.

—No. Eso quiere decir que te has ganado el derecho de ocuparlo.

Rosana levantó la mirada, sorprendida.

—¿Yo?

—Sí. Prométeme que cuidarás de mi reino. Que serás la reina que Ravena nunca fue… y que yo nunca quise ser. Gobierna con honor, justicia, lealtad… y sobre todo, con amor.

—¿Y tú? —preguntó Rosana, con un nudo formándose en la garganta—. ¿Qué harás tú?

—No tienes que preocuparte por mí —dijo la joven, tocándole suavemente la mejilla—. Ahora soy libre… y feliz. Voy a seguir así mientras tú lo seas. Aprovecha esta oportunidad, Rosana. Vive tu vida y sé muy feliz. Ese es mi deseo para ti… te lo mereces.

Rosana intentó decir algo más, pero el brillo en los ojos de la joven comenzó a desvanecerse, junto con todo aquel mundo blanco.

—Gracias… —susurró, antes de que la imagen desapareciera por completo.

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Despertó con una sensación cálida sobre su rostro. Parpadeó, y su visión se aclaró lo suficiente para ver un paño húmedo que recorría suavemente su piel. Luciel estaba inclinado sobre ella, sus ojos concentrados y las cejas fruncidas, como si temiera que fuera a romperse en cualquier momento.

—Mi sexy y lindo enfermero… —murmuró Rosana con una sonrisa débil—. Tal vez estar enferma no es tan grave si cada vez que despierte vas a estar a mi lado cuidándome así.

Luciel, que no esperaba semejante comentario, se sonrojó al instante. Su mirada se apartó de la de ella, pero sus manos siguieron firmes en su tarea.

—Deberías guardar tus fuerzas… —respondió con voz baja.

Pero no fue solo él quien estaba allí. Al abrir los ojos por completo, Rosana se dio cuenta de que los demás bandidos la rodeaban, mirándola con una mezcla de preocupación y alivio. Algunos fruncían el ceño, otros intentaban ocultar una sonrisa.

Tobías fue el primero en romper el silencio. Se abrió paso hasta quedar justo frente a ella. Su expresión, normalmente burlona, estaba seria, aunque sus ojos brillaban. Se inclinó y depositó un beso suave sobre sus labios, apenas un roce, pero cargado de lo que no se atrevía a decir.

—No vuelvas a asustarnos así —susurró, apartándose despacio.

Zev no perdió tiempo. Lo apartó con un empujón suave, se inclinó igual que él y rozó sus labios con los de Rosana. Su mirada se clavó en la de ella mientras decía:

—Sabía que no romperías tu promesa. Ahora cumpliré la mía… y te seguiré hasta el fin del mundo, te guste o no.

Ella apenas tuvo tiempo de responder cuando los demás comenzaron a acercarse, uno a uno, para llenarla de besos, abrazos y palabras de cariño. Entre risas nerviosas y gestos descarados, Rosana empezó a sentirse mareada, no por la debilidad, sino por la intensidad de aquel momento.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que faltaba alguien.

—¿Dónde está Nikolai? —preguntó, buscando su rostro entre los presentes.

Luciel fue quien respondió, manteniéndose a su lado.

—Aún no ha despertado…

Al oír eso, Rosana intentó incorporarse de inmediato.

—Llévenme con él.

—Necesitas descansar —intervino Gael, colocándole una mano firme en el hombro.

Pero ella lo miró con una determinación que no dejaba lugar a discusiones.

—Gael… llévame con él. Ahora.

El hombre suspiró, y tras un momento de silencio, asintió.

—Bien… pero yo te cargo.

Sin esperar más, la levantó en brazos. Rosana sintió el calor de su pecho, la firmeza de sus pasos mientras la llevaba fuera de la tienda. El aire fresco de la noche golpeó su rostro, trayendo consigo el olor a tierra húmeda y humo de las hogueras.

Cruzaron el campamento hasta llegar a una gran carpa donde atendían a los heridos. Dentro, el ambiente estaba cargado de hierbas medicinales y el sonido de susurros preocupados.

En una de las camillas, Cedric descansaba, pero Rosana apenas le dedicó una mirada. Toda su atención se centró en la figura inmóvil de Nikolai, recostado con el pecho vendado, su respiración débil y pálida la piel.

Se liberó suavemente del agarre de Gael y se acercó hasta quedar a su lado. Tomó una silla y se sentó, sus manos temblando mientras rozaba el dorso de la mano del mago.

—No puedes dejarme así, ¿me oyes? —murmuró, su voz apenas un hilo—. Luchaste conmigo, me protegiste… no voy a dejar que todo termine aquí.

Colocó ambas manos sobre el pecho de Nikolai, cerró los ojos y dejó que la luz que llevaba dentro comenzara a fluir. Primero fue un leve resplandor dorado, tibio, que se filtró por sus dedos. Luego, la luz creció, envolviendo a ambos como un manto cálido que parecía latir al ritmo de su corazón.

El silencio en la carpa se volvió absoluto. Los presentes observaban sin atreverse a moverse. La luz se intensificó hasta casi cegarlos, y Rosana sintió cómo la energía se drenaba de su cuerpo, pero se negaba a detenerse.

—Vamos, Nikolai… —susurró entre dientes—. No me dejes ahora… no después de todo.

Un jadeo repentino rompió el silencio. Nikolai tosió, sus párpados temblaron y lentamente abrió los ojos.

—…Rosana… —murmuró con voz ronca.

Ella soltó una risa entrecortada, con lágrimas resbalando por sus mejillas.

—Bienvenido de vuelta, mago testarudo.

Él intentó sonreír, pero la debilidad lo obligó a cerrar los ojos de nuevo. Aun así, su mano apretó la de ella con fuerza.

Rosana se inclinó y apoyó la frente contra la suya.

—No me vuelvas a dar un susto así… o juro que te mato yo misma.

El ambiente en la carpa se suavizó. Algunos de los bandidos sonrieron, otros se miraron entre sí con alivio. Incluso Gael, serio como siempre, dejó escapar un suspiro tranquilo.

La batalla había terminado. Por primera vez en mucho tiempo, había esperanza.