Fui la mujer perfecta
En la oscuridad descubrí el placer, descubrí que mis piernas no eran para cerrar, que mi lengua podía acariciar y herir con el mismo arte.
Aprendí a gemir con rabia y a dominar con las caderas.
Ahora regreso. Con vestidos de seda y piel perfumada, con un cuerpo que aprendí a usar como un arma.
Él cree que vuelvo para cumplir aquella promesa. Cree que aún soy suya.
La mujer perfecta ha muerto. Lo que queda… es una diosa del placer y la venganza.
No viene a buscar amor. Viene a cobrar.
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Ocho meses después
Habían pasado ocho meses.
El calendario marcaba estaciones nuevas, pero el alma de Angeline seguía estancada en el invierno de aquella noche.
Sin embargo, hablaba. No mucho, no con todos… pero hablaba.
Manu seguía allí. Como una sombra buena, como un refugio.
Se había quedado en la casa desde el primer día que Angeline pidió que no se fuera.
Ella solo le confiaba a ella sus silencios. Sus temblores. Sus pequeños pasos hacia adelante.
—Hoy me animé a salir al jardín —le dijo una vez.
Y Manu, sonriendo con los ojos húmedos, le respondió:
—Sos una valiente, negra.
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Víctor no dejaba de escribir.
Cartas. Flores. Llamadas que no eran respondidas.
Nunca insistente, nunca invasivo. Solo constante.
Una rosa blanca en la puerta.
Una tarjeta. Una línea.
"Aún espero."
El padre de Angeline fue quien tocó el tema primero.
—Hija… no podés vivir eternamente escondida del pasado. El muchacho ha sido paciente. Está ahí, esperando como un tonto con el corazón en la mano. Tal vez deberías… no sé, escucharlo.
Angeline bajó la mirada.
Negó con la cabeza.
—No puedo, papá. No estoy lista. Ni lo estaré.
Pero fue su madre, en una tarde de lluvia suave, quien se sentó a su lado y le acarició la mano.
—No se trata de estar lista, hija. Se trata de sanar con lo que se tiene. No le debes nada a nadie, pero… ¿y si hablar también te libera?
Ese silencio fue distinto. Más largo.
Al día siguiente, Angeline dijo que aceptaba ver a Víctor.
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Él llegó puntual. Sin flores. Sin traje.
Solo con los ojos rojos y una voz que temblaba.
Angeline estaba sentada en el patio. El cielo estaba gris, pero no llovía.
—Gracias por recibirme —dijo él, apenas la vio.
Angeline asintió, sin sonreír.
—No te culpo, Víctor.
Nunca lo hice.
—Yo sí me culpo. Por no haber estado. Por no haberte cuidado.
Por haberte fallado.
Angeline cerró los ojos.
—Víctor… no puedo verte sin recordar lo que perdí.
Lo que era. Ya no soy la misma.
—No necesitás ser la misma. Yo te amo como sos.
Con tus grietas. Con tu silencio. Con tu dolor.
—No soy digna de vos —dijo ella, con la voz quebrada—. Estoy sucia. Manchada.
Ya no soy… yo.
Víctor se acercó un paso. Luego otro.
—Para mí, sos el ser más puro que he conocido.
Y si me decís que sí, si me das una oportunidad… no te exigiré nada. No te tocaré si no querés.
Solo quiero estar a tu lado. Cuidarte. Amarte. Acompañarte.
—No podés querer eso… sos un hombre, tenés necesidades.
Yo no puedo… darte eso.
—Entonces lo iremos viendo. Despacio. Sin presiones.
Y si con el tiempo seguís sintiéndote igual, te doy tu libertad. Sin reproches.
Angeline lo miró por primera vez, de verdad.
Había en sus ojos una ternura rota, pero viva.
Una parte de ella quería creer.
La otra… aún no podía.
—No lo sé, Víctor. No te prometo nada.
—No necesito promesas. Solo… la posibilidad de intentarlo.
Ella asintió. Muy despacio.
Y por primera vez en ocho meses, algo dentro de ella no se rompió.
Solo dolió… un poco menos.
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